El colapso moral del bloque en el poder

Marco Fonseca

agosto 31, 2024 - Actualizado agosto 30, 2024
Marco Fonseca

Si el sistema de justicia fuera invertido de manera que los/as criminales fueran considerados/as inocentes y sus crímenes fueran considerados como actos en total cumplimiento de la ley, se produciría una inversión completa y desastrosa del concepto mismo de justicia. ¿A qué situación legal daría lugar esta inversión total de los valores?

Las leyes perderían su capacidad para establecer un marco claro de lo que es legal e ilegal. Si actos criminales como el fraude, el robo o la violencia fueran considerados legítimos y vistos como algo normal, el Estado de Derecho dejaría de ser la ficción que hasta el presente ha sido solo para los grupos subalternos y pasaría a ser una ficción para toda la sociedad, ya que las normas no solo dejarían de ser aplicadas por parejo entre los grupos dominantes del bloque en el poder y los grupos subalternos, sino que también dejarían ser aplicadas dentro de los grupos del bloque en el poder mismo. Síntoma clásico de una crisis de hegemonía.

En el contexto distópico arriba delineado, la impunidad se convertiría en la norma. Los individuos y grupos que violan no solo los derechos más fundamentales consagrados en el documento fundante del Estado, sino en todas las leyes que operacionalizan dichos derechos, serían premiados, recompensados o, al menos, no castigados, lo que incentivaría aún más comportamientos ilícitos. Aquí estamos en una situación en la cual la distinción entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, se desdibujaría, minando por completo el sentido mismo de las instituciones. Así funcionaba el Estado de seguridad nacional y así, en gran medida, está funcionando el Estado corrupto y cooptado en el presente.

No hace falta agregar, por tanto, que si los/as verdaderos/as criminales son considerados/as inocentes y sus crímenes son vistos como iniciativas legítimas, entonces las personas honestas y respetuosas de la ley, tanto aquellos/as que dependen de dicho orden para defender sus derechos más básicos como aquellos/as que velan porque dichos derechos tengan preeminencia en dicho orden, podrían ser vistas como obstáculos, competidores/as desleales o enemigos/as del orden teológico-político que quieren implantar. Esto es lo que ha llevado a la guerra jurídica, criminalización de operadores/as de justicia que se esfuerzan por actuar de manera ética, pues han sido percibidos/as como una amenaza para el nuevo orden de la restauración total.

Los fenómenos arriba notados apuntan hacia un problema complejo todavía poco examinado en Guatemala: la inversión y el colapso de la moralidad misma. Lo que antes era considerado inmoral o ilegal (como el fraude o la corrupción) ha sido reconfigurado como aceptable o incluso deseable, mientras que la honestidad y la integridad podrían ser vistas como comportamientos retrógrados o perjudiciales. Ya no se trata simplemente de regalarle una piña al/la cajero/a del banco para poder saltarse la fila y muy listamente cobrar el cheque más rápido o de un simple policía que demanda mordidas para no imponer altas multas por simples violaciones de tráfico. Es algo más socialmente profundo. Como decía Shakespeare hace mucho tiempo, este sistema “consagrará promesas para infringirlas; bendecirá al maldito; hará adorar la podredumbre de la lepra; sentará a ladrones en el banco de los senadores, confiriéndoles títulos, homenajes y alabanzas. Él será quien obligue a casarse en nuevas nupcias a la viuda desolada. A la mujer cubierta de úlceras que sale del hospital, la embalsama, la perfuma y hace de ella un nuevo día de abril.” En otras palabras, desde la escuela hasta el Estado, este sistema embalsama y perfuma a la lépera plagiadora y la convierte y mantiene como “doctora” y cabeza suprema de la guerra jurídica.

