En 2001, casi 30 años después que Augusto Pinochet Ugarte diera forma al primer programa económico, conocido como «El Ladrillo», la brillante periodista titulada de la Universidad Católica de Chile María Olivia Monckeberg publicó su leído libro «El Saqueo de los Grupos Económicos el Estado chileno«. El mismo relata, con nombres y apellidos, el enriquecimiento de redes de corrupción y poder legalizados.
En las conclusiones finales María Olivia se sorprende de lo poco que se discutieron los pormenores del saqueo, escondidos en la propaganda ideológica que conllevó el denominado «Milagro Económico Chileno».
Bien convendría entonces que comencemos el estudio a fondo de la historia inmediata de las privatizaciones y saqueos que se dieron por aquí con las empresas públicas vinculadas al subsector eléctrico y al de telecomunicaciones. Especialmente debiera llamar la atención las actuaciones de quienes movieron a LUCA, S.A. como el intermediario que, casi de fiado, llegó a ser el vehículo mercantil del pasaje de Guatel a Telgua.
Según me cuenta un amigo acucioso conocedor de esos entuertos, en una entrevista que Chepe Zamora le hizo al artífice de ese proceso, Ricardo Bueso, el nombre era una abreviatura de «Los Únicos con Agallas, S.A.». Y más que agallas, alrededor del traspaso, y su tramitología, se llevaron a cabo una serie de cambios que vaya si no violentaron la débil institucionalidad que traía el proceso democrático, que venía observando ya sus deformaciones desde los tiempos de la administración Cerezo, con lo que luego se conoció como la Ley Tigo, en donde hay mucha tela que cortar desde inicios de la democracia de civiles.
El tema sirve para ilustrar que en eso de la corrupción, ahora tan de moda en el escenario público, y enarbolada por el alto funcionariado de la administración pública, el término, y sus laberintos no involucra tan sólo el trillado escenario de la investigación penal. El mismo es la punta del iceberg de un entramado de ideologías, relaciones de poder y normas que permiten incluso el denominado fraude inocente, legalizado por leyes que pasan por el parlamento o por decisiones de acuerdos gubernativos, o bien resoluciones de entidades descentralizadas todos los días. Y lo peor es que ya se presentan como rutinas diseñadas por inspiradores del saqueo desde los bufetes de postin y despachos contables, en su asociación con ingenieros eléctricos, de telecomunicaciones y otros tecnólogos. Se trata así de temas de ética y filosofía moral, tan escasa por estos lares y tiempos.
Me interesa señalar aquí dos vehículos de las privatizaciones chapinas del pasado reciente: el papel de las sociedades anónimas y los cambios en leyes y normas. Y es que las sociedades de cartón siguen naciendo como si nada, con el ridículo requisito de una aportación de Q5 mil. ¿ Cómo es posible que, mediante maquinaciones del Congreso y el Ejecutivo de su tiempo se traspasara un bien público de gran dimensión y utilidades para el Estado, a una empresa como Luca, S.A. recién creada, con la única finalidad de servir de enlace transmisor para una privatización? Está clarísimo que la misma ya tenía preparado a su operador de tecnología final que era Telgua, nada más y nada menos que de don Carlos Slim.
El meollo del asunto no es poner en la picota el proceso de modernización tecnológica, sino por las manos e intereses que pasó, y con escasa transparencia, siendo que hasta ahora no se tiene una clara idea de si el proceso de valuación y justipreciación de los bienes traspasados es el justo, con el agravante que pasó enriqueciendo a muchos, que hasta hoy figuran en el anonimato, a pesar de que por aquí muchas cosas se saben mediante conjeturas.
Y pensar que todo ello se produjo bajo las miradas de una firma de auditoría de gran calado, como lo era Arthur Andersen, y de un banco de inversión que custodió en Nueva York los detalles del traslado de activos y pasivos de Guatel, que simplemente se descremaron, y pasaron olímpicamente a la posesión de TELGUA, por una cantidad que dejó amplias dudas de su valuación, y cuyos fondos se dilapidaron en tan sólo seis o siete años, en puro gasto discrecional y de funcionamiento.
Por supuesto que para ello hubo previamente una idea propia de mentes influyentes del ambiente legal, principalmente del mundo del derecho civil y mercantil, incrustado en el derecho público de su tiempo, y que permanece intacto en la Ley de Contrataciones del Estado y su Reglamento. Y nos referimos a lo que se llama aún, técnicamente, como «patrimonio unitario». El mismo representa todo un título de la Ley, aprobado rápidamente por el Congreso de la República en 1997 en los tiempos de Arabela Castro como Presidente del mismo, y de Luis Flores Asturias y Alvaro Arzú, al frente del Ejecutivo. Y por supuesto, bajo el manejo de Fritz García Gallont en el Ministerio de Comunicaciones y Obras Públicas.
El fin de semana me dediqué a estudiar y releer esa figura del patrimonio unitario y sus normas conexas y me di cuenta de lo mal redactada que se encuentra en relación a la terminología estatal de su tiempo y de todos estos tiempos. Confunde y mezcla los términos Estado, entidades descentralizadas, y administración central, y su finalidad última es no acudir de nuevo al congreso cuando se comienzan a enajenar bienes que pasen de lo público a sociedades anónimas. Es de notar la mente de verdaderos artífices de procesos de debilitamiento del bien común en función de la operación de servicios públicos bajo intereses individuales y mercantiles, conllevando ello además el encarecimiento de los procesos, y el enriquecimiento de personajes encargados de una especie de coyotaje de las altas operaciones de concesión. Resulta entonces vital, ahora que el país se abre a la inversión extranjera, y a los verdaderos operadores de tecnología, revisar estos procesos y ajustar los mecanismos bajo la ética de un servicio público que se desligue de intereses mercantilistas y de nuevos ricos, de la noche a la mañana.
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