El arte en San Juan Comalapa, un legado en constante evolución

El nombre de este poblado de poco menos de 60,000 habitantes se ha hecho presente en países tan distantes como El Salvador, Estados Unidos, Reino Unido, China, Francia y Alemania, gracias al talento de sus artistas.

Ana Lucía Mendizábal     junio 16, 2024

Última actualización: junio 15, 2024 8:22 pm

Chicken Bus, obra del artista Óscar Perén, de San Juan Comalapa. Foto: Carlos Alonzo

Las historias buenas y malas, las tradiciones de los ancestros y las costumbres que aún prevalecen en San Juan Comalapa se encuentran impresas en obras de arte. Desde que el visitante ingresa a este municipio, ubicado a 82 kilómetros de la capital, entra en contacto con piezas de pintura o escultura que reflejan la vida con sus luces y sus sombras. 

El mural plasmado en las paredes exteriores del cementerio municipal es una especie de manifiesto de la personalidad artística del poblado. Fue realizado entre 2002 y 2003 por al menos 60 pintores de la localidad, que fueron apoyados por cientos de estudiantes, maestros y pobladores en general. Mide 184 metros de largo y 2.30 metros de alto. En él están representadas 59 escenas relacionadas con esta población 90% kaqchikel. Así como se aprecian costumbres, leyendas populares y tradiciones también está plasmado parte de lo vivido durante el terremoto de 1976 y las masacres ocurridas durante el conflicto armado interno.

Al adentrarse en el municipio, el arte continúa saliendo al encuentro. Desde piletas y plazas públicas, hasta las paredes de algunos hogares hacen parecer a este poblado una gran galería. Precisamente, las puertas de algunas de estas casas se abrieron durante un recorrido organizado por la Fundación Paiz y de ellas emergieron historias de singulares artistas nacidos en la localidad.  

El pionero y su dinastía

Andrés Curruchich (1891-1969) comenzó desde niño a pintar todo lo que miraba a su alrededor cuando iba a trabajar en el campo. “Lo plasmaba sobre las paredes, pedazos de madera, tapaderas de metal y plumas de aves”, relata su nieta, la también pintora y tejedora María Elena Curruchiche. Su talento fue reconocido a nivel local, pero no fue sino hasta 1930, cuando comenzó a exponer en las ferias que se celebraban en el Hipódromo del Norte, en la ciudad Capital, y en otros departamentos y municipios. En 1951, le dieron la oportunidad de participar en una galería con formatos amplios. Para entonces, plasmaba tradiciones, costumbres, y vivencias cotidianas de Comalapa y otros pueblos. 

En 1956, un estadounidense vio sus obras y le propuso exponer en San Francisco, California.  La muestra de 45 piezas impactó en aquella ciudad y pronto fue solicitada por otras galerías. La prensa californiana le dedicó importantes espacios.  Ante el reconocimiento internacional, la crítica del país tomó conciencia del trabajo de difusión de la cultura que el pintor hacía y, en 1958, el gobierno le concedió la Orden del Quetzal. 

María Elena cuenta que su padre, Vicente Curruchich (1925-1988), siguió los pasos de su abuelo. Participó en la primera Bienal de Arte Paiz en 1982 y ganó el glifo de plata. En 1986, ganó el glifo de bronce y, en 1988, el de oro. “Lastimosamente, él ya no estaba cuando entregaron ese premio. Él presentó su obra el 8 de febrero y murió el 15 de ese mes. En marzo fueron las calificaciones y en abril fue entregado el galardón”, relata. 

Años antes, ya María Elena había incursionado en la pintura. Cuenta que el terremoto de 1976 fue determinante para ese inicio. “Yo era tejedora y acompañaba a mi madre a las ferias donde vendíamos panes, rosquitas y dulces. Pero, a raíz del terremoto, ya no teníamos donde elaborar los dulces, mucho menos el tejido. Mi papá me animó a que yo aprendiera primero a pintar y a retocar máscaras e imágenes religiosas, que era uno de los trabajos que ellos (su padre y su abuelo) también realizaron”. 