Detrás de la inversión moral que ahora define el actuar de los/as partisanos de la corrupción y la impunidad encontramos, en cierta medida, una condición social generalizada en donde la banal y servil ambición personal por el enriquecimiento ilícito sin el trabajo y esfuerzo honesto que solo vivir de modo digno y decente y con lo necesario y requerido le toma al resto del mundo. El cacifismo se ha encargado de que el esfuerzo laboral cotidiano, para las mayorías sociales subalternas, se traduzca en réditos y oportunidades cada día más precarias, en la generación de lo que el antropólogo David Graeber llamó “trabajos de mierda” o en la generalización de una “economía gig”, un mercado laboral flexible, temporal y precario, donde los/as trabajadores/as solo pueden realizar trabajos, tareas, encargos o proyectos de manera independiente o como cuentapropistas, pequeños/as empresarios/as de sí mismos/as, de modo “autoexplotador” (como lo llama el filósofo Byung-Chul Han), en lugar de tener empleos a tiempo completo en ambientes laborales estables en donde son tratados/as con derechos, decencia y dignidad. Este es un sueño que se ha vuelto pesadilla.

Estas son las condiciones posfordistas de la alienación social creadas por la expansión del capitalismo globalizado y que, en Guatemala, ha hecho lo que muchos gobiernos o movimientos no han podido hacer: una revolución económica en donde el “sector de servicios” (terciario) de la economía guatemalteca muestra una proporción cada vez mayor. Es en este sector donde prevalecen los grupos medios, una abigarrada capa social donde no prevalece solo una etnia o una clase social, pero donde impera la mayor precariedad laboral y la ausencia de un futuro confiable. La hipótesis que aquí propongo es que este sector nutre y con sobras las demandas de personal que se abren en el mundo de las mafias, la corrupción y la impunidad. Hay, pues, un vínculo entre la decadencia moral, la explosión posfordista de la precariedad en los sectores medios que despliegan tendencias muy economicistas y el cacifismo dominante o el modelo de economía neoliberal extractivista y globalizada que ha sido impuesto en Guatemala desde los 1990. En este contexto, al igual que el crimen organizado o las maras, la corrupción ofrece oportunidades de bienestar y enriquecimiento que la estructura económica dominante ha hecho de otro modo imposible de lograr para mucha gente.

Al lado de la inversión de la justicia y la moralidad encontramos un colapso del modelo de cohesión social en base a los derechos y garantías fundamentales que se desprenden de un modelo garantista y democrático de sociedad. Ante la normalización y glorificación de los actos criminales y la premiación de los impulsos más primitivos que son necesarios para sobresalir en la encarnizada “lucha de todos/as contra todos/as” que estimula la creciente precariedad del mercado laboral y cultural cacifista (neoliberal, extractivista, expoliador), los ya frágiles tejidos sociales que dejó el conflicto armado interno se han hecho trizas y se han roto los lazos de confianza entre los/as ciudadanos/as, ya que la gente ve a otros/as no como ciudadanos/as iguales en derechos y responsabilidades, sino como competidores/as en una lucha por la supervivencia donde la corrupción, ensalzada con una cultura de intimidación y prepotencia, se yergue como un medio perfectamente legítimo para salir adelante. Aunque no hay un solo grupo social en Guatemala que sea inmune a estas tendencias generales, aquí debo apuntar que sí hay momentos de autonomía entre los grupos subalternos urbanos y hay también una larga tradición de autonomías indígenas de las que podemos aprender mucho y que tienen enorme importancia. Los estallidos sociales de la ciudadanía en 2015 y 2023, éste último demostrando el protagonismo que los Pueblos Originarios pueden y deben jugar en las luchas emancipadoras, representan solo en el momento presente dichas instancias de autonomía y rebelión contra la locura, decadencia y corrupción del nihilismo cacifista.

