Gran drama en la nueva Roma

“Una gran civilización no cae conquistada desde el exterior sino hasta que se ha destruido a sí misma desde su interior.” – Ariel Durant (1898-1981), escritora estadounidense de origen ucraniano, co-autora, junto a su esposo Will, del clásico ‘La Historia de la Civilización’, escrito en once volúmenes, entre 1935 y 1975.

Lionel Toriello     julio 2, 2024

Última actualización: julio 2, 2024 2:04 am
Lionel Toriello

Frente a unos 50 millones de tele-espectadores norteamericanos y varios millones más en el resto del mundo, los precandidatos presidenciales del partido Republicano, Donald Trump, y del partido Demócrata, Joseph Biden, se enfrentaron el jueves pasado en un controversial “debate”, que ha dejado a la vista las heridas abiertas del sistema político de los EEUU.  Ese sistema, esencialmente bi-partidista, ha servido ejemplarmente a esa Nación del norte de nuestro Continente durante la mayor parte de su historia, pero ha venido mostrando señales de anquilosamiento creciente, de unas décadas para acá.  Ello se ha traducido en un  sistema de selección de candidatos -durante sus elecciones “primarias”- que ha venido tendiendo a favorecer a algunas de las facciones más extremas de cada partido, a costa de alienar a la mayoría moderada que tradicionalmente ha caracterizado al grueso del electorado estadounidense.  En el partido Republicano, el corrimiento de la agenda y el control de las estructuras partidarias hacia el extremo derecho del espectro político ha sido particularmente notorio; en un partido que paradójicamente se inició, a mediados del siglo XIX, como el adalid de la abolición de la esclavitud y del acceso a la propiedad de los desposeídos, con el reparto agrario más ambicioso de la Historia -en “el salvaje oeste” norteamericano.  El primer Presidente Roosevelt, Teddy, fue el último de esa tendencia “izquierdista” republicana, al haber combatido -internamente- a los grandes monopolios y al haber consolidado -contra la férrea oposición del empresariado norteño- la jornada laboral de las ocho horas diarias y la libre sindicalización del sector obrero industrial.  A principios del siglo pasado, sin embargo, los magnates norteamericanos se aseguraron de tomar el control de las estructuras del “grand old Party”  o “GOP” (el gran partido antiguo), sacando de la contienda a Teddy y convirtiéndolo en el partido del “Big Business”.  Fue así como el entonces “derechista” partido Demócrata, que durante la Guerra Civil (1860-65) se había opuesto a la abolición de la esclavitud y a las reformas sociales en el Sur, se convirtió en el refugio de los reformistas, incluyendo al segundo Presidente Roosevelt, Franklin Delano, líder del “New Deal” (el Nuevo Trato); un movimiento que propició el fortalecimiento de la gran clase media, a base de profundas reformas sociales, que en su momento, por supuesto, fueron tildadas de “socialistas”.  Fue así y desde entonces, que los partidos estadounidenses “cambiaron de signo”. Eventualmente, el New Deal aglutinó a una muy amplia y heterogénea coalición de sectores con agravios sociales reales o percibidos, lo que convirtió a los Demócratas no sólo en el partido mayoritario, sino también en aquel en el que la negociación entre grupos diversos propició una menor tendencia a seleccionar fórmulas extremas, al tratar de “darle algo” a todos los sub-grupos del conjunto partidario; postura que de alguna manera, personifica aún hoy el Presidente Biden.  Al mismo tiempo, sus estructuras partidarias se volvieron muy grandes, complejas y caras, requiriendo de muchos acuerdos que sobrevivieran al paso del tiempo, lo cual propició liderazgos partidarios que tienden a la “geriatrización” institucional, o la terca permanencia “de los viejos zorros” en las estructuras de poder de ese partido…

Pero para terminar de entender el efecto de la carga histórica en el sistema político norteamericano, hay que señalar que desde los albores de esa República norteña, las reglas del juego democrático se manipularon; fundamentalmente para hacerle frente a los temores de un Sur gobernado por finqueros esclavistas que temían ser “dominados” por los políticos “igualitaristas” del Norte.  Así, por ejemplo, en la Sección 2 del artículo I, de la original Constitución de los EEUU (oficialmente ratificada en 1788), se contemplaba que para calcular el número de representantes a la Cámara Baja (the House) del Congreso de la Unión, en proporción a la población de cada Estado, los esclavos (que obviamente, no votaban) contaban, cada uno, como las tres quintas partes de un ciudadano, favoreciendo al Sur para efectos del cómputo (grotesco esperpento jurídico que eventualmente corrigió la Enmienda 14, después de la sangrienta Guerra Civil).  Además, al tener cada Estado, independientemente de su población, dos senadores, los menos poblados -típicamente más rurales y usualmente más conservadores- quedan, aún hoy, proporcionalmente sobre-representados en el proceso legislativo. Y esa sobre-representación se traslada también a la elección de Presidente, el cual es electo por delegados al hoy llamado “Colegio Electoral”, en el que cada Estado tiene un número de representantes igual al de la suma de sus diputados a la Cámara Baja mas sus Senadores.  Si además añadimos el efecto de una práctica malintencionada en la definicion de las fronteras de los distritos electorales para concentrar -casi al 99% en muchos casos- a los grupos demográficos más desfavorecidos en distritos que se dan por “perdidos” por los republicanos, mientras se “dibujan” otros en donde los conservadores son solo la mayoría necesaria, amplificando así el efecto de sus votos -una práctica conocida por el anglicismo “gerrymandering”- terminamos explicándonos el fuerte sesgo conservador del actual sistema eleccionario norteamericano. Uno que les permite elegir Presidente en el Colegio Electoral, aunque sea perdiendo con números abultados el voto popular. Parte de la lucha política de fondo en los EEUU de hoy está retratada en la intención de los demócratas por “sincerar” el voto norteamericano -con la elección directa del Presidente, por mayoría nacional, por ejemplo- y en la correspondiente oposición sistemática de los republicanos, que así verían perdidas muchas de sus actuales anti-democráticas ventajas.

