En estos azarosos tiempos en los que se siente en Europa cada vez más cercano el tufo de la amenaza nuclear desencadenada por el servilismo y la estupidez de los gobiernos europeos incapaces de extraer lecciones de las contiendas mundiales del siglo pasado, uno ya no sabe a qué santo encomendarse, qué decir o hacer, a quién implorar, dónde encontrar sosiego, a quién abrazar.
Estas preocupaciones un tanto obsesivas me han estado rondando por la cabeza ante las barbaridades que escucho en las noticias occidentales, tal y como se dieron ya en los años cincuenta del siglo pasado con el invento por parte de Inglaterra y de Estados Unidos de la llamada “Guerra Fría”, consistente en provocar un inmenso terror mundial contra la Unión Soviética bajo la delirante falacia de que, a pesar de los 20 o 30 millones de muertos que acababan de enterrar en ese país en su lucha heroica contra Hitler, los comunistas rusos, ebrios de una mezcla de euforia y vodka, estaban dispuestos a pagar alegremente el precio de otros veinte o treinta millones de cadáveres para invadir Europa, lo que está siendo exactamente la misma cantaleta que los mismos tarados dirigentes del Occidente están distribuyendo urbi et orbi en la actualidad para empujarnos hacia una guerra.
Con la camiseta sudada me despierto de pronto en la noche abrumado por la premonición apocalíptica que me persigue desde que volví a Europa. Deben ser las tres de la madrugada y a tropezones llego hasta el baño para mojarme la cara y el cuello con agua fresca. Me veo en el espejo. Descubro un rostro seco y agrietado como el de los marinos curtidos por el sol. Es la decrepitud, que se cierne sin piedad, pienso. Una pequeña punzada en el vientre, parecida a un aleteo de pájaro, me hace regresar a la cama y tomar el teléfono. Son esos momentos en los que uno extraña la compañía de alguien, de un hada, de una aparición, de una explosión de ternura y alivio, de escucha y caricias.
Enciendo el teléfono, repaso meticulosamente el Whatsapp para examinar la lista de amigos y amigas que tengo en América. ¿A quién llamar, con quién hablar? Veo desfilar nombres que aprecio, amigos y amigas entrañables, pero incapaces de comprenderme en este momento. Se imaginarán que estoy mal, que estoy chiflado, que tengo un acceso de nostalgia por Guatemala. No comprenderán la terrible sensación de congoja y sinsentido que me arrastra.
Sigo manoseando la pantalla del celular sin prisa, como quien no quiere la cosa, cuando me topo con una minilucecita en verde al lado de un nombre que me afloja inmediatamente el vientre y las piernas, un nombre que brilla en mi memoria como un lucero, como un ser que se convirtió en mi pasión secreta e imposible durante años, un amor nunca materializado debido a la distancia, a la falta de dinero, al miedo a fracasar, al temor de asumir una paternidad que siempre me atrajo pero que nunca me atreví a experimentar. “Si un día he de tener hijos, los tendría contigo”, le dije en una ocasión, a lo que ella me dijo “Brujito, no digas cosas si no estás dispuesto a venir a que nos bañemos en el mismo mar”, lo que me hundió otra vez en una de mis inenarrables brumas a causa a mi falta de consistencia y de huevos.
Mi bruja hechicera vive lejos, en Manta, una ciudad marítima del pacífico ecuatoriano. Nos conocimos brevemente hace catorce años en un congreso de escritores en Panamá, pero sus ojos almendrados, su juventud y su gracia fueron de tal impacto, que se encendió en ambos una atracción mutua ineluctable que hemos cultivado intermitentemente durante todos estos años. A veces nos emocionábamos por teléfono y hacíamos planes para vernos ese año, y a veces solo hablábamos de literatura y de nuestras aventurillas sentimentales sin trascendencia, como para echarnos en cara aquello de que “ya ves de lo que te estás perdiendo, pedazo de tonto”, lo que hacía que nuestras hormonas se estrellaran contra muros de celos infundados, de manera que al final tuvimos que abandonar ese juego de ping-pong vicioso hace poco más de dos años.
¿Entonces, la llamo o no la llamo? En Ecuador estarán ya cenando probablemente o habrán cenado ya. ¿Qué diablos hago? Se me vienen a la mente con toda claridad sus últimas palabras. Iba yo en el auto rumbo a mi oficina en Guatemala, cuando de pronto se enciende el nombre de la brujita acompañado del tintineo insistente de una grabación en el Whatsapp. “Brujito, ¿sabes? Quiero que sepas que te extraño y que te deseo todo lo mejor en España”, me dijo, con esa voz sensual y trémula que siempre me parte el esternón. Reconozco que todo esto me ha hecho olvidar hoy, milagrosamente, la amenaza de la guerra, aunque confieso que la desazón me carcome. Me parece que voy a llamarla.
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