Uno de los acontecimientos recientes que ha ganado mayor notoriedad en los medios de comunicación internacionales es el asesinato de Brian Thompson, el CEO de la compañía aseguradora UnitedHealthcare. El crimen, cometido por Luigi Mangione -un joven profesional graduado de una universidad de la Ivy League- tuvo lugar en una céntrica calle de Manhattan y fue recibido con una salva de millares de sonrientes emoticones. La reacción “favorable” al asesinato fue tan considerable que Amazon tuvo que suspender la venta de artículos que apoyaban el acto de Mangione.
Ese sentimiento es explicable -lo cual no implica que sea justificable-. Con la ayuda de la inteligencia artificial, el implacable Thompson había hecho crecer el valor en bolsa de dicha compañía. Una gran cantidad de reclamos eran denegados de manera rutinaria, entre otras operaciones de naturaleza cuestionable.
Para dimensionar la reacción social a este hecho, debe recordarse que la causa más frecuente de bancarrotas en los Estados Unidos es precisamente la dificultad para cancelar las facturas médicas. Como lo reporta The Lancet, 68,000 ciudadanos norteamericanos mueren cada año debido a la desfiguración de un sistema de salud que no busca la salud de la población, sino las ganancias de las compañías. La misma UnitedHealthcare estaba reportando, bajo la dirección de Thomson, alrededor de 6,000 millones de ganancias cada cuatro meses. Sin embargo, después del 4 de diciembre, día del asesinato, el valor de la compañía ha bajado su valor de mercado en 45,000 millones de dólares.
Ahora bien, el asesinato de Thompson recalca una aceleración de la violencia tanto criminal como estructural en esta fase de la economía capitalista. Las sociedades reciben golpes inmisericordes por parte de los más poderosos agentes económicos. El fenómeno del abuso corporativo puede verse en muchas áreas de la vida contemporánea. Por ejemplo, últimamente las líneas aéreas se han caracterizado por una pésima atención hacia los clientes, lo cual crea un ambiente negativo que se manifiesta en la ira de los pasajeros. Está muy fresca la indignación ante la indiferencia con que una empresa como Boeing valora la seguridad de los usuarios del transporte aéreo.
Y puestos a recordar vienen a la mente los fraudes de las grandes corporaciones farmacéuticas y las mentiras y manipulaciones de las compañías petroleras, entre otras. El deseo de ganancias se ha convertido en una obsesión enfermiza, patológica. Y el populismo de derechas hace avanzar agendas que causan muerte y sufrimiento. ¿No concita la imagen de Javier Milei blandiendo su motosierra con una risa maniaca el pensamiento de un psicópata dispuesto a destruir cualquier protección del Estado hacia los más vulnerables?
Este problema expresa una fractura profunda: el crecimiento abismal de la desigualdad reflejada en el creciente descaro de los más poderosos agentes económicos. A menudo, dicha desfachatez se manifiesta en un trato despectivo hacia los “consumidores”, los cuales son considerados con personas sin derechos. El neoliberalismo digital, como lo hace ver el economista francés Cédric Durand, parece haber instaurado su utopía de destrucción del Estado.
¿Pero se puede vivir por siempre en un estado de caos? La desigualdad, vale decirlo, es un problema que no permite tener una sociedad con un mínimo de funcionalidad. Desde siempre, sus consecuencias desastrosas se han hecho claras a la reflexión humana. Aristóteles, en su Política, reflexionaba en que el mejor régimen es aquel en el que predomina la clase media: cuando solo existen los ricos y los pobres el conflicto es inevitable. Y para apuntar al abuso sistemático de las corporaciones de nuestra época, vale recordar que, en La Retórica, Aristóteles criticaba la insolencia de los ricos para quienes todo lo puede comprar el dinero.
El azote de la desigualdad es tan hiriente que su profundización tendrá consecuencias muy negativas. En una anterior columna, me preguntaba si el empobrecido votante blanco de los Estados Unidos se siente seguro bajo las manos de una élite gobernante compuesta en gran medida por millonarios, algunos de ellos billonarios, que rinden tributo a las ideas más descabelladas. Las medidas irracionales que ya han anunciado van a causar mayor resentimiento entre una sociedad cuyos odios y miedos son manipulados por las redes sociales. ¿Hasta qué punto los migrantes podrán ser todavía los chivos expiatorios de tal situación?
El asesinato de Thompson no señala, ni desde lejos, un camino político para eludir la soberbia del capitalismo digitalizado. Los actos individuales de desesperación o enojo no van a cambiar esta insoportable situación. Por esta razón, es necesario organizarse al nivel político, un objeto tan difícil en una época de soledad computarizada. Es difícil hacerlo, pero se debe superar la presión de las redes sociales para empezar a plantear cambios reales, exigiendo que el sistema político cumpla sus funciones.
Y es que gran parte de la molestia que recorre las venas de nuestro país es la forma en que siempre se han descuidado a los sectores más necesitados de nuestra sociedad. Molesta, por ejemplo, que no se haya mantenido el diálogo con los pueblos indígenas en el caso de los 48 cantones. Pero no queda de otra: hay que profundizar la lucha por la justicia social en un país tan alérgico a la justicia como el nuestro.
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