Es natural que en el exterior todo guatemalteco que mira a otro guatemalteco se alegra de ver a su semejante connacional y se consideran “chapines” por provenir de una misma tierra, Guatemala, aunque esté conformada por una diversidad de etnias y lenguas, que tienen su propia identidad, sea k´iche´, xinca… chiquimulteco, quetzalteco, cobanero…
Durante la colonia los visitantes de las provincias llamaron chapines a los habitantes de la capital del Reino de Guatemala al ver que mujeres y hombres de postín en el siglo XVI usaban zapatos con grandes plataformas o tacones que al caminar sobre calles empedradas hacían chap, chap, chap… y, por onomatopeya, les llamaron “chapines” así a los capitalinos. Pero como los antigueños debieron trasladarse a la nueva capital tras los terremotos de 1773 que destruyeron la ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala, los visitantes continuaron llamándoles de igual forma, “chapines” a los nuevos capitalinos hasta la fecha, pero ya extendido a todos los guatemaltecos, como llamamos a nuestro vecinos catrachos, nicas, ticos…
José Milla Vidaurre, en su texto “Cuadro de Costumbres”, describió al capitalino así en el siglo XIX: «El verdadero chapín —no hablo del que ha alterado su tipo extranjerizándose—, ama a su patria ardientemente, entendiendo con frecuencia por patria la capital donde ha nacido; y está tan adherido a ella, como la tortuga al carapacho que la cubre. Para él, Guatemala es mejor que París; no cambiaría el chocolate, por el té ni por el café —en lo cual tal vez tiene razón—. Le gustan más los tamales que el vol-au-vent, y prefiere un plato de pipián al más suculento roastbeef. Va siempre a los toros por diciembre, monta a caballo desde mediados de agosto hasta el fin del mes; se extasía viendo arder castillos de pólvora; cree que los pañetes de Quetzaltenango y los brichos (sic) de Totonicapán pueden competir con los mejores paños franceses y españoles; y en cuanto a música, no cambiaría los sonecitos de Pascua por todas las óperas de Verdi. Habla un castellano antiquísimo: vos, habís, tené, andá; y su conversación está salpicada de provincialismos, algunos de ellos tan expresivos como pintorescos».
En su modesta casa en el barrio de La Merced, el bien ponderado Milla recibía a quienes querían aprender literatura y era conocido por su trato afable y cortés al dar clases sobre las reglas del arte poética y luces sobre los más famosos clásicos de la literatura, mientras los profesores de francés cada vez tenían más alumnos porque el idioma galo estaba de moda entre la élite, como leer La Odisea, Don Quijote y al parnaso francés, antítesis del romanticismo por su exceso de sentimentalismo, ambiente en el que se nutrió el muy joven Enrique Gómez Carrillo desde fines del siglo XIX. Valga como anécdota final que estuvo casado con su prima Mercedes Vidaurre, quien le dio dos hijos, y otros más los tuvo con la hija de Miguel García Granados, el líder del régimen liberal, cuyos hijos llevaban el apellido de ella, pues Milla seguía casado. Muchos García Granados descienden de Milla.
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