La inteligencia individual y la torpeza colectiva conviven en un contraste perturbador. Se manifiestan creatividad, astucia y capacidad de resolución cuando se enfrentan problemas personales, pero al abordar desafíos comunes, esa brillantez se desvanece. Mientras miles de estoicos pilotos sufren el problema de la congestión vehicular, nunca falta el piloto de un pickup extra grande que irrumpe en el carril exclusivo del Transmetro para evitar la espera y llegar rápidamente a su destino; el motorista que se sube a la acera, ignorando la seguridad y los derechos de los peatones, para acortar su camino; o el conductor que cruza el cruce cuando el semáforo está en rojo. Decisiones racionales en lo individual e inmediato, pero absurdas a nivel social y en el mediano plazo. Absurdas en el sentido de vivir sin implicarse en la sociedad, preocupados únicamente por lo propio, como diría Savater. Preocupaciones personales que se acumulan en un sinsentido colectivo.
La satisfacción de avanzar el propio interés impide notar que el resultado agregado termina siendo una sociedad atrapada en su propia fragmentación. El tráfico citadino es un ejemplo cotidiano: al intentar resolver su problema particular, cada conductor contribuye al atasco general. Lo que parece una solución sensata en el corto plazo termina por convertir a cada quien en prisionero de su propia estrategia. Podría pensarse que todo esto es producto del egoísmo, pero no es así. El egoísmo explica ciertas decisiones, pero gran parte del problema radica en la indiferencia hacia los problemas colectivos. Como diría Ortega y Gasset, la mentalidad del «señorito satisfecho» empuja a muchos a ignorar el deterioro de los asuntos comunes mientras disfrutan de la comodidad de sus soluciones personales. En lugar de servir a la comunidad en la que viven, se limitan a vivir de ella. A lo sumo, se quejan y demandan que el Estado solucione el problema como por arte de magia.
«Señoritos satisfechos» que creen que su falta de compromiso puede ser sustituida con leyes, reglamentos o más burocracia; sujetos que rara vez se cuestionan si el Estado tiene la capacidad real para afrontar los problemas que tanto les molestan, si el gobierno cuenta con los recursos humanos y materiales necesarios para hacer lo que se le demanda, o si los incentivos dentro de la burocracia están alineados con las soluciones requeridas. Cuando los resultados no llegan o la situación empeora, la frustración se canaliza en quejas estériles sin reconocer que el estado actual de las cosas es producto de un gradual abandono de lo público a lo largo de los años. No se dan cuenta de que el vacío de poder no existe: donde unos abdican, otros imponen sus propias reglas. Mientras unos fantasean con soluciones mágicas, otros moldean el sistema para consolidar su dominio.
Las sociedades que han prosperado no lo deben a individuos geniales aislados, sino a grupos que aprendieron a resolver problemas de acción colectiva. Como diría Mancur Olson, el gran economista institucionalista norteamericano, la solución a los problemas de acción colectiva no radica en esperar que la gente actúe por altruismo, responsabilidad o conciencia cívica, sino en que existan los incentivos correctos, castigos o recompensas, que permitan coordinar esfuerzos entre sujetos interesados principalmente en sí mismos. Cuando en una emergencia cada quien intenta salvarse sin orden ni coordinación, el desastre es inevitable: cada quien busca salir de su problema, sin notar que, al hacerlo, complica más la situación de todos.
Es comprensible que, ante este tipo de situación, la desesperanza reine y muchos se inclinen por un “hombre fuerte” que se haga cargo de los problemas que colectivamente no se han podido resolver. Incluso, aunque esto implique ceder preciosos derechos y libertades. Para cambiar el rumbo, es necesario superar la indiferencia y comprender que no basta con ser inteligentes; se requiere asumir responsabilidad con la comunidad y con un futuro compartido. Quienes se apartan del juego creyendo que pueden mantenerse impolutos solo fortalecen a quienes sí entienden el valor de la organización y la usan para consolidar su dominio. El dilema no es solo actuar o no actuar, sino decidir quiénes ocuparán los espacios vacíos que otros dejan sin reclamar.
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