Es en ese horizonte institucional en el que surge el “fenómeno Trump”, que inserta un novedoso efecto populista entre un “mercado político” que hasta hace poco favorecía a los demócratas. En una gruesa proporción de los estadounidenses anglosajones menos favorecidos y con menor educación formal -antes “territorio demócrata”, a través del movimiento sindical- existe el temor tribal de que están siendo avasallados por la inmigración “de color”, proveniente de la América Latina y de otras regiones tercermundistas del mundo.  En un ambiente solapadamente racista y lejos de entender que una de las razones por las que la economía norteamericana -a diferencia de la europea y de otras naciones industrializadas- crece aún sólidamente, es porque, a través de la migración, la población productiva sigue creciendo, cierto tipo de votante (típicamente soltero, económicamente presionado y con pocos hijos), cree que su mundo se derrumba.  Que tiene razón Trump cuando les dice que los demócratas “han abierto las fronteras” a enfermos mentales y presidiarios de otras partes del mundo “que les vienen a quitar los empleos” y a cambiar el carácter de su sociedad; amenaza de la que sólo él puede y quiere salvarlos.  A ese “núcleo duro” de partidarios de la facción “MAGA” del partido republicano, se suman, por una parte, cínicos fundamentalistas del mercado, que aprovechan los inusuales mayores números del trabajador de “cuello azul”, para favorecer su predilección por una agresiva desregulación y los bajos impuestos corporativos; y por otra parte, algunos no menos cínicos religiosos fundamenalistas, que ignorando las obvias inconsistencias del candidato MAGA en el plano ético, están dispuestos a favorecerlo para imponer -en las leyes y en los tribunales- su moral conservadora al resto de la población.  Y de refilón, están también aquellos que temen que la permanencia de los demócratas en la Casa Blanca, puede propiciar una abrupta “corrección” en el valor del dólar, creando una crisis monetaria internacional sin precedentes…

La amplia coalición demócrata norteamericana (que incluye académicos, artistas, la mayoría de la clase media educada, el grueso de las minorías étnicas y muchos empresarios visionarios, entre muchos otros grupos) percibe a Trump como el rufián que es:  mentiroso, egoísta, insultante, tramposo, evasor de impuestos y habitual transgresor impune de las reglas que se aplican a los ciudadanos comunes y corrientes;  convicto de asalto sexual, de utilizar su dinero e influencias para ocultar su comportamiento y su verdadero carácter a los votantes; acusado -pero exitoso en la demora maliciosa de sus procesos- de delitos contra el proceso electoral y de abuso de secretos de Estado; vengativo autócrata en ciernes, hostil al cuidado del ambiente y aislacionista irresponsable en el plano internacional.  Consciente de que sus números tienden a ser mayoritarios, la coalición demócrata había venido confiando en que a la hora de la verdad, el Presidente Biden se impondría sobre la indiferencia y el desencanto de buena parte del electorado. Veían a Joe Biden como un hombre fundamentalmente decente, que con pequeñas excepciones -como el pésimamente mal ejecutado retiro de las tropas de Afganistán- ha sido un buen Presidente.  Que detuvo la caída económica de los EEUU y que crucialmente, ha reconstruido el sistema de alianzas internacionales que Trump había empezado a desmantelar. Y que por todo ello, el votante promedio terminaría por decantarse por él.  Pero esa percepción cambió el pasado jueves.   El pobre desempeño del Presidente Biden en su rol de depositario de la confianza ciudadana en un futuro mejor, ha desatado el pánico entre los demócratas.  Ven ahora que la mayoría de los votantes cree que su edad lo incapacita para seguir gobernando.  Que muchos jóvenes lo perciben como un títere del “complejo militar-industrial” del que nos previno Dwight Eisenhower.  Ahora se percibe que pese a ser un buen hombre y un buen Presidente, puede perder la elección, dando paso a la pesadilla de ver a Donald Trump, de nuevo, en la Casa Blanca. Por eso, muchos líderes de opinión que lo favorecían, esperan que al ceder su posición de candidato, realmente pase a la Historia como un gran Presidente; uno que puso a su Patria antes que sus propios intereses.  Pero si no quiere, el partido tiene el entramado institucional que le permitiría sacar el tema a la palestra en la próxima Convención Nacional del partido.  Es difícil exagerar la magnitud de lo que está en juego.  Dos candidatos insactisfactorios frente a un electorado polarizado y amargado.  Veremos si el peso de la bicentenaria institucionalidad norteamericana pasa esta nueva prueba de fuego.  O si nos tocará ver el inicio de lo que la historiadora Ariel Durant consideraba el prerequisito de una inesperada debacle civilizacional…

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