El pasado 9 de mayo, el diario británico The Guardian reportaba que, durante una cena en su club Mar-a-Lago, Donald Trump había prometido a 20 petroleros prominentes no solo desmantelar las regulaciones ambientales establecidas por Biden, sino también incrementar la extracción de petróleo. El ofrecimiento, como era de esperar, no era gratuito. Los magnates del petróleo, quienes representaban a compañías como Chevron y Exxon, solo tenían que contribuir con mil millones de dólares para la campaña del candidato neoyorquino.
Aquellos que no olvidamos la forma en que Trump abandonó el Acuerdo de París, el cual buscaba reducir los gases de efecto invernadero, sabemos que la promesa es tan auténtica como descarada. Sin embargo, la oferta de Trump no es sorpresiva en un mundo que se ha habituado a noticias que, hasta hace poco, eran impensables. La corrupción se despliega por todo el mundo y penetra los canales más profundos de la política y la economía global. Las grandes corporaciones son dirigidas por individuos que se involucran en actividades cuestionables con tal de recibir jugosas “compensaciones” a cambio de lograr el aumento del valor de las acciones de sus empresas.
En este proceso, proliferan los ejemplos de cómo los intereses legítimos de los usuarios y consumidores pasan a segundo plano. Las compañías farmacéuticas juegan de manera temeraria con la salud de sus consumidores; la otrora prestigiosa Boeing se ha visto afectada por una serie de accidentes e incidentes de seguridad que se vinculan al esfuerzo de maximizar sus ganancias.
En esta carrera hacia el abismo, los mismos valores de la democracia se disipan de manera acelerada, lo cual fomenta un autoritarismo cada vez más asfixiante. Las grandes empresas tecnológicas han jugado un papel lamentable en este proceso debido a que han polarizado a las sociedades. En un ambiente tan tóxico, el crimen organizado se desarrolla a sus anchas.
La descripción del decorado de la corrupción global no estaría completa si no se mencionara esa campaña mundial por recuperar los “valores morales”. En esta dinámica pintada con anhelos religiosos por líderes religiosos inescrupulosos, muchos “defensores” de la familia buscan el apoyo de los políticos más corruptos. La contradicción es evidente: una familia que tuviera valores no podría producir semejantes esperpentos. Pero el evangelismo reaccionario no está para esas sutilezas.
Presento estas reflexiones porque considero que estas deben tomarse en cuenta cuando se analiza la actual situación política del país. La dinámica global de la corrupción se traslada al ámbito interno de cada país, fortaleciendo las expectativas de grupos poderosos que, por momentos, sentían que el poder se les iba de las manos.
Bajo el manto de la mundialización de la corrupción, el autoritarismo y la hipocresía religiosa, podemos explicarnos por qué Consuelo Porras y sus huestes no se dignan a prestar atención a la voluntad del pueblo. Al final, estos grupos saben que existen poderosos agentes mundiales que siempre se pondrán de su lado. Parafraseando al reconocido pensador norteamericano Corey Robin, el discurso de los reaccionarios es la experiencia de tener el poder, verlo amenazado y tratar de recuperarlo. Ya el pueblo habló en el 2015 y el año pasado. La sociedad debe ser disciplinada y retornada a su papel subordinado.
A pesar de los vientos en contra, muchos ciudadanos seguimos insistiendo en que el gobierno se esfuerce en articular una lucha efectiva en contra de Consuelo Porras, cabeza visible de las estructuras de corrupción de nuestra sociedad. No somos tan ingenuos como para pretender que se solucione en escasos 4 años un problema que se ha ido desarrollando a lo largo de la historia. Pero también no podemos ignorar que los primeros pasos deben ser enérgicos y deben sugerir un rumbo.
Al margen de lo que pueda hacer el gobierno, la lucha ciudadana debe organizarse para evitar la recomposición de las fuerzas de la corrupción. Se debe recordar que nuestros plazos dependen en gran medida del posible retorno de Trump al poder. Pero tampoco debemos olvidar que las movilizaciones que defendieron las elecciones al año pasado mostraron que hasta el más poderoso de los corruptos puede esconderse y enfermarse por el miedo. Los pueblos indígenas, vilipendiados a través de la historia, mostraron un compromiso que el gobierno actual debe reconocer de manera más vigorosa.
Sospecho que las fuerzas de la corrupción sienten que van ganando la partida contra el nuevo gobierno. Sin embargo, puede suceder que los pasos más atrevidos de los corruptos activen de nuevo la movilización popular. Por esta razón, el gobierno debe mostrar una y otra vez su compromiso con los sectores más vulnerables de la sociedad guatemalteca.
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