Como escribía en un artículo anterior, el surrealismo está cumpliendo 100 años, si tomamos como su fecha de nacimiento la publicación, el 15 de octubre de 1924, del gran Manifiesto de André Bretón. Un hito que significó algo así como la inauguración oficial de un movimiento de ruptura que venía cocinándose desde 1922, como “un vaso de agua en medio de la tempestad”, en palabras de su proclamador.
Descubrí el surrealismo cincuenta años después de su surgimiento. Llegó a mí en 1974, más o menos, a través de una revista, más bien curiosa, que mi padre tenía en la sala de espera de su consultorio médico: Medecine de France. Digo curiosa, porque más allá de promocionar medicamentos para el estreñimiento o la alopecia, habituales en las publicaciones de ese tipo, se ocupaba de temas bastante extraños como la melancolía o la neurosis y hablaba de escritores como Novalis o pintores como Géricault. Bueno, yo ahí descubrí la revolución interior que proclamaban Tzara, Breton, Aragon, Soupault, Artaud y demás miembros de la pandilla surrealista. Me pasaba horas absorto en las reproducciones de las pinturas de Picabia, De Chirico, Max Ernst, Magritte, Escher, Paul Klee… y era como estar adentro de un disco de Emerson, Lake & Palmer o de la Matching Mole.
Comencé a robarme las revistas hasta que mi padre un día, sin mediar palabra, me dio un paquete con un montón, no se si para deshacerse de ellas o para evitarme el trámite de llevármelas a escondidas debajo de la chumpa. Yo no tuve ánimo de hablarle del concepto surrealista de apropiación cultural.
A Breton, propiamente dicho, llegué dos o tres años después de aquel descubrimiento. No fue a través del Manifiesto del surrealismo, que a decir verdad me dio una hueva infinita entrarle en aquella época, sino de un librito más modesto y menos retórico que me reventó la cabeza, Los pasos perdidos. Es uno de mis libros más queridos y guardo el mismo ejemplar de bolsillo de Alianza Editorial, con Le modèle rouge de Magritte como portada, desde ese primer encuentro. Lo compré con mi primer sueldo de maestro de tercer grado primaria en el colegio La Salle de la Antigua. Tiene el sello de la librería en su primera página: Altamira, S.A. 13 Calle 8-58, Zona 1. Tel: 27542. En aquel entonces, si la literatura era nuestra religión, Altamira era nuestro templo. Cuando salí al destierro, se lo dejé a mi amigo Rodolfo Arévalo. Me lo devolvió a mi regreso, 10 años después, con una serie de anotaciones que me hicieron bastante gracia.
Durante algún tiempo, Los pasos perdidos fue mi biblia, el libro sagrado que me traía noticias de Los cantos de Maldoror, del Gaspard de la Nuit, de Alfred Jarry, de Apollinaire. Subrayé con lapicero rojo aquella proverbial consigna de Breton, en que se fundamenta la fuite en avant del surrealismo: “Abandonadlo todo./ Abandonad Dada./ Abandonad a vuestra mujer, abandonad a vuestra amante./ Abandonad vuestras esperanzas y vuestros temores./ Abandonad vuestros hijos en medio del bosque./ Soltad al pájaro en mano por aquellos que están volando./ Abandonad si hace falta un vida cómoda, aquello que os presentan como una situación con porvenir./ Lanzaos a los caminos”. Ese fue nuestro credo en aquel entonces.
Años después, oyendo las entrevistas que André Parinaud le hizo a Breton en los años 60, me enteré de la manera en que los surrealistas se habían lanzado a los caminos en 1920, cuando rompieron con Tzara y los dadaístas y querían fugarse del mundo. Salieron caminado hacia un pueblo que quedaba a unos 300 kilómetros de París y, a los dos días, presas del cansancio, las incomodidades y la desorientación, empezaron a darse en la madre entre ellos mismos y, en medio de la oscuridad de la noche, abandonaron la ruta y regresaron a la Ciudad Luz.
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