Las incoherencias están a la orden del día y saltan a la vista, aunque por lo general nos hacemos los desentendidos. Menciono lo anterior a propósito de la lluvia de cuestionamientos al gobierno central de los últimos días por la inacción ante el evidente desbarajuste de la infraestructura vial, entre otros dilemas de corto plazo. Pero lo especial del asunto es que varios de los sectores que han salido a la escena pública reclamando respuestas inmediatas, son los mismos actores que a lo largo de varios años se han sumado e inclusive gestado el desmantelamiento del estado, comenzando por la institucionalidad. La idea de menos estado-más eficiencia-menos corrupción se ha instalado por décadas, ha calado profundamente; pero al mismo tiempo, ha mostrado no solo ser inefectiva, sino una narrativa que a su interior esconde el reparto, a diestra y siniestra, de los recursos públicos.
Pero ahora, como si no hubiese pasado nada, las exigencias salen a la palestra; cuando el estado está en harapos, las instituciones derruidas y la lógica del reparto de los bienes públicos controlada por una inmensa cantidad de redes de corrupción. Negar lo anterior implica pérdida de memoria a propósito y por conveniencia. Es aquí donde la mutación adquiere sentido: diversos actores, vestidos de primera comunión, salen precipitadamente hablando de las implicaciones negativas del lamentable estado de las carreteras, cuando precisamente ellos mismos han sido los promotores de la destrucción a escala descomunal.
El estado guatemalteco se edificó para ser servil y consistente al extractivismo permanente. Ese sentido no se ha perdido, por el contrario, se ha robustecido durante la última década a costa de la ola autoritaria de la cual no hemos salido. Ahora bien, este entendimiento no es excusa para no hacer nada al respecto. Pasar de un estado destruido a uno funcional, no ocurre de la noche a la mañana, ni por la acumulación de las buenas intenciones. Tampoco se hace jugando al diplomático que quiere operar con guante de seda y mediante bonitos discursos. Precisamente comenzar los giros de timón, aun y cuando sea de pocos grados, implica tomar decisiones audaces, jugársela, aplicar fuerte dosis de autoridad, en suma, ejercer el poder. Este último tiene sentido, si se pone en juego; de lo contrario es solamente un utensilio simbólico.
La síntesis de lo sucedido después de la segunda vuelta electoral se traduce así: existe una energía ciudadana que demanda cambios diversos, pero profundos y sostenibles. El resultado de las elecciones da como resultado esa oportunidad largamente esperada. En tal sentido, toca traducir esa importante dosis de legitimidad (respaldo) en acciones (no en buenas intenciones, listas de excusas o de pasos previos que en realidad no sucederán).
El despacho presidencial debe poner las barbas en remojo, arremangarse la camisa, dejar el mundo de las “buenas formas” y traducir el encargo de muchos en acciones. ¿Eso es fácil?, claro que no. Implica trabajar con las dos manos, con una se desmantela (lo que se puede) y con la otra se ejecuta. Navegar contra la corriente y en aguas repletas de basura (por decir poco) requiere jugársela con todo y sin miramientos. Ojo que hay otras manos de las cuales se puede y se debe disponer, pero contar con la hora de ruta (la estrategia y el plan) es lo menos que se puede esperar de la Presidencia y de los Gabinetes.
La única forma de poner en su lugar a los detractores no consiste en echar más leña al fuego o promover mensajes de choque. Simplemente es mostrar efectividad (chispa, creatividad, presencia, apertura a las críticas, respuestas articuladas). Lo que está en juego es el retorno de los detractores de la democracia, que engatusan a los incautos con cantos de respuestas rápidas.
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