Poco a poco, María Elena elaboró sus primeras piezas y su padre trató de llevarla para que expusiera sus obras donde él lo hacía, pero encontraron resistencia por parte del grupo de pintores que no veía con buenos ojos que las mujeres se involucraran en lo que consideraban un “oficio de hombres”. 

Decepcionado, el padre abandonó esos círculos artísticos y comenzó a organizar exposiciones a nivel familiar para apoyar a su hija. Los esfuerzos dieron frutos y ella comenzó a ser reconocida tanto a nivel nacional como internacional. Entre los países en los que se ha expuesto la obra de María Elena se encuentran Estados Unidos, El Salvador, México, China, Colombia y Alemania.  “Para mí es una oportunidad para dar a conocer la cultura maya kaqchikel, porque hay que dejar constancia de lo que nosotros tenemos en nuestro paso por esta tierra”, añade.

Años antes de que María Elena comenzara su carrera como pintora, otra integrante de la familia se había convertido en la primera mujer comalapense en ingresar al mundo del arte. Su prima, Rosa Elena Curruchich (1958-2005), cuya obra es este año parte de la 60a. edición de la Bienal de Venecia. Tuvo un comienzo más complicado, ya que en su caso no contó con el respaldo de su familia ni de su comunidad. 

La reseña con la que se le presenta en este evento internacional señala: “El formato miniatura de la obra de Curruchich responde a que gran parte de su obra fue realizada en secreto. El pequeño tamaño de las pinturas le permitió transportarlas discretamente durante el violento período de la guerra civil de Guatemala… Sus pinturas prestan atención al papel de las mujeres dentro de la organización social indígena local y reconocen el valor del trabajo… Las imágenes de Curruchich cuentan su propia historia personal al tiempo que reclaman el poder transformador del trabajo comunitario”. Con el tiempo, Rosa Elena se convirtió en un símbolo de la lucha de las mujeres artistas en el municipio. 

Los sueños que conducen a Venecia

Además de las obras de Rosa Elena Curruchich, en la 60a. Bienal de Venecia, que se celebra entre abril y noviembre, se incluyen obras de otros cuatro artistas guatemaltecos: Carlos Mérida, Margarita Azurdia, Andrés Curruchich y Paula Nicho. Esta última, nacida en 1955, señala que para ella esa participación ha sido el cumplimiento de un sueño muy grande. “Estoy agradecida por cómo me recibieron. La verdad es una experiencia muy grande porque vi a muchos artistas, hombres y mujeres indígenas de otros lados. Eso es lo que necesitamos, dar a conocer lo que somos y sentimos”, comenta. 

La participación en esta bienal también le dio la oportunidad de rememorar su encuentro con Rosa Elena Curruchich. “Estoy muy agradecida de haber ido a Venecia y ver sus pinturas lindas. Lastimosamente ella ya no está, pero una vez participé con ella en una exposición en los años 1980”, rememora. 

Paula reconoce que fue su madre quien la introdujo en el mundo de la estética a través del arte del tejido. También contó con el impulso de su esposo, el también pintor Salvador Cúmez Curruchich, quien fue maestro de muchas de las mujeres artistas del poblado, ya que siempre tuvo la visión de que ellas desarrollaran sus talentos. “Me dio la libertad de agarrar el pincel, agarrar la pintura, hacer mezclas de colores sobre paleta”, relata.

Acerca del contenido de su obra, Paula explica: “Me gusta inspirarme en las mujeres luchadoras, trabajadoras y también en mis sueños y fantasías”. En algunas de sus obras se retrata volando y este tipo de escenas hizo que se le viera como una artista surrealista y que, en otros tiempos, algún crítico de arte le indicara que debía limitar su expresión a lo propiamente costumbrista. Sin embargo, Paula no se limitó. 

