Observaba el filósofo inglés Bertrand Russell que la intoxicación con el poder era una suerte de
locura y que, como tal, constituía un peligro. Esta es una observación que no solo se aplica a
Adolf Hitler, Iósef Stalin o al delirante Donald Trump, sino también a una amplia variedad de
personas. Se puede aplicar al pacto de corruptos que quiere mantener a toda costa su dominio
sobre la sociedad guatemalteca y, desde luego, también se aplica a todos aquellos que
experimentan un cambio de conducta debido al ejercicio de alguna modalidad de poder.
De lo dicho se sigue que el efecto negativo del poder puede variar de acuerdo con las
circunstancias. No solo se da en la esfera política, sino también en la vida cotidiana. ¿Quién no
ha experimentado el súbito cambio de actitud de una persona que, incluso considerado como
amigo, accede a una posición de poder, por minúscula que esta sea? La situación adquiere a
veces ribetes cómicos. Sin embargo, las personas con una pequeña cuota de poder suelen causar
daños irreparables a las personas bajo su dominio.
Un fenómeno tan frecuente no podía ser pasado por alto por la comunidad científica; a decir
verdad, el problema de los efectos corruptores del poder ya había sido identificado en la filosofía
antigua. Así las cosas, el político y científico David Owen ha sintetizado los efectos que produce
el poder en el llamado síndrome de la hubris —vocablo griego que describe la arrogancia y la
desmesura que desconoce incluso las limitaciones impuestas por los dioses. Owen identifica
estos rasgos en personajes como Margaret Thatcher, Tony Blair y George Bush hijo. Este
diagnóstico ha tomado fuerza con la reciente ola mundial de autoritarismo, en cuya cresta se
halla Donald Trump, y que tiene como exponentes a personajes alucinantes como Jair Bolsonaro
o Javier Milei.
Este síndrome ya se considera como un desorden de la personalidad. Se ha demostrado que las
diferencias de poder alteran el mismo funcionamiento de los sistemas psicológico, neurológico y
fisiológico. Para ofrecer un dato ilustrativo: el ejercicio del poder incrementa los niveles de
testosterona, factor relacionado con la agresividad y el narcisismo.
Pues bien, estudios rigurosos recientes, publicados en prestigiosas revistas, demuestran que el
poder genera una suerte de adicción comparable a la que producen las drogas. Es fácil
comprender, en consecuencia, que, en un medio violento como el guatemalteco, el deseo de
poder lleva hasta el crimen. Un ambiente corrupto suele atraer a individuos propensos a este
síndrome o puede, de hecho, inducir la adicción referida en individuos que se han formado en un
ambiente caracterizado por el abuso del poder.
Creo que entender la vida interna del poder puede ayudar al gobierno actual a instaurar medidas
estatales que efectivamente disminuyan los efectos corrosivos del poder. Estas medidas deben
incluir mucho más que códigos de ética que, como las constituciones, pueden ser manipulados o
simplemente ignorados. Las medidas deben ser de naturaleza integral porque se debe comprender que se enfrenta a personas sedientas de poder, individuos que harán cualquier cosa para poder satisfacer su necesidad de dominio.
En consecuencia, en la presente coyuntura, nada es más necesario que erradicar el ambiente
tóxico en el que crece la corrupción. Se debe tomar medidas enérgicas con urgencia puesto que,
como ya lo están anticipando destacados analistas, el actual gobierno puede caer a causa de las
maniobras de la demente clase corrupta. Este artículo muestra que este diagnóstico es algo más
que un recurso retórico. El pacto de corruptos es un pacto de dementes.
Desde mi punto de vista, la supervivencia del actual gobierno debe basarse en el inteligente
recorte de poder de la necrocorrupción que ahoga a la sociedad. Existe suficientes elementos
para que la fiscal general pueda ser removida de su cargo. Esta acción puede ayudar a consolidar
el apoyo popular al gobierno, el cual se ha ido disipando ante la falta de acción gubernamental.
El temor nunca ha sido un buen consejero. Montesquieu decía que solo le tenía miedo al miedo.
Exhorto al gobierno a que también evite uno de los males del síndrome del poder: sobrestimar las
propias capacidades y perder la capacidad de escuchar a los que tienen ideas diferentes. Al final,
ya los sectores populares, especialmente los pueblos indígenas, han expresado el hartazgo con la
corrupción y en este esfuerzo han sido apoyados por las inteligentes acciones de la comunidad
internacional.