Guatemala, al igual que otros países de la región, es un país que ha enfrentado problemas desde sus primeros días como Estado. Estos problemas tienen raíces profundas en una organización política y económica heredada de la época colonial, donde las estructuras de poder estaban concentradas y favorecían a unos pocos. Esta herencia histórica ha dificultado que el Estado evolucione hacia un modelo que promueva el Imperio de la Ley, el respeto a los derechos humanos fundamentales, las libertades civiles y económicas y la consolidación de la democracia liberal. Por ejemplo, las constituciones de la mayoría de países de la región consagran la defensa de los derechos de propiedad, pero en realidad tal declaración de principios no pasa del papel a la práctica. Es característica común en todos los países de la región, salvo honrosas excepciones, la falta de certeza jurídica sobre los derechos de propiedad. Fenómeno que, en buena parte, se origina en la existencia de instituciones jurídicas en donde el Estado tiene poderes arbitrarios para limitar, entorpecer o prohibir la lícita posesión, utilización, transformación e intercambio de la propiedad de la mayoría de la población, al mismo tiempo que tiene la potestad otorgar todo tipo de privilegios a quienes tienen acceso al poder.
Algo parecido se vive en el ámbito jurídico, donde las constituciones hablan del respeto al Estado de Derecho, pero, en la práctica, la impunidad y los privilegios terminan siendo su materialización. La ilegalidad se impone, entre los menos favorecidos, como forma de vida; única forma de evadir los absurdos costos que la ley impone al común de los mortales. La ilegalidad se convierte también en la forma preferida de actuación de los allegados al poder, quienes tienen carta libre para “saltarse las trancas” en tanto y cuanto convenga a sus intereses. Coloquialmente, “la ley pela” cuando conviene a sus intereses. Cuando las normas jurídicas son cualquier cosa, menos normas generales, abstractas y de observancia universal, acatar voluntariamente las leyes es sinónimo de debilidad o tontería. La sobrevivencia y la “sobre vivencia” se basa en el irrespeto a la ley. Tal como reza el dicho mexicano: el “que no transa, no avanza” y, podría añadirse, en buen chapín, el que no avanza es por “lento”. Situación que socava la fibra moral de la sociedad, la obligación recíproca y universal de todo ciudadano de acatar voluntariamente las normas jurídicas.
Un tóxico paisaje en donde para muchas empresas y personas sus ganancias privadas se derivan del sufrimiento público. En idioma inglés, por si acaso se facilita la comprensión del término para algunos: Private Gain from Public Pain: ganancia privada a expensas del dolor público. El Estado como herramienta para extraer recursos de la sociedad para sostener proyectos sin impacto social. Eso sí, proyectos disfrazados de urgencia y sentidas necesidades sociales. Un esquema en donde el gobierno se convierte en una institución aseguradora de ganancias privadas para quienes están cerca el poder político. Recursos que podrían dirigirse a servicios públicos esenciales son redirigidos hacia destinos que únicamente benefician a quienes gozan de las mieles del poder. La deuda pública como mecanismo para enriquecer a actores privados sin ningún tipo de riesgo. Este proceso de captura estatal no solo despoja a la sociedad de recursos, sino que también erosiona la capacidad del Estado para actuar como un ente regulador y garante del bienestar público. La penetración de intereses privados y mafiosos en la función pública refleja la urgente necesidad de una reforma institucional que limite la corrupción y el abuso de poder. Por eso Milei la tiene clara: es preferible limpiar un guatal usando una motosierra, que pretender sacar valiosos frutos de la maleza; y, por supuesto, mejor limpiar el terreno de maleza que ponerle fertilizante a una vegetación improductiva.
Estados tóxicos en donde la burocracia, el sistema jurídico y político funcionan al contrario de lo que se esperaría: leyes moldeadas a la conveniencia de quienes detentan el poder; concentración de la propiedad en manos de quienes tienen acceso privilegiado a la autoridad; privilegios y favores para los amigos; reyezuelos de turno, en lugar de balance de poderes. El Estado, como mero intermediario entre los recursos públicos y el lucro privado. Es dentro de esta realidad en donde los principios liberales cobran un nuevo sentido, no solo como base fundamental para garantizar los derechos y libertades individuales frente al poder, la igualdad ante la ley y el respeto de los derechos humanos fundamentales, sino también como guías para limitar el uso del poder para el saqueo sistemático de los recursos del Estado. Parafraseando a Ralf Dahrendorf, sociólogo alemán y teórico de la democracia liberal: ‘el poder tiende a protegerse a sí mismo y a consolidarse, y su amenaza es la libertad misma’.
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