En un país cansado de la corrupción y el clientelismo muchos apostaron por un nuevo liderazgo, convencidos de que era el momento de romper con el ciclo de impunidad que ha asolado al sistema político guatemalteco durante décadas. La elección de un binomio que se presentaba como la opción más solvente, despertó esperanzas y expectativas en una población deseosa de cambio. De igual manera, despertó las más profundas pasiones y los miedos de sus opositores, quienes vieron en estos la amenaza que pondría en vilo al Estado cooptado por la corrupción y atentaría contra el statu quo. Sin embargo, la realidad ha demostrado ser mucho más compleja de lo que se imaginaba.
Desde su llegada al poder, el ya no tan nuevo gobierno, ha enfrentado la titánica tarea de desmantelar un sistema profundamente arraigado en la corrupción. No obstante, a pesar de lo “bien intencionados” que puediesen ser, la falta de coraje y capacidad para enfrentar a las estructuras que perpetúan el estado de las cosas se ha vuelto cada vez más evidente. Las promesas de campaña, que una vez resonaron con fuerza en el corazón de los ciudadanos y en las pesadillas de sus opositores, ahora parecen ecos lejanos. La desilusión comienza a cernirse sobre un electorado que esperaba un cambio palpable y las trompetas de victoria empiezan a sonar en sus antagonistas.
La oposición, astuta y oportunista, no ha perdido tiempo y empieza a capitalizar la insatisfacción popular. En el olvido han quedado los más de treinta años de gobiernos mercantilistas y corruptos que cimentaron las bases del sistema perverso, y ahora todas las críticas se dirigen hacia el gobierno del presidente Arévalo, responsabilizándolo de los males que hoy aquejan a la población. Este fenómeno es un recordatorio doloroso de lo frágil que puede ser la confianza en un liderazgo que, a pesar de “aparentemente” no robar, demuestra incapacidad para gobernar con firmeza y eficacia.
Además, el presidente actual carga con el peso de un legado significativo, ya que es hijo de una de las grandes figuras transformadoras de nuestra historia: el Dr. Juan José Arévalo Bermejo. No debería ser solo el cargo que ocupa en el Ejecutivo lo que lo asemeje a su padre, hay una gran oportunidad para continuar con ese legado y ser recordado como otro gran transformador. Sin embargo, para lograrlo, la diplomacia pacifista que le caracteriza debe dar paso al coraje y al valor. A la velocidad a la que vamos, el fracaso es inescapable; vale la pena arriesgarse por un cambio verdadero.
Es fundamental recordar que la honestidad no es suficiente por sí sola. Partamos de la soñadora premisa de que este gobierno no será corrupto ni robará y que, al final de su mandato, saldrá con la misma “solvencia” con la que entró. Sin embargo, esto debería ser la norma, no la excepción. La verdadera medida del éxito radica en su capacidad para transformar el sistema, en su habilidad para desafiar a las instituciones contaminadas y en su disposición para gobernar con valentía. Por el momento deja mucho que desear, y nos deja con mas dudas que respuetas.
Si este nuevo liderazgo no se arma de valor y no toma decisiones audaces, corre el riesgo de convertirse en el mayor fracaso de la historia política reciente. La oportunidad de ser el cambio urgente que prometieron no puede desperdiciarse; el tiempo se agota y la paciencia de quienes creyeron en ellos se desvanece. Mientras tanto, los defensores del sistema clientelar y corrupto que coopta el Estado se envalentonan y toman fuerza. La historia nos ha enseñado que las buenas intenciones, sin acción efectiva, no son más que palabras vacías. Ahora es el momento de actuar, de demostrar que un camino diferente es posible y de recuperar la fe de una nación que anhela un futuro mejor.
Este es un llamado a la acción, a quitarse el saco de la diplomacia y gobernar con agallas. Solo así construiremos el país que todos merecemos.
Etiquetas:Bernardo Arévalo clilentelismo corrupción decisiones audaces Estado cooptado impunidad incapacidad para gobernar Juan José Arévalo Bermejo nuevo liderazgo promesas de campaña