Además, en sus pinturas también es notable la presencia de tejidos mayas que en ocasiones se lucen como una segunda piel y otros visten incluso a las montañas. “Para identificar que soy mujer, siempre hago los tejidos. Me preguntan por qué hago montañas en tejidos, y digo que es el símbolo de Paula Nicho”, asegura la artista que en algún momento de su niñez fue discriminada en la escuela a la que asistía por querer portar su traje regional en un desfile.  

Un encuentro fortuito

Un día, cuando Óscar Perén (1951) tenía 13 años, volvía de la escuela y pasó frente a una casa de adobe sobre la calle principal del poblado, vio una puerta entreabierta y decidió ingresar. Ahí se encontraba Andrés Curruchich junto a algunos extranjeros que apreciaban sus piezas. Vio algunas de sus obras y quedó impresionado. Al volver a su casa, le dijo a su madre que quería pintar. 

Roberto, el hijo menor de Óscar, quien se encarga de contar la historia de su padre debido a que él sufre quebrantos de salud, relata que su abuela aprobó la decisión de su hijo. Él tomó un trozo de papel y plasmó una escena en la que representó la cocina de su casa y a sus hermanas comiendo tortillitas con jocón picante. “Cuando mi papá le enseñó esta escena a mi abuela, ella dijo: ‘está bien que querrás pintar, te apoyo… podés hacer frutas, flores, pero lo que nosotros somos dentro de nuestro hogar te pediría que no lo hicieras’”. Roberto explica que era 1965 y el racismo aún era muy fuerte, por lo que, con esta prohibición, la madre quería proteger a su hijo de la discriminación. 

Con el tiempo, Óscar se fue a trabajar a la capital. Al volver, conoció a quien se convertiría en su pareja. Luego de algún tiempo de ser novios decidieron empezar su vida juntos. “Cuando se plantearon la pregunta ‘¿de qué vamos a vivir?’, mi papá le dijo a mi mamá, ‘yo tengo algo de talento y me gustaría desarrollar algo’. Era tirarse al vacío, pero mi mamá le dijo, ‘está bien’”. Él comenzó su trayecto más formalmente en el arte, mientras ella se dedicó a la elaboración de dulces de feria.

El arte de Óscar comenzó a ganar notoriedad entre coleccionistas privados y críticos que ya habían comenzado a apreciar el arte maya kaqchikel que se desarrollaba en la localidad.  Óscar fue perfeccionando su técnica y se integró al Grupo de artistas primitivistas Andrés Curruchich, que fue fundado por Vicente Curruchich luego de la muerte de su padre. “Después de algunos años, el grupo empezó a disolverse, algunos fallecieron y otros, como en el caso de mi padre, empezaron a hacer grupito con su propia familia”, señala. 

Óscar Perén es reconocido por “el estilo en el que organiza, posiciona y relaciona figuras, diseños geométricos, y por su sentido de balance, así como por sus pinturas sobre figuras de bandas en procesiones, desfiles, funerales y celebraciones”, según señala el directorio de artistas del Ministerio de Cultura y Deportes. Su hijo cuenta que otra de las características de su padre es que se involucraba en las escenas. “En el baile de los feos, tuvo que tomarse un par de tragos y ponerse a bailar entre los feos. En una pintura de la quema del torito de fuego, él también se metió debajo del torito… En cada una de las obras él sabe de qué está hablando, porque él lo vivió”, añade.

Los tres hijos varones de Óscar decidieron seguir sus pasos. Édgar, Orlando y Roberto también son pintores. “La idea de mi papá fue que él no nos iba a dar ninguna instrucción en cuestión de pintura. Lo hizo con la intención de que cada uno de nosotros pudiera desarrollar su propia línea, y esa es la razón por la que mis hermanos y yo tenemos estilos muy diferentes”, señala el menor de los Perén. 

