En la más famosa de sus cartas, la denominada “Carta séptima”, Platón narra con amargura la cadena de eventos que marcó su quehacer político y que comienza cuando el discípulo de Sócrates, entonces un joven, es invitado a participar en el gobierno que había derrocado a la democracia ateniense que había entrado en crisis después de la Guerra del Peloponeso. En pocos meses dicho movimiento había desembocado en el oprobioso gobierno de los Treinta Tiranos, tan corrupto y sanguinario, que hizo parecer al régimen derrocado, a decir de Platón, como una “edad de oro”.
La carta es la más larga de sus epístolas y en ella se narra con cierto detalle la serie de pesadumbres que Platón experimenta en su intento por ayudar a Dionisio el joven, gobernante de Siracusa. El sabio ateniense describe intrigas y traiciones que ahora serían “normales” para cualquier “político”. ¿Qué hubiera dicho el discípulo de Sócrates si hubiese vivido en América Latina, región que el recién fallecido pensador liberal Ernesto Garzón consideraba como el “continente del desencanto y de la frustración”?
No falta quien, ante las quejas de Platón, encoja los hombros para decir que la política siempre ha sido así. A grandes rasgos, esta postura es llamada “realismo político”. Pero el realismo político no es sostenible ni desde el punto de vista de la ética ni desde la perspectiva de la lógica. En primer lugar, esta creencia es éticamente inconsistente puesto que intenta legitimar lo que es reprochable. En segundo, el hecho de que el actuar político siempre haya sido de cierta manera no significa que deba seguir siendo de ese modo. No en balde la mayoría de “políticos” suelen considerarse como realistas para disculpar su falta de escrúpulos.
Existe otro argumento que, en mi opinión, no puede responder el realista político. En esta época de la humanidad la política ya no puede seguir en la senda de esta visión cínica de la actividad política. Reconocer los peligros que nos amenazan debe hacer comprender que una nueva concepción de la política es urgente.
Lo anterior sugiere que los desafíos que enfrentamos —el calentamiento global, la distopía global, el fortalecimiento del autoritarismo— exige una forma diferente de organizar nuestra vida en común. El mundo ya no soporta más traiciones, engaños y manipulaciones. En consecuencia, es necesario que las sociedades empiecen a transformar las estructuras políticas tanto nacionales como internacionales. Y este objetivo demanda, al mismo tiempo, el control de la dinámica íntima del poder, ese espacio secreto en donde tantas cuestiones importantes son decididas a espaldas de la ciudadanía. Por difícil que esta tarea pueda parecer, nuevos paradigmas de acción política deben crearse, tarea que en realidad pone a prueba la creatividad humana.
Pero, aunque se debe pensar globalmente, hay que actuar desde lo local. Así, la urgencia de los tiempos exige la demolición de las estructuras de corrupción política de este país. El actual gobierno debe reconocer que, en este momento, los ciudadanos ya no soportan tanta desvergüenza y exigen las medidas más enérgicas para expulsar a las insoportables larvas políticas y “empresariales” que se alimentan de las profundas heridas del país. El gobierno actual debe tomar conciencia de que esta es quizás la última oportunidad que se tiene de cumplir la tarea que a Guatemala le corresponde en la consecución del bien común local y global.
En este sentido, se ha insistido repetidamente en la remoción de la patética fiscal general. La persona que encabeza a los corruptos que añoran el orden de la ultraderecha, no puede seguir operando como delincuente a plena luz del día. Nunca será recomendable jugar bajo las reglas de los corruptos. La legalidad no suple la falta de legitimidad.
Con todo, el objetivo de incrementar la creatividad social demanda otras acciones. En particular, la lucha debe ampliarse para que la Universidad nacional puede cumplir su función de pensar los problemas nacionales. Así, es hora de prestar atención especial al secuestro mafioso de la Universidad de San Carlos de Guatemala, cuyas autoridades deben ser cuestionadas sin descanso desde el gobierno y la sociedad. En este contexto, la intervención del gobierno no vulnera el respeto de la autonomía porque no puede ser autónoma una universidad que están en manos de un grupo de tramposos.
Si la USAC no se libera, faltarán la docencia y las investigaciones que necesita el país para hacerse un futuro. Los caminos que debe seguir Guatemala no solo pueden ser descubiertos por consultores y asesores que, aunque bien formados y bien intencionados, se ven atados a restricciones laborales y discursivas que no les permiten dar lo mejor de sí. Las tareas investigativas que demanda el país solo se pueden dar en un ambiente de libertad de pensamiento en donde se reconoce la necesidad de la verdad y del bien común.
Se debe comprender que el tiempo se acaba. Si el gobierno no se compromete con el cambio, la sensación de incertidumbre seguirá creciendo en el país. A algunos ya nos preocupa el arribo de un gobierno de derecha que, encabezado por lo peor de la fauna política guatemalteca, se aproveche de la desesperación de los guatemaltecos para empujarnos a la corriente de autoritarismo que se ha extendido por todo el mundo.
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