Suele llamarse “desastres naturales” a los fenómenos que suceden por disfuncionamientos o rupturas repentinas del orden previsible de la naturaleza como son los terremotos, erupciones, maremotos, tormentas, huracanes, derrumbes y desbordamiento de ríos que afectan con frecuencia trágicamente a poblaciones humanas. En países tropicales ampliamente explotados y deforestados son fenómenos frecuentes y ocasionan cada año pérdidas de gran envergadura, no así en regiones con condiciones naturales más estables y económicamente desarrolladas del planeta, donde la aparente racionalidad del crecimiento urbano y de la gestión ambiental han limitado hasta ahora el advenimiento de tragedias como las que se producen en Asia y en América.
Sin embargo, en el llamado primer mundo, en el transcurso del siglo XXI, se han multiplicado los desastres “naturales” de dimensiones cada vez más espectaculares como sucedió esta semana en España, cuando el cielo vomitó una especie de iceberg gigante de aire frío, derritiéndolo encima de poblaciones del sureste del país que quedaron anegadas por torrentes de agua en cuestión de minutos, lo que destruyó puentes, calles, casas, automóviles y, sobre todo, acabó con la vida de al menos 160 personas y muchos desaparecidos. La conmoción que este hecho ha provocado en el país es comprensible. La prensa, así como las redes sociales, no cesan de buscar explicaciones y muestran imágenes dantescas de lo sucedido, mencionando las causas climáticas, por un lado, y por el otro, la responsabilidad del Estado y de ciertos sectores empresariales debido a su acción o inacción en cuanto a prever y evitar semejantes tragedias.
Una de las irresponsabilidades mayores de las autoridades políticas locales donde sucedió la tragedia fue la de haber tratado con retraso y negligencia las advertencias hechas desde el día anterior por la oficina gubernamental central de prevención de desastres. No se imaginaron jamás lo que iba a pasar y lo que estaba ya sucediendo delante de sus narices. Por otro lado, ciertas empresas de la región, en su afán productivista, tampoco tomaron en serio esas advertencias, lo que significó que muchos de sus trabajadores murieron ahogados, atrapados dentro de sus automóviles al intentar volver a casa después de la jornada de trabajo. El gobierno autonómico de la región, dirigido por el Partido Popular, partido conservador de derecha, había, además, en años anteriores, desmantelado y cerrado la oficina local de intervención en desastres por considerarla un “changarro” inútil que significaba gastos innecesarios.
Los sectores negacionistas al estilo del candidato estadounidense Trump, afirman que estos cambios de clima y sus consecuencias han sido fenómenos recurrentes en la historia del planeta y no tienen nada que ver con los cambios ocasionados por las industrias y la acción humana, afirmaciones que son contrarias a lo que piensa la mayoría de científicos en el mundo. El calentamiento global y el efecto invernadero, aseguran los científicos, son antropogénicos, es decir, tienen su origen en la intervención humana, son consecuencia de la actividad económica, industrial y energética del ser humano, lo que hace que este tipo de fenómenos meteorológicos como el que aconteció en España, sean cada vez más frecuentes y más potentes y, por consecuencia, más difíciles de predecir con precisión.
Fernando Valladares, científico ecólogo español del Consejo Superior de Investigaciones Científicas afirma en una entrevista televisada que, si queremos revertir la tendencia al calentamiento global, el único camino efectivo es poner la economía por debajo del bienestar de las personas. “Hemos visto que las decisiones políticas llegan tarde y se limitan a lamer las heridas, a dar ayuda en las catástrofes. Pero lo que hace falta es anticiparse a las catástrofes, poner el dinero o los medios antes de que ocurran las cosas, y entonces la salud de las personas, los riesgos, tendrán mayor prioridad que la economía. Para ello habrá, entre otras cosas, que reducir los gases de invernadero a través de la reducción de la tasa de producción de mercancías, o sea, un decrecimiento económico que será la alternativa al capitalismo reinante. Y no se trata de una tarea solo de los grandes países, como los Estados Unidos o la China, sino también de los pequeños países, los cuales pueden contribuir a ese objetivo”.
Los intelectuales y pensadores de izquierda, así como los observadores que tienen dos dedos de frente, comprenden con facilidad que el desarrollo del capitalismo actual en su carrera sin riendas hacia la expansión y concentración salvaje de capitales, conduce al agotamiento relativamente rápido de los recursos del planeta, por no decir, a la inminente destrucción de la especie humana. Es la suerte que les espera a nuestros hijos o nietos, que no quepa la menor duda. Los más grandes empresarios y tecnócratas del mundo, obnubilados por una concepción mezquina, cortoplacista y oligofrénica de la existencia ante los problemas del cambio climático, se preguntan cómo afectarán esos cambios (por ejemplo, las sequías e inundaciones) a la economía, cuando el asunto es que es la economía la que ha generado las seguías e inundaciones que nos acechan. Se requiere, pues, un cambio de óptica, una toma real de conciencia, una visión que nos permita entender, antes de que sea tarde, que la nariz no se hizo para el pañuelo, sino el pañuelo para la nariz, así de simple. ¿Pero lo comprenderán? Lo dudo. El pañuelo les ha tapado los ojos.
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