Si Franz Kafka hubiera nacido en Guatemala, se hubiera dedicado a escribir cuadros de costumbres, decíamos antes, cuando de adolescentes acabábamos de descubrir La metamorfosis y constatábamos perplejos que en este país la realidad superaba a la ficción, aún a la más delirante.
Para nosotros, levantarse un día convertidos en cucaracha no tenía nada de sorprendente, lo experimentábamos cada mañana al vernos en el espejo y darnos cuenta sin inmutarnos de nuestra propia metamorfosis. Bichos raros que nos desplazábamos de aquí para allá, sin encontrarle mayor sentido a lo gris de nuestras existencias.
Kafka nos pegó duro, sobre todo en aquellos años en que las dictaduras militares se empeñaban en hacer de nuestras vidas algo miserable.
Más adelante, tuve el infortunio -o el privilegio, según se mire- de vivir la experiencia kafkiana a fondo, encerrado en los laberintos de una oficina de gobierno. Era joven, necesitaba dinero y un tío mío (levemente parecido al padre de Franz Kafka) se había propuesto hacer de mí un hombre respetable, consiguiéndome un puestecito en el departamento de contabilidad de la Droguería nacional de Guatemala. Hay que aclarar que yo era Maestro de educación primaria urbana, como rezaba un título que mi madre había colgado en la pared de la sala de estar, y que los debes y haberes -que, por otra parte, nunca llegaban a casar- se me convertían en puro delirio. A esto habría que agregar que durante algún tiempo acompañé al pagador a dejar cheques al hospital de salud mental Federico Mora. En mis desplazamientos por la ciudad, en camioneta urbana, leía El castillo, mientras observaba con estupor policías y soldados estancados en las esquinas. En fin, la experiencia se convirtió en algo así como en un curso acelerado de literatura de lo absurdo: oscura, grotesca, escalofriante, disparatada hasta lo demencial.
Si en la actualidad alguien me pidiera que le recomendara algún libro para entender la realidad nacional, le aconsejaría El proceso, como puritita introducción a lo que significa la monstruosidad del poder y el retorcimiento desquiciado del orden y la ley. Así como Gregrorio Samsa se despierta un día convertido en un monstruoso insecto, un mañana Joseph K. se levanta y se ve rodeado de unos señores vestidos de negro que lo acusan de un delito que nunca llegará a conocer…
Aún si jamás hemos leído El proceso, El castillo o La metamorfosis, “kafkiano” es un término, casi un lugar común, que nos sirve para definir una situación enredada, incomprensible, estremecedora. O como nos recuerda El pequeño Larousse ilustrado, kafkiano significa “una situación inquietante por su absurdidad o carencia de lógica, que recuerda a la atmósfera de las novelas de Kafka”.
Kafka de seguro jamás tuvo noticia de un país llamado Guatemala, pero nosotros los guatemaltecos hemos habitado cada uno de sus escritos al extremo de que estos nos parecen pura literatura costumbrista. Es más, somos kafkianos antes que Kafka, porque nuestro delirio nacional, tan magistralmente descrito por él, comenzó siglos antes de que el escritor checo viniera al mundo. Plagio por anticipación lo llamarían los oulipianos (los llamados obreros de la literatura potencial: oulipo).
El próximo 3 de junio se cumplirán 100 años de la muerte de Kafka, víctima de la tuberculosis. Salvo dos o tres cuentos aparecidos en efímeras revistas, era prácticamente un escritor inédito. Fue su amigo Max Brod el que salvó su obra de la hoguera y nos permitió reconocernos en cada uno de sus libros. Rafael Arévalo Martínez escribió el más kafkiano de sus cuentos (El hombre que parecía un caballo), sin tener la más mínima noticia del autor checo y en el mismísimo momento en que Kafka escribía La metamorfosis, una nouvelle que tuvo su mejor traductor (o más bien su mejor lector e intérprete) en Jorge Luis Borges y que llevó a Gabriel García Márquez a escribir su primer cuento. Es decir, Kafka es un autor demasiado nuestro.
Etiquetas:El castillo El proceso Franz Kafka La metamorfosis