Decía Bertrand Russell, citado por William Ospina en su ensayo Los románticos y el futuro, que el momento más alto del Romanticismo europeo no había sido un poema, ni un lienzo, ni una sinfonía, sino la muerte de Lord Byron en Missolonghi, luchando por la libertad de Grecia. Russell quería expresar con ello, nos dice Ospina, “que el Romanticismo no fue una mera escuela pictórica, un movimiento poético o musical, sino una actitud vital, el espíritu de las generaciones humanas, a fines del siglo XVIII y a comienzos del XIX, una manera de asumir el mundo y nuestra presencia en él”.
De la muerte de Lord Byron en Grecia, luchando por la libertad de los otros, que en cierta medida era también la suya, este 2024 se están cumpliendo 200 años.
Nunca la muerte de un poeta ha suscitado tanta sensación de orfandad y congoja, como el deceso del autor del Don Juan y del Childe Harold. Se le lloró en todos lados, hasta en países en que, al mismo vate, un hombre ilustrado a su pesar, le hubiera sido difícil localizar en un mapa. Como Guatemala, en donde los independentistas se sentían profundamente tocados por el espíritu de los románticos. Un sentimiento curioso, porque de haber conocido a Byron, romanticistas como José Cecilio del Valle, Pedro Molina o el mismo Alejandro Marure habrían salido corriendo del susto.
Byron, en realidad, no quería morir por la independencia de Grecia, sino por la de América del Sur. Su idea era emigrar a Venezuela y unirse a la lucha de Bolívar, ser partícipe del sueño de la unidad y la liberación y quedarse en la región como un simple colono. Desde 1818, el poeta había tenido que vivir en el exilio. Su vida disipada había provocado que en Inglaterra se le acusara de incesto y sodomía. Escogió Italia como tierra de asilo y ahí se dedicó a alimentar su leyenda de transgresiones, excesos y amores peligrosos, como el que mantuvo con Teresa Guiccioli, la joven esposa de un conde bastante siniestro. También se dedicó a escribir el Don Juan, un largo poema narrativo que dejó inacabado, en el cual pretendía extender los límites de la poesía moderna hasta el agotamiento y que funcionaba como una venganza contra la sociedad puritana que lo había expulsado de su patria.
Pero estaba harto y aburrido, quería redimirse y entregar su vida a causas más nobles, como la independencia de la América hispana. La otra América, aunque había celebrado sus luchas revolucionarias, no le despertaba mayor entusiasmo. “Los angloamericanos son demasiado burdos para mí y su clima demasiado frío, y preferiría a los otros”, le escribe a su amigo John Cam Hobhouse, en 1819.
“De los últimos, y mejores, diez años de mi vida, casi seis los he pasado fuera. No siento amor por mi tierra después del trato que recibí antes de dejarla por última vez, pero no la odio lo suficiente como para desear tomar parte en sus calamidades”, escribe en la misma carta y continúa: “Mi gusto por las revoluciones ha amainado, junto con mis otras pasiones. Sin embargo, quiero un hogar, y un país y –si es posible– que sea libre. No tengo todavía treinta y dos años. Aún podría ser un ciudadano decente. Podría en todo caso mantenerme ocupado de manera racional, mis esperanzas no son altas ni mi ambición vasta […] No estoy cansado de Italia, pero aquí un hombre tiene que convertirse en un chichisbeo [caballero galante] para sobrevivir. He hecho algunos progresos en estos asuntos, pero no puedo decir que no sienta la degradación. Mejor ser un plantador inepto, un colono incómodo o cualquier cosa que portador de los abanicos de una mujer. He sido intrigante, marido, proxeneta y ahora soy Cavalier Servente, ¡por Dios bendito!”.
La muerte de Allegra, la hija de cinco años que había tenido con Claire Clairmont, hermanastra de Mary Shelley, así como la de su más entrañable amigo Percy B. Shelley, a los 30 años, ahogado durante una tempestuosa travesía en alta mar, lo hacen abandonar la idea de la América del Sur y tomar una decisión mucho más radical: partir a Grecia, en julio de 1823, para sumarse a las tropas que luchan por la independencia del país contra el Imperio Otomano. Ahí muere unos meses después, no en el campo de batalla, sino debido a una infección causada por la picadura de una chinche.
“Como también decía Napoleón de sí mismo, en mi vida no hay más que un paso entre lo sublime y lo ridículo”, le confesó Byron, en una carta, a una amiga cercana.
En el momento de su muerte, a los 36 años, el poeta era la celebridad más alta de la literatura europea y arrastraba tras de sí una leyenda de escándalos, desafíos y rupturas. Así como le había conferido una profundidad filosófica al romanticismo, a la vez había inventado la figura del dandi, muchísimo tiempo antes que Baudelaire, Óscar Wilde o David Bowie. Vivió a profundidad los excesos de la fama, con sus oropeles, su futilidad y sus fantasías, pero a la vez descendió a los infiernos para comprender como nadie la tragedia del hombre moderno, ese que era el resultado de la confusión y las revoluciones. Goethe, que lloró su muerte, en el fondo lo consideraba un espíritu pueril. Un siglo después su compatriota Bertrand Russell lo situaba como una figura definitiva en la historia de la filosofía occidental, como una de las grandes mentes que habían atravesado el siglo XIX y nos habían marcado para siempre.
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