La literatura migrante

Luis Aceituno

agosto 16, 2024 - Actualizado agosto 15, 2024
Luis Aceituno

Toda literatura es migrante. El acto creador es siempre un desplazamiento. Ya sea hacia el exterior, hacia la búsqueda de otros mundos posibles, reales o imaginarios; ya sea hacia el interior, hacia la búsqueda de nosotros mismos. La mayoría de las veces, también, estas dos posibilidades, estas dos rutas, terminan siendo la misma.

Miguel Ángel Asturias y Luis Cardoza y Aragón siempre aseguraron que habían encontrado a Guatemala en París. Pero, también, fue en esa ciudad, tan lejana y tan contraria a sus orígenes, que se encontraron a ellos mismos. Un lugar que les mostró que la libertad de ser, de creación y de conciencia, de donde nace la gran literatura, podía ser posible. De esa revelación surgieron grandes obras que, como guatemaltecos, nos sostienen hasta la fecha ¿Qué seríamos sin las Leyendas, sin Hombres de maíz, sin El señor Presidente; sin Dibujos de ciego, sin Quinta estación, sin Pequeña sinfonía del Nuevo Mundo? Obras que nos arraigan al terruño, al lenguaje primigenio y, a la vez, nos colocan en lo universal.

Todos los libros de los que venimos y por los que nuestro paso por esta tierra será quizás recordado de aquí a miles de años, han sido libros migrantes, desplazados, fugados, exiliados, travestidos…

El Popol Vuh migró de boca en boca, de lugar en lugar, de lengua en lengua, de siglo en siglo, de katún en katún, hasta llegar a nosotros y revelarnos el origen, de dónde surgimos, de dónde venimos y hasta dónde podrán llegar nuestros pasos.

Un soldado raso travestido en escribano público y más tarde en escritor, llamado Bernal Díaz del Castillo, testigo presencial de una de las invasiones más violentas y salvajes perpetradas por el cristianismo y la civilización occidental, quiso contarnos La historia verdadera… de los hechos: su propia historia y la de esos miles de hombres enfebrecidos y acanallados por el oro y el poder que exterminaron a su paso todo lo viviente. Completamente exiliado de su época y su lugar, tuvo que inventar una lengua para narrar el asombro y el horror, porque la suya era insuficiente.

Otro exiliado de su lengua y de su origen, fue nuestro primer gran poeta, Rafael Landivar. Expulsado de su patria, condenado al destierro y al olvido, recuperó su Guatemala dulce a través de la poesía y el latín. Mediante la palabra escrita, regresó a su territorio, se adueñó de él, lo iluminó, lo rescató del oprobio y lo grabó en su memoria y en la nuestra. Con su Rusticatio nos hizo existir más allá de todos los muros.

Al poeta Simón Bergaño y Villegas lo sacaron a palos de Guatemala, por escribir sobre hermafroditas y criticar de manera “delirante” el régimen colonial. De todas maneras, era un exiliado perenne porque nadie sabía dónde había nacido, si en Escuintla, Veracruz o Cantabria; dónde había vivido; cómo había aparecido en el país. Luego de saltarse, a pesar de su cojera, del barco que lo conducía a la cárcel o a la muerte, fue a dar a Cuba y de ahí también desapareció… para siempre.

Casi en el mismo momento en que apaleaban al poeta Villegas, un joven Antonio José de Irisarri huía a lomo de mula de Guatemala hacia México por un problema de faldas o algo así. Una ruta que recorrería de ida y vuelta varias veces, hasta que un día ya no volvió y apareció en Perú y luego en Chile, en donde fue Presidente de la naciente República. Expulsado de ahí fue a dar a Londres, a París, a Colombia, a Nueva York… Se dice que sus magníficas memorias, El cristiano errante, es el libro fundador de la narrativa nacional.

Otro fundador de la literatura patria, don José Milla y Vidaurre, escribió desde el exilio su obra capital: Un viaje al otro mundo, pasando por otras partes, en donde aparece por primera vez Juan Chapín. Ese personaje, emblema de la nacionalidad, con el que tantos de nosotros aún nos identificamos, por su gracia dicharachera y su ingenua y particular manera de concebir el mundo que lo rodea.

Lo curioso del asunto es que Milla prácticamente dibuja a Juan Chapín como el primer migrante ilegal en tierras extranjeras, como el primer componente, ya a finales del siglo XIX, de esas nutridas caravanas que hoy en día siguen partiendo hacia el Norte o hacia donde sea, en busca de trabajo digno y un mínimo de bienestar.

A finales del XIX, exhortado por Rubén Darío, Enrique Gómez Carrillo huyó de Guatemala a París y se arraigó con todas sus fuerzas a la Ciudad luz. Allá se convirtió en uno de los grandes escritores modernos de la lengua castellana y, con sus crónicas, nos descubrió el mundo y todo lo que ocurría en él: de la Revolución rusa a la moda en los grandes bulevares; de las calles de Tokio a los Templos de Jerusalén; de los placeres del vició a los estragos de la I Guerra Mundial. Un mito, una leyenda, que guio los pasos de Cardoza y de Asturias hacia lo desconocido y hacia sí mismos.

Habría que hacerle justicia también a María Cruz que, anclada también en París, nos descubrió la India y nos regaló primeras traducciones al castellano de Baudelaire o de Mallarmé. Una escritora guatemalteca que murió en el frente, mientras se desempeñaba como enfermera durante la I Guerra Mundial.

Fundadores de nuestras letras, pero también emblemas de nuestro desarraigo, que marcaron profundamente el rumbo o los rumbos que seguiría la literatura guatemalteca durante el convulso siglo XX y principios de este milenio. Literatura que se ha ido forjando desde la fuga, desde el exilio exterior o interior, desde los márgenes. Literatura que se construye en los caminos tantas veces recorridos para buscar aliento, para salvar la vida y la palabra que nos construye desde los orígenes.       

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