Édgar Perén, el hijo mayor de Óscar, tiene su propio estudio a pocos metros de la casa de su padre y tiene 30 años de dedicarse a la pintura. “Crecí viéndolo a él. Yo miraba que él pintaba y a la par de él me ponía. Tuve el gusto o el disgusto de haberle arruinado algunas pinturas, fue muy natural. No hubo un momento que yo tuviera a ponerme a reflexionar. Para mí fue como aprender a leer y escribir”, expresa. 

Cuenta que su padre era bastante estricto, pero nunca impuso su visión. Lo que sí hizo, en su caso, fue enviarlo con otros pintores amigos como Vicente Curruchich, Salvador Cúmez y Salvador Simón para que aprendiera técnicas y secretos. 

Un innovador contemporáneo

A unas cuantas cuadras de distancia de los espacios de la familia Perén, se ubica la Casa Kit kit. En ella, el anfitrión es una de las 100 personas más influyentes del arte contemporáneo a nivel mundial, Edgar Calel (1987). 

Lo primero que hace es explicar el significado del nombre que le ha dado al espacio en donde crea y exhibe parte de su obra. Cuenta que cuando su abuela llamaba a las gallinas a comer repetía el sonido “kit, kit, kit”. “La voz de mi abuelita, después de morir, se integró al ambiente, con la misma tierra. Hay un ciclo que se cierra porque ella llamaba a las gallinas a alimentar el cuerpo, y nosotros llamamos a alimentar el alma con el arte”, explica. 

En el espacio, se intercalan las historias y todas ellas se convierten en arte. Edgar muestra un suéter que le regaló su padre hace unos años. “Lo buscó un día domingo en el mercado. Yo me quedé pensando sobre el abrigo cultural y los saberes de los pueblos que se expresan a través de los idiomas”, comenta. A partir de esas reflexiones, bordó los nombres de los idiomas mayas sobre él. Luego, se tomó fotografías portándolo.  Un díptico fotográfico de Edgar luciendo ese suéter fue la pieza ganadora del concurso Juannio 2015. Esta misma pieza, cuyo título es B’atz, constelación de saberes, se encuentra en resguardo del Museo Reina Sofía de España, desde 2020.

Si bien, las obras de arte de Edgar se caracterizan por su creatividad, en los últimos años la trascendencia de su aporte al arte contemporáneo internacional tiene más que ver con las condiciones que ha puesto a los espacios culturales que quieren exhibir su obra. 

“Normalmente las instituciones compran las obras de los artistas para toda la vida. Pero, los conocimientos y las prácticas pertenecen a las personas, pero también a las comunidades, no se pueden vender”. Con esto en mente, hace unos cuatro años empezó a plantearse la idea de no vender algunas de sus obras, sino más bien, permitirles a los interesados resguardarlas por algún tiempo. “Es como decir, ‘esto que está aquí tan elegante, tan bello, viene de las raíces de mi pueblo, no está a la venta, pero te podemos compartir la responsabilidad de cuidarla”. 

Ese concepto lo puso en práctica con el acuerdo que hizo con el museo Tate de Londres, a partir de su obra El eco de una forma antigua de conocimiento (Ru k’ox k’ob’el jun ojer etemab’el) en 2021. La institución adquirió el derecho de custodiar el trabajo durante 13 años. A partir de entonces, el Tate podría renovar la custodia, siempre y cuando Calel lo apruebe. Según el artista esta idea puede ayudar a transformar los conceptos que han dominado el arte a nivel mundial, en el que las extracciones de elementos culturales han despojado a las comunidades de sus bienes definitivamente.

 

La revista Artistshock señala que Edgar Calel abarca disciplinas como pintura, dibujo, instalación y performance en sus obras. Además, indica que el artista ha ido tomando un protagonismo cada vez más evidente en la Bienal de Berlín (2020), Carnegie International (2022), Bienal de Gwangju (2023), Bienal de Liverpool (2023) y la Bienal de São Paulo (2023). En la actualidad se exhibe la muestra individual Ru Raxal qa Rayb’äl (El verdor de nuestro deseo), en La Nueva Fábrica, en La Antigua Guatemala. 

