En un país en el que la corrupción ha tejido una red compleja que permea cada rincón de la administración pública, la elección de magistrados por parte de un Congreso dominado por intereses oscuros representa un peligro inminente. La designación de figuras grises, con trayectorias cuestionables y reputaciones dudosas, plantea interrogantes cruciales: ¿serán estos magistrados los agentes de cambio que el país necesita? Y, si no lo son, ¿perpetuarán el sistema corrupto que ha socavado la confianza en las instituciones?
La elección de magistrados es un momento crítico en el que se define el rumbo del Sistema Judicial. El nuestro estaba trazado y esta era la oportunidad de rescatar las Cortes. Sin embargo, cuando las decisiones dependen de un Congreso que ha demostrado ser un campo de batalla de intereses particulares y mafias, el resultado es a menudo predecible. Los magistrados elegidos en este contexto suelen carecer de la independencia necesaria para actuar en beneficio del bien común. En lugar de ser guardianes de la justicia, se convierten en piezas de un engranaje corrupto, cuya única misión es proteger a quienes los colocaron en sus posiciones. Lo que vemos con esta elección es una ruta “gallo-gallina” que nos deja con más dudas que respuetas, con más incertidumbre que certeza.
Los magistrados grises –aquellos que no se definen claramente ni por su compromiso con la justicia ni por su complicidad con el sistema–, son particularmente peligrosos. Su ambigüedad les permite navegar entre dos aguas, lo que les otorga un poder formidable: la capacidad de decidir cuándo y cómo actuar. Esta falta de claridad no solo genera incertidumbre sobre su compromiso con la ley, sino que también alimenta el cinismo en la sociedad. Los ciudadanos que anhelamos un Sistema Judicial que defienda nuestros derechos, nos vemos atrapados en un juego donde las reglas son manipuladas por quienes tienen el poder.
La cooptación de la justicia por parte de las mafias y los grupos de poder se convierte, una vez más, en una amenaza latente. Puede que hayamos perdido otra oportuindad de cambio. Los nuevos magistrados, en lugar de convertirse en la última línea de defensa contra la corrupción, podrían continuar siendo sus cómplices. Esta simbiosis entre el poder político y el judicial, no solo ha perpetuado el ciclo de impunidad sino también ha socavado las bases de la democracia. Todo apunta a que esto continuará. Cuando la justicia no es imparcial, quienes se benefician son siempre los mismos: aquellos que operan en la sombra, lejos de la vigilancia pública y de las consecuencias de sus actos. De estos, los peores y más peligrosos son los de naturaleza gris.
Las consecuencias de esta situación son devastadoras. La falta de confianza en el Sistema Judicial continuará alimentando el descontento social y la deslegitimación de las instituciones; la desesperanza se apoderará de los ciudadanos, que comienzan a ver la justicia como un lujo inalcanzable. En este contexto, el riesgo de estallidos sociales y de una creciente polarización aumenta, ya que las comunidades se sienten obligadas a buscar soluciones fuera de los canales legales.
Para romper este ciclo es fundamental que la sociedad civil se movilice, y exija transparencia y rendición de cuentas en el proceso de selección de magistrados. Gracias al titánico esfuerzo de varios sectores, el resultado no fue negro sino gris. La presión pública debe continuar y jugar un papel crucial para asegurarse de que quienes ahora ocupan esas posiciones, tengan la integridad y el compromiso necesarios para desafiar la corrupción, en lugar de alimentarla. Por hoy, esta es una moneda al aire.
La elección de magistrados no debería ser un mero trámite político, sino un proceso que refleje la voluntad del pueblo y la búsqueda de un Sistema Judicial que realmente proteja los derechos de todos. La lucha para lograr la aplicación de la justicia independiente y transparente es, al fin y al cabo, la lucha por un futuro en el que la corrupción no tenga cabida. La ambigüedad de los magistrados grises no debe ser una opción. El país merece magistrados que, sin titubeos, se decanten por la justicia y por la defensa del bien común. Lo que toca es el incansable escrutinio público que exija a los nuevos magistrados la estricta rendición de cuentas, con el fin de que podamos sacarle lustre al blanco y que se opaque el negro.
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