Una de las primeras manifestaciones públicas del doctor Juan José Arévalo como presidente electo del país fue asistir al primer gran concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por Andrés Archila. Según relata el maestro Jorge Sarmientos, en un artículo al respecto, el público congregado en el Teatro Lux se puso de pie y le brindó al mandatario “el aplauso más largo de la historia de Guatemala”.
Para entender a cabalidad este acontecimiento, es preciso recordar que, durante su dictadura de 14 años, el general Jorge Ubico mantuvo la música militarizada. Cuenta Sarmientos que el director de la Orquesta Liberal Progresista, el italiano Gastón Pellegrini, que comulgaba con el credo fascista, se presentaba a los ensayos con la batuta en una mano y en la otra mano una pistola que colocaba sobre el atril.
La Orquesta Sinfónica Nacional fue fundada oficialmente el 14 de noviembre de 1944, por gestiones hechas por el insigne compositor Ricardo Castillo y el mismo Andrés Archila. Es decir, liberar la música fue uno de los primeros acuerdos gubernativos que emitió la Junta Revolucionaria de Jacobo Árbenz, Jorge Toriello y Francisco Arana, luego del 20 de octubre.
Fuera de considerarlo un acto protocolario, exhibicionista o demagógico, asistir a este concierto fue para el doctor Arévalo una declaración de principios. Con esta manifestación no solo se celebraba la caída de la dictadura y la llegada de la democracia, sino el renacimiento de las artes en libertad. La cultura y la libre expresión como uno de los ejes fundamentales del gobierno revolucionario.
“Vamos a agregar la justicia y la felicidad al orden, porque de nada nos sirve el orden a base de injusticia y de humillación”, dijo Juan José Arévalo en una parte de su discurso de toma de posesión, el 15 de marzo de 1945, en el Congreso de la República. Llama la atención el término “felicidad” dentro de una proclama política, pero Guatemala había sido durante los años de la dictadura un pueblo triste y silencioso, apesadumbrado por decreto, “desfile de sonámbulos sobre calientes rocas”, como escribió el poeta Otto-Raúl González. La Revolución quería ser una fiesta, un orden que liberara a los hombres y a las mujeres de todo tipo de injusticias y los convirtiera en gentes felices.
La felicidad como la comprendía el doctor Arévalo era un estado superior del espíritu y no una veleidad surgida de la negación y la inconsciencia (para comprender a cabalidad esta afirmación, habría que volver a los escritos filosóficos y pedagógicos del ex presidente). La mayor manifestación de la felicidad, es decir de la liberación espiritual, son las artes en todas sus manifestaciones. Durante el periodo revolucionario (1944-1954), especie de década prodigiosa que ahora llamamos la “primavera democrática”, se bailó, se cantó, se pintó, se escribió con una intensidad y una libertad arrolladoras. Plazas, calles, pueblos y ciudades se inundaron de danzas, músicas, palabras, formas y colores. Una fiesta de múltiples y variadas expresiones que nos dejaron un legado que nos sostiene hasta nuestros días, que nos imprimió señas de identidad, nos arraigó al territorio, nos conectó con nuestros orígenes y nos abrió hacia lo universal.
Uno de los mayores logros de la Revolución de Octubre de 1944 fue la democratización de la cultura, convertida en un bien común al alcance de todos y todas. Durante el gobierno de Juan José Arévalo, siempre es bueno recordarlo, se fundaron la Facultad de Humanidades de la USAC, el Instituto de Antropología e Historia, la Orquesta Sinfónica Nacional, el Ballet Guatemala, el Coro Nacional, los museos de Arqueología y de Arte Moderno, se creó la Dirección General de Cultura y Bellas Artes y se fortalecieron el Conservatorio Nacional de Música, las Escuelas de Danza y de Arte Dramático y la Escuela de Artes Plásticas. Surgieron, además, colectivos de jóvenes artistas y escritores, como el Grupo Saker-Ti (Amanecer en K’ekchí).
El arte visual guatemalteco vivió uno de sus momentos de mayor esplendor, con maestros que sentaron las bases para todo lo que vino después y se constituyeron en los grandes referentes del siglo XX: Jacobo Rodríguez Padilla, Dagoberto Vásquez Castañeda, Guillermo Grajeda Mena, Roberto Ossaye, Adalberto de León, Roberto González Goyri, Arturo Martínez, Juan Antonio Franco, Rodolfo Galeotti Torres y Rina Lazo, entre tantos otros, que nos conectaron a las corrientes más renovadoras de la época.
El espíritu mismo de la revolución se fue gestando a través de los escritos de un grupo de jóvenes que en aquel momento no llegaban a los 30 años, congregados algunos en el Grupo Acento y más tarde conocidos como Generación del 40. Baste mencionar algunos nombres para ilustrar la importancia capital que tuvieron en nuestras letras y en la explosión cultural que provocó la Revolución: Augusto Tito Monterroso (Premio Príncipe de Asturias), Otto-Raúl González, Carlos Illescas, Carlos Solórzano, Raúl Leiva, ente otros.
La Revolución de Octubre también generó el involucramiento en cuestiones de Estado de escritores e intelectuales consagrados. La participación de Luis Cardoza y Aragón, Mario Monteforte Toledo y Miguel Ángel Asturias en las decisiones nacionales fue enriquecedora y definitiva. Son ellos, además, los que escribirán textos fundamentales para comprender los dilemas, las contradicciones, los anhelos, las frustraciones, las luchas de aquellos años. Clásicos ineludibles de nuestras letras son Guatemala, las líneas de su mano, de Cardoza y Aragón, Entre la piedra y la cruz de Monteforte Toledo y la llamada Trilogía bananera de Asturias: Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados.
Por otra parte, son los años del mayor florecimiento editorial en Guatemala durante el siglo XX. Dos revistas marcarían la pauta: la Revista Guatemala, fundada por Luis Cardoza y Aragón y dirigida por Raúl Leiva, que se convertirá en un referente de divulgación cultural e intelectual en el mundo de habla hispana, y la revista Alegría, fundada por Marilena López, que fue fundamental en el desarrollo de la literatura infantil en el país.
La llegada a Guatemala, en 1948, del catalán Bartolomeu Costa-Amic, para encargarse de la editorial del Ministerio de Educación, derivó en la creación de la Biblioteca Popular 20 de Octubre, una idea de Cardoza y Aragón, que literalmente inundó de libros el país. Por primera vez se publicaron en ediciones masivas escritores clásicos y contemporáneos guatemaltecos y se puso al alcance de todos y todas títulos fundamentales para entender quiénes somos y cómo nos hemos ido perfilando a lo largo de nuestra historia.
En fin, la revolución fue una fiesta, interrumpida es cierto, pero que cada 20 de octubre nos recuerda que existen otras posibilidades de habitar, con libertad y alegría, este país. Posibilidades más justas, más humanas, más creativas, más dignas, en todo caso.
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