En los días de la pandemia se anunció que teníamos que prepararnos para la “nueva normalidad”, entendiendo que la realidad siempre es móvil, que va transformándose a cada segundo, pero que cuando un hecho singular afecta simultáneamente a todos los habitantes del planeta, viene un cambio brusco, que altera la forma de apreciar la vida, la condición humana, el universo, lo que entendemos por normal. El número de muertos que dejó la pandemia está sujeto a omisiones, a imprecisión, alcanzando en dos años una cifra parecida a los 23 mil fallecidos que trajo el terremoto de 1976 en medio minuto. La tardanza del efecto mortal afectó aún más que el sismo, porque fue gradual y tortuoso. La pandemia nos enfrentó a la muerte, en tiempos laicos, y planteó a la humanidad nuevas interrogantes sobre el sentido de la vida, lo que es valioso y deseable.
Prácticamente todos podemos contar historias sobre la pérdida de alguien próximo. El impacto fue poderoso en los hospitales, por ejemplo, donde hubo un tiempo cuando se agudizaron los decesos, que los cuerpos salían amontonados en las camillas, y por las prisas y el miedo de quienes cargaban, se caían bolsas que eran devueltas a su lugar como bultos ardiendo. Muchos no se pudieron despedir ni velar a los suyos. Recuerdo a una mujer atormentada que iba contando a otros que su madre permaneció encerrada en su apartamento contagiada, y que ella llegaba a dejarle alimentos a la puerta como a un leproso en los años de la antigua Roma. Los hijos la juzgaron por negarse a ayudar a la abuela, por despedirse por teléfono, aunque lo hiciera por ellos. Pasada la crisis, no pudo quedar la conciencia tranquila y en los mismos términos, se regó la culpa y las justificaciones.
Uno de los resultados es la transformación de la normalidad de la familia numerosa y cálida chapina. Ahora los jóvenes se comprometen menos, no quieren tener hijos, sustituyendo el afecto con chuchos y gatos por instinto, porque a los hijos no se les puede dejar solos un fin de semana como a las mascotas.
Y despertó el boom de vivir en edificios de apartamentos, en espacios chicos que permiten a parejas comprar cada uno su propia unidad, para vivir cerca o al lado, pero anticipando estar en orden ante la posibilidad de separación futura.
La sensibilidad parece haber cambiado, la vieja aldea antañona pasó a ser una metrópoli globalizada, donde los desarrolladores compiten por construir el edificio más alto, con áreas comunes y seguridad, aumentando la disposición a la inevitable soledad.
La nueva normalidad es otra, vivimos como en otras capitales del mundo, con ventajas y desventajas, mientras observamos abrirse nuevos intereses, todo producto de un incidente mundial que nos puso frente a la muerte y nos sacudió el instinto de supervivencia.
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