Mientras buscaba qué podría escribir a propósito de la Feria Internacional del Libro en Guatemala (Filgua), que se inauguró el día de ayer, se me cruzó un post en Facebook de una librería de viejo que ofrece una colección casi completa de la Biblioteca Básica Salvat. No pude resistirme a la nostalgia. Todos tenemos aún alguno de estos libros, al menos yo guardo dos o tres con mucho cariño, encuadernados de manera bastante rústica y pegados con goma ordinaria, que terminaban hechos un desastre luego de la primera lectura. El primero que me acuerdo haber comprado fue El cantar del Mio Cid, lectura obligatoria en la secundaria todavía en los años setenta.
La Biblioteca Salvat era una colección auténticamente popular, que circuló en España entre 1969 y 1971, auspiciada por el Ministerio de Información y Turismo, en esos años dirigido por Manuel Fraga, político franquista, con actitud reformista hacia la industria y la cultura a pesar de su conservadurismo, que apoyó la transición democrática y es considerado en su país como el padre de la derecha liberal. Su trayectoria fue a ratos ambigua, pero desde aquí habría que agradecerle esta iniciativa que fue decisiva para muchos de nosotros en el acercamiento a la lectura.
A pesar de su halo oficialista, la colección tenía un origen bastante noble. Estaba curada nada más y nada menos que por Dámaso Alonso, Miguel Ángel Asturias y Maurice Genevoix. Que estas figuras tutelares de la alta literatura escogieran tus lecturas y te enseñaran a leer, pues no era cualquier cosa.
Los libros que componían la biblioteca comenzaron a circular en América Latina ahí por 1973. Era una selección muy bien balanceada de clásicos y contemporáneos, de las Novelas ejemplares de Cervantes a El astillero de Juan Carlos Onetti, pasando por Pío Baroja, Stendhal y Cortázar. Cien libros que si les ponías atención podían alterarte la cabeza o al menos rescatarte de la ignorancia.
Los libros costaban 50 centavos, que en aquel entonces quería decir una entrada al cine con alguna chuchería incluida. No era fácil, al menos para mí, conseguir semejante cantidad de dinero y más para gastarla en un libro, pues siempre había otro tipo de prioridades. Pero, por alguna razón prodigiosa, una pequeña estantería que tenía en mi cuarto empezó a llenarse de estos ejemplares de lomos amarillos y portadas verdes, azules o rojas. Como lector era situarte en el rango más humilde, desprovisto absolutamente de la exquisitez del bibliófilo, pero si te empeñabas tenía sus compensaciones.
Para mí, a los catorce o quince años, fue en verdad el origen de una vida de lector. Le debo descubrimientos capitales y lecturas iniciáticas: El diablo sobre las colinas o El bello verano de Pavese, Ultimas tardes con Teresa de Marsé, los cuentos de Chejov, Eloísa está debajo de un almendro de Poncela, El bandido adolescente de Sender… El ejemplar que más llevo en la memoria y en el corazón es el de El Jugador de Dostoievski, el libro de la Biblioteca Salvat que mi amigo Roberto dejó en su mesa de noche el día que fue secuestrado por el ejército. Ahí estaba el despedazado volumen junto a un cenicero, un lapicero bic y su cuaderno de insomnios, como él lo llamaba, y es el último recuerdo que guardo de él.
Es posible que las bibliotecas populares, como la Salvat o la 20 de Octubre, ya no funcionen o ya no cumplan su cometido, que los libros a precios populares terminen en las bodegas y su producción ya no sea rentable, o que se yo. De todas maneras, a veces a mi edad se me hace imposible leerlos por su diminuta tipografía, pero en su momento nos introdujeron a muchos a la cultura letrada y esto se agradece con el tiempo. Crearon universos de lectores que, a pesar de las inclemencias del tiempo, aún deambulan por librerías o ferias buscando un asombro o un hallazgo que justifique la jornada.
Como dije, fue un golpe de nostalgia, ahora que comienza la Filgua y por sus pasillos hay tantos libros bonitos, preciosos algunos, esperando quebrarle la cabeza a algún inesperado lector.
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