Sin embargo, la legitimación de actos criminales como actos amparados en ley y la moral ha fomentado tanto una cultura de la violencia y el engaño, un despliegue de guerras jurídicas espurias y fabricadas, así como movimientos populistas, autoritarios y fundamentalistas que se disputan el terreno del deseo, la fe, la moralidad y con todo ello el subalternismo. Cuando las normas legales y morales han sido instrumentalizadas y vaciadas de todo su contenido social y solidario, lo que queda es el uso de la fuerza y el fraude político o económico, los diezmos siendo también un ejemplo de esto, como herramientas aceptables para alcanzar objetivos personales, políticos y/o empresariales, lo que ha llevado a un aumento significativo de la violencia, la amenaza y la extorsión.

En condiciones de nihilismo social y cultural también proliferan los discursos derechistas de la salvación personal y nacional con todo y los “desayunos de oración” entre una camarilla de mafiosos/as que, al mismo tiempo que saquean el Estado también oran por su salvación de la inexistente “amenaza comunista”. Este es hoy el dominio casi exclusivo de las iglesias neopentecostales, sus pastores, profetas y supuestos “apóstoles” que, una vez ponen a las almas en la ruta de la salvación personal con las facilidades que ofrecen las megaiglesias, las avionetas empresariales y las redes sociales, pasan a dedicarse a reprogramar la sujeción con los principios del evangelio de la prosperidad según el cual la riqueza material no solo es señal de beneplácito celestial, sino que es también resultado de las promesas divinas.

En Guatemala hemos sido testigos/as de cómo los/as partisanos de la corrupción y la impunidad han capturado al Estado. Los actores criminales, perfectamente legitimados por el sistema de injusticia, continúan utilizando instituciones importantes del Estado y utilizado sus recursos para defender o expandir su poder incluso en el contexto de condiciones diplomáticas totalmente adversas y condiciones políticas muy desfavorables. La astucia de la corrupción ha demostrado muy bien su capacidad de resistencia. No subestimemos eso.

La inversión del sistema de justicia, donde los/as criminales son tratados/as como inocentes y sus crímenes y perversidades resultan perfumados como actos heroicos de emprendedurismo personal, como contratistas legítimos del Estado, no solo ha vaciado el concepto de justicia de todo su contenido legal y moral, sino que también ha conducido a un colapso moral generalizado y una crisis del modelo de sociedad inaugurado en 1985. Es en gran parte al trabajo libidinal del cacifismo al que se debe mucho de esto. Las leyes y el sistema judicial, en lugar de proteger los derechos más fundamentales y promover la idea de una justicia efectiva y pareja, se han convertido en herramientas de opresión, fomentando un ambiente de impunidad, violencia, desconfianza y nihilismo social y cultural. Este sistema ha entrado en crisis de hegemonía por el peso de su propia perversión, pero también porque ha dejado a las mayorías sociales subalternas, incluyendo a mucha gente entre los grupos medios, en un estado de precariedad social e inestabilidad microeconómica que se ha vuelto moral, política e ideológicamente intolerable. Es porque este sistema está enfrentando dicha crisis de hegemonía, porque le ha sido imposible renormalizar la perversión y la corrupción en gran parte por la vulgaridad y desvergonzada criminalidad de Jimmy Morales y Alejandro Giammattei, que el mismo ha adquirido un carácter abiertamente agresivo. Ya sabemos dónde siguen atrincherados los personajes centrales de esta trama restauradora.

Ante el colapso moral de los grupos política y económicamente dominantes de Guatemala, los grupos que conforman el bloque en el poder, la necesidad de un cambio no solo de estrategia política, sino también de perspectiva es hoy muy urgente. Recordemos, con Gramsci, que “todo colapso lleva consigo desorden intelectual y moral” y que, por ello, “hay que crear gente sobria, paciente, que no desespere ni ante los peores horrores: y que no se exalte ante cada bobería”. Vivimos en tiempos peligrosos, tiempos de crisis generalizada e incertidumbre cotidiana, tiempos de restauración total de corrupción e impunidad, tiempos de guerra jurídica y de un posible golpe contra el proyecto de una Nueva Primavera. Estos son tiempos en los que se hace necesario desplegar “pesimismo de la inteligencia” combinado con “optimismo de la voluntad”.

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