Cuando el antídoto se convierte en veneno

Estuardo Porras Zadik     agosto 5, 2024

Última actualización: agosto 5, 2024 11:42 am
Estuardo Porras Zadik

Todo nuevo gobierno asume el cargo bajo las expectativas de cambio de aquellos que les eligieron en las urnas. El gobierno del presidente Bernardo Arévalo y la vicepresidenta Karin Herrera llegaron al poder no solo con estas expectativas sino con la entrega de cientos de miles de guatemaltecos, que se sumaron para proteger la democracia y que hicieron posible que las autoridades electas asumieran sus cargos. Estos creyeron en las promesas de campaña y en sus “planes de gobierno” apostándoles como la única opción dentro de una amplia gama de “más de lo mismo”. Su postura y la de su partido, el Partido Semilla, siempre fue de oposición y de alta crítica al statu quo, pregonando sin pudor alguno “recetas” para sacar a Guatemala de la condición existente. Quienes por ellos votaron, confiamos en que su gobierno sería uno de transformación. Sin embargo, es crucial reflexionar sobre el contexto en el que se desarrolla esta supuesta y prometida transformación. Un cambio de gobierno que no logre romper con las estructuras de poder, las mafias y la corrupción puede resultar en un fenómeno tan peligroso como el problema que se intenta resolver.

Las mafias y la corrupción operan como un cáncer en el tejido político y social de un país. Su existencia no solo socava la confianza en las instituciones, también crea un entorno en el que las decisiones se toman no por el bien común sino por intereses particulares y oscuros. En Guatemala este cáncer tiene metástasis, tanto en la cosa pública como en todo el modelo político-social-económico. Sus tentáculos son horizontales y de profundidades históricas. En este sentido, un nuevo gobierno que no se atreva a desafiar los poderes fácticos se convertirá rápidamente en un títere de las mismas fuerzas que prometió combatir. Si no se atreve, será un gobierno estéril que destruya de una vez por todas cualquier posibilidad de cambio en el futuro, por haber agrupado a estos poderes fácticos en una misma causa: defender el modelo clientelar de cooptación del Estado.

Cuando un gobierno de cambio se enfrenta a estas realidades, hay dos caminos: el primero es el de la valentía y la determinación para implementar reformas profundas y significativas; el segundo es el de la conformidad y el miedo, donde el cambio se vuelve una mera fachada. El primero acarrea consecuencias peligrosas para el gobierno de turno y el resultado es incierto. Muy pocos líderes están dispuestos al desgaste ante la incertidumbre. Si opta por el segundo camino, el resultado dará la oportunidad a sus opositores de dictar una vez más la agenda del futuro; asegurándose que jamás surja una opción similar a la que recientemente asfixiaron. La frustración de aquellos que votaron por un cambio real puede llevar a un aumento de la polarización, la violencia y, en última instancia, a la desesperanza, resignando a los guatemaltecos a convencerse de que un cambio, en realidad, es imposible.

Además, el legado de un gobierno que no logra el cambio real puede ser devastador. Cuando estos líderes abandonen el poder, lo que dejarán a su paso no será un país en vías de transformación sino un terreno fértil para que las mafias y la corrupción se reproduzcan. La falta de cambios estructurales permitirá que los mismos actores ocupen de nuevo los espacios de poder, perpetuando un ciclo vicioso de impunidad y desconfianza al que –al parecer–, los guatemaltecos nos hemos resignado.

La historia está llena de ejemplos de gobiernos que prometieron un cambio, solo para sucumbir ante la presión de un sistema corrupto y mafioso. En muchos casos, lo que sigue a su mandato es un periodo de mayor inestabilidad y retroceso, donde las esperanzas de la población se convierten en resentimiento. Un cambio superficial puede ser más dañino que la continuidad del modelo imperante, al ofrecer una ilusión de progreso mientras se perpetúan las mismas dinámicas de poder.

Es imperativo que la ciudadanía no se deje llevar únicamente por las promesas de cambio, sino que exija acciones concretas y una verdadera rendición de cuentas. Quienes nos sumamos a la defensa de la democracia y apoyamos para que Arévalo, Herrera y su partido llegaran al poder, debemos exigir de la misma manera que cumplan con lo que nos prometieron. Sabían a lo que iban, conocían los poderes contra los que se enfrentaban, y las consecuencias que conlleva ser el gobierno de transición y cambio que prometieron ser. Un gobierno efectivo debe tener la voluntad política y el respaldo social necesarios para enfrentar a las mafias y a la corrupción. El respaldo social aún existe, pero la desesperación apremia. La lucha no es solo por un nuevo rostro en el poder sino por un sistema que priorice la justicia, la transparencia y el bienestar colectivo.

En conclusión, el peligro de un gobierno de cambio que no logre la transformación es real y debe ser abordado con seriedad. Su fracaso puede ser aún peor que haber confiado en una de las impresentables opciones. La historia nos enseña que la transformación requiere más que buenas intenciones, necesita un compromiso inquebrantable con la verdad y la justicia; requiere que sus protagonistas estén dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias para lograr los resultados prometidos. Solo así construiremos un futuro donde las promesas de cambio se traduzcan en realidades duraderas.

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