La innovación en el tejido

Angélica Serech nació en una familia de tejedores. Así que desde temprana edad su familia quiso instruirla en este arte. Sin embargo, ella no se adaptó a las normas que se le imponían. “Empecé a aprender junto con mi hermana menor y de las dos yo era la peor. Ella era la tejedora y yo era la que hacía locuras”, recuerda.  

“Ver que mi hermanita avanzaba y yo estaba en otro mundo, era preocupante para mi familia, especialmente para mi mamá y mis tías”. Sin embargo, su tía Lidia Serech le da la opción de experimentar. “Al ver mis locuras, ella decide compartirme sus ideas y decirme ‘podemos hacer un telar vertical, como los de Momostenango’. Introdujimos nuestro telar en el corredor de mi papá y ella puso frente a mí las fibras e hilos de diferentes calibres”. A partir de ese cambio, comienza su experimentación y en 2003 finaliza su primera pieza. 

En ese entonces, había ya algunos artistas de arte contemporáneo en la población y ella decidió mostrarle su trabajo a uno de ellos. La respuesta que le dio la entristeció porque le dijo que su obra no era artística y que tal vez podría ser calificada como una artesanía, pero no como arte. “Mató mis expectativas y me quedé encajonada”, cuenta. 

Años después un amigo la animó a mostrar su trabajo. Los primeros en adquirir una de sus piezas fueron directivos del Museo Ixchel. Esto motivó a la artista a seguir creando. Con el tiempo le llegó la oportunidad de participar en la Bienal de Arte Paiz que fue curada por Alexia Tala y Gabriel Rodríguez Pellecer. En esa exposición Guillaume Piens, director de la Feria de Art París, vio su trabajo y a partir de entonces ha participado en tres exposiciones en Francia. 

Posteriormente fue invitada a participar en Juannio. “El año pasado, tuve la oportunidad de presentar una de mis piezas en la 14 Bienal Gwaungju de Corea del Sur” y este año participará en la Bienal de Toronto en Canadá. “Para mí es de mucha responsabilidad. El tema que voy a representar es la migración. Ver que, gracias a esos migrantes, nuestro país todavía se sostiene, a mí me hace pensar que es imprescindible tejer de una manera fiel a esas raíces y a esa lucha que ellos han tenido”. 

Entre sus recientes obras, Angélica destaca una llamada K’at (red). “Está hecha con la mazorca del maíz y yo no le doy mantenimiento, porque surge en un momento importante en mi vida con un grupo de tejedoras tradicionales. Era un momento en el que ellas decían que no podían dar más, porque no tenían recursos, escolaridad, espacios y plataformas, pero yo les compartí que era importante seguir trabajando. Si me hubiera quedado de brazos cruzados, nunca se me hubieran abierto las puertas”.

Explica que la piel de la mazorca es lo que les da fuerzas y sustento diario. Asegura que no darle mantenimiento a esa pieza obedece a que quiere que sea un reflejo de su propia vida. “Me voy viendo yo también en mi espejo. Como obtengo más canas cada día, como las arrugas se me notan más en la piel, en mi primera piel”, añade.

Fusión de música y pintura

Otro de los espacios que abrió sus puertas fue la galería del artista Iván Gabriel. En ella, además de apreciar algunos de los trabajos realizados por este pintor, que cuenta con 56 años de trayectoria, se puede escuchar música tradicional interpretada por un conjunto, que además de la marimba, cuenta con algunos instrumentos de percusión inspirados en elementos tradicionales de la cultura local. 

Este pintor que se especializa en el óleo sobre tela, cuenta con más de 125 exposiciones a nivel nacional y más de 30 internacionales en Estados Unidos, México, Centro y Sudamérica, además de varias plazas europeas. 

El artista, que también centra su expresión pictórica en el retrato de las tradiciones con técnicas depuradas, señala que es necesario que se realice un trabajo de rescate y preservación de las expresiones artísticas auténticas de San Juan Comalapa.

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