Cuando la tecnología nos roba la capacidad de pensar

Jorge Mario Rodríguez

diciembre 4, 2024 - Actualizado diciembre 3, 2024
Jorge Mario Rodríguez

La Universidad de Oxford ha declarado la expresión brainrot (cerebro podrido) como la palabra del año. El término alude al deterioro del cerebro y sus funciones cognitivas que es ocasionado por la exposición exagerada a los contenidos tóxicos y triviales que se despliegan en el mundo virtual.

El término es apropiado para describir lo que sucede con una inmensa cantidad de individuos en el tiempo que se ha dado en llamar la “Segunda Venida de Trump”. En una época en la cual el colapso ambiental se hace más evidente, el puesto de mando de la política norteamericana, con su todavía considerable influencia mundial, se pone a disposición de un individuo que, a pesar de su prepotencia, no es más que un instrumento en manos de los que realmente mandan—la plutocracia financiera, corporativa, petrolera y tecnológica. Y para el efecto, se alista un gabinete que parece sacado de una película de terror.  Después de todo, el caos y la desesperanza constituyen el caldo de cultivo para la terrible confusión que obstruye nuestra comprensión del mundo.

No es que estemos tan seguros con un gobierno demócrata; también ellos someten a la lógica del capitalismo depredador. Pero tampoco es difícil imaginar el peligro que un “teórico” de la conspiración llegue en verdad a encabezar el FBI. No importa mucho que cada vez se hagan más evidente los peligros de dejar la educación en manos de una empresaria de la lucha libre. Es difícil no preocuparse ante las posibles consecuencias catastróficas de tener a alguien como Elon Musk en un puesto de gobierno que puede ser manejando tan desastrosamente como la plataforma X. No nos preocupa, al menos hasta el momento, que perro-robots hagan cada vez más dolorosa la migración, ese flujo humano a través del cual respira una sociedad en una permanente caída. Al final, las derechas del mundo, incluso las “cristianas”, exigen el espectáculo del sufrimiento.

Es el espíritu de la época: a la mayoría de las personas no le gusta perder tiempo en ningún género de reflexión debido a la intrínseca peligrosidad de esta actividad. El cerebro se pierde en la tarea de navegar en las redes sociales. Al final, dentro del individualismo digital del presente tratamos de ser felices, o más bien, de no caer en la depresión y la soledad. Según algunos, no existe ni la derecha ni la izquierda; solo experimentamos el descenso, la dificultad de cumplir con metas que antes no constituían un problema mayor, pero al no reflexionar en ello, seguimos en caída libre.

Mientras tanto, los verdaderamente poderosos se regocijan en sus fantasías de escapar del Apocalipsis. Al final, Musk, un peligroso estúpido moral proyecta que para 2050 sus sueños espaciales se concretarán con una ciudad de un millón de habitantes en Marte. Cada espacio en dicha ciudad tendrá el costo de 10,000 millones de dólares. Uno tiene el derecho a fantasear que, por el bien de las generaciones futuras, tal gente, muchos de ellos responsables de la catástrofe cognitiva y moral de los seres humanos, ya no puede regresar a nuestro lindo planeta.

Un problema que ya debemos aprender a ver es la visión distorsionada del mundo que está siendo impuesta por la tecnología, especialmente la de la inteligencia artificial. En países como el nuestro, la tecnología se ha convertido en una fuente cada vez más acelerada de perpetuo deslumbramiento. Nos angustia más el problema de la brecha tecnológica que los efectos que una tecnología desalineada —es decir, una que no se adecúa a los valores— en la vida de las personas.

Enceguecidos por la velocidad del cambio tecnológico, muchos miembros de la sociedad global apenas empiezan a reconocer el abismo que se abre a nuestros pies. El vertiginoso paso de la “innovación”, del cambio, hace que las verdades permanentes se vuelvan irreconocibles, como lo es el simple hecho de que no reconocemos nuestra naturaleza animal. Incluso queremos que el mundo sea regulado por la inteligencia artificial sin tomarnos en serio el hecho de que esta, al carecer de conciencia, no puede decidir los complejos asuntos humanos. Si las máquinas alcanzasen la conciencia, el problema sería todavía mayor, puesto que tendríamos que vivir con seres que tendrían derechos intrínsecos.

Y aquí estamos nosotros en el Sur Global. El problema no consiste tan solo en que no tengamos voz para decidir nuestro destino; la dificultad es que ni siquiera sabemos de los problemas y parecemos no comprender con suficiencia que nuestros países unidos podrían levantar una sola voz para dejar que nuestra existencia se constituye en pérdida colateral de una batalla de ciencia ficción. Al final, el fenómeno de la configuración tecnológica se incrementa con el conformismo histórico de una sociedad que nunca se acostumbró a exigir la verdad y la justicia.

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