Recordaré siempre las sensaciones de impermanencia e irrealidad en mi cabeza mezcladas con vértigo y confusión en el auto de la funeraria que nos transportaba a mi madre y a mí con mi padre en el ataúd. El cortejo se desplazaba a paso de tortuga por la 23 calle de la zona 1 en dirección del Cementerio Nacional, y yo era incapaz de comprender por qué el mundo allá afuera seguía moviéndose, por qué la gente nos miraba desde la acera como si no hubiera pasado nada, y sobre todo, me llamaba la atención que los semáforos siguieran funcionando y que las bocinas de los autos sonaran lejanas como si tuviera taponados los oídos, mientras mi madre sollozaba y me apretaba la mano mirándome a los ojos cuando el mundo para mí se estaba congelando.
Tenía yo entonces catorce años, cuando un ex socio español le pegó a mi papá dos tiros en un restaurante de la ciudad de Guatemala después de una disputa de negocios que terminó cuando mi padre lo trató de rata inmunda por estarse vanagloriando de haber hundido durante la guerra civil española una barca llena de combatientes republicanos que trataban de escapar del avance de las tropas franquistas apoyadas por Hitler. Murió desangrado en el trayecto al hospital y dos horas más tarde mi madre se enteró de lo sucedido debido a la presencia intempestiva en casa de un vehículo de la compañía funeraria que se apersonó para ofrecer sus servicios. A mí, en el colegio, el cura encargado de religión me llamó aparte y me dijo que mi padre había sufrido un accidente, proponiendo llevarme a casa. En cuento llegamos, al ver el carro funerario allí estacionado, comprendí de golpe lo que estaba pasando y el mundo se me petrificó en la garganta.
Describo esta primera experiencia de muerte de un ser querido, porque tarde o temprano la habremos vivido todos de manera más o menos dramática, y muchos quedaremos marcados para siempre por sufrimientos inenarrables que difícilmente superaremos. Luego, la desaparición de parientes y amigos va haciéndose cumulativa, de tal suerte que con la edad nos vamos acostumbrando falsamente a ello, considerando esos fallecimientos como algo natural, pero lo cierto es que nunca nos acostumbramos del todo porque esas muertes nos reenvían al supremo encontronazo que nos tocará vivir en carne propia, toco madera, híjole, ¡santo dios!, ¿cómo lo enfrentaremos?
No soy creyente religioso, pero nunca he vivido con más intensidad y entrega que desde que adquirí la absoluta convicción de que esta es la única vida existente, y que más allá no hay sino la fusión de la materia con la materia y de la energía con el universo. Precisamente porque no alimento fantasías sobre segundas oportunidades o segundos encuentros con los desaparecidos, ni sobre premios o castigos de parte de algún venerable anciano senil, es que la vida en el aquí y ahora se vuelve para mí más jugosa y significativa desde el punto de vista ético y estético. Si has de hacer el bien, pues aprovecha y empieza hoy mismo, y si has de decirle a alguien que lo amas, pues díselo ya, no lo dejes para otra ocasión, hazme el favor, ¿quién puede asegurar que habrá otro día?
La prematura desaparición de Luis Aceituno hace dos semanas me ha llevado a revisar y a reordenar los mapas que guían mis andanzas por estos mares. Es quizás el mejor y más sagrado regalo que nos dejan los que parten: el de cerrar sus ojos definitivamente para que abramos nosotros los nuestros y redefinamos con pasión, lucidez y honestidad el sentido que queremos darle a nuestra existencia.
Por cierto, pienso que Luis Aceituno se merece un homenaje oficial de parte Estado, así como un apoyo material a su nonagenaria madre, que tendrá que abandonar la casa de ancianos en la que se alojaba hasta ahora en Antigua Guatemala. Y lo digo porque estoy en la capacidad de afirmar que mentes como la suya solo se producen dos o tres en cada siglo. No exagero. En el ámbito de la cultura histórica, literaria, cinematográfica y musical, tanto general como guatemalteca, sus columnas de opinión y sus ensayos publicados en revistas dispersas son una cátedra magistral y amena de literatura viva, así como un estímulo excepcional para las nuevas generaciones. No he seguido de cerca la totalidad de opiniones al respecto de parte de distinguidos intelectuales guatemaltecos, pero sí echo en falta, por lo menos, las de nuestra distinguida ministra de Cultura, Liwy Grazioso Sierra, y las del insigne periodista José Rubén Zamora Marroquín, quien fue prácticamente padrino y cómplice de Aceituno en las catacumbas redaccionales de esa grande y magnífica aventura periodística que fue elPeriódico durante más de veinte años. ¿Qué les parece esta idea?
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