Las grandes guerras, los conflictos mundiales entre las naciones poderosas, han impulsado en todos los tiempos la industria militar. Al principio eran los guerreros más fuertes, físicamente dotados para el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, los que ganaban y se imponían sobre los débiles.
El invento de armas poderosas condujo después de las guerras a un nuevo estadio de comodidades para la humanidad, y aunque decirlo suene mal, aplica ajustado aquello de que no hay mal que por bien no venga.
El actual instrumento que se está utilizando en las guerras son los drones, esos ruidosos aparatos que en unos años pasaron de ser ronrones zumbando encima de los grandes eventos populares (desfiles, procesiones, fiestas) o eventos naturales (erupciones, tempestades), a convertirse en armas letales para destruir al enemigo y la infraestructura del territorio disputado, como sucede en Rusia y Ucrania, o en Israel y Palestina.
Los pequeños abejorros suicidas salen de sus bases armados con bombas manuales, destinados a estrellarse en un punto calculado, escondiéndose de los radares y rompiendo defensas. Los hay aéreos y sus equivalentes terrestres (diminutos tanques que colocan minas a su paso) o submarinos que hunden barcos, preparados para destruir sin exponer a los combatientes en la línea frontal. Cada parte manda sus juguetes contra el otro, y destruyen o chocan en el aire, y gana alguno o se anulan. Ya no hace falta ser fuertes y estar preparados para el enfrentamiento, ahora basta con la tecnología y un sótano bajo un edificio derruido, o se controlan desde una oficina pacífica, en un barrio acomodado, muy lejos de donde se libra la guerra.
Hace más de medio siglo impresionaron los Supersónicos con ese mundo del futuro donde los carros volaban, y el cielo era un espacio inmenso por donde se podía circular sin tráfico ni barreras, y ahora, cuando se vive en ciudades grandes, los científicos de China inventaron los taxis voladores que ya están comercializando, drones que recogen al pasajero, se elevan verticalmente, van a su destino sin piloto, y descienden de la misma manera, como llevados por los dioses de los griegos y romanos, volando encima de edificios y volcanes. Acaban de hacer una demostración en París, así que cuando menos lo sintamos, habrán por acá, al menos que el peligroso uso como kamikazes sin corazón detengan la evolución de la industria.
Los carros eléctricos ya funcionan como taxis automáticos en ciertos destinos, solo hace falta marcar el punto de destino en una pantalla y disponer de disponibilidad en la tarjeta, para decir vámonos. Estamos en las manos de la tecnología, de los robots, de la realidad virtual, pero seguimos siendo frágiles y pasajeros, y no nos movemos, sino nos mueve la realidad.
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