“Quien a los dieciocho años no es comunista, no tiene corazón; quien a los veinticinco sigue siendo comunista, no tiene cabeza…o no tiene honestidad” – Refrán que me contó mi madre era popular en la España de finales de los treintas del siglo pasado, donde ella vivió cuatro años como hija del Embajador de Guatemala, tras “el millón de muertos” de su espantosa Guerra Civil, que resultó en los treinta y seis años de dictadura franquista.
Un par de extranjeros, el peruano Mario Vargas Llosa, con su novela “Tiempos Recios” y un argentino, Carlos Sabino, con su biografía “Árbenz”, en las últimas semanas ha traído a la palestra a los “demonios” de la consciencia colectiva guatemalteca. Ambos autores nos hablan de una época en la que Guatemala tuvo líderes genuinos, en la que hubo auténtica discusión –y confrontación- política, en la que otros latinoamericanos, asombrados, veían en nuestra Patria a una democracia que les habían enseñado que era inalcanzable; nos hablan de una Guatemala que a los guatemaltecos de hoy les resulta no sólo lejana, sino extraña, porque hemos vivido varias décadas sin líderes auténticos, sin verdadera discusión política, sin partidos reales, en el sistema que resultó del temor –no exento enteramente de base- a tales discusiones, uno en el que el poder de la República “se volvió”, para no enredarnos, sólo “cuestión de pisto”. Los conservadores, que con el auxilio de un Estados Unidos “macartista”, creyeron ser muy astutos al romper un sueño que creían pesadilla y en su lugar pusieron una “democracia” que permitía “comprar el poder” sin hablar de política, han visto, impotentes, como algunos de los más deleznables actores del “conflicto armado interno” resultante, exmilitares y exguerrilleros, con dineros robados al Estado y a la sociedad, compraron ellos el poder y la transformaron en una efectiva “cleptocracia”, que hoy se resiste a morir. Estando en los albores de un período que podría ser el último de esa “vieja política”, y para cambiar esa realidad, primero hay que entender esta triste saga tropical, hay que “resucitar” a aquellos demonios, hay que entender qué fue lo que realmente pasó. Tanto Vargas Llosa, hoy apologista de Árbenz, como Sabino, su cuidadoso detractor, están “tocando el nervio”, al punto que “la Marro” (la Universidad Francisco Marroquín), según El País, no le dio “auditorio” a su anterior patrocinado peruano y Mario Roberto Morales, uno de los pocos marxistas de Guatemala que sí han leído a Marx, reaccionó airado en las páginas de este diario a la sugerencia del novelista, de que en realidad, Árbenz “nos pertenece” a los auténticos liberales y no a los comunistas. Mientras tanto, Sabino, “gurú importado” del conservadurismo real guatemalteco (ese cuyo adherente sofisticado se pinta “liberal”, aunque habría tildado de “chairos” a Voltaire, a Rousseau y a Montesquieu), advierte, con razón, que Árbenz era abanderado de una Revolución que perdió su inocencia en “el puente de la Gloria” y que llegó al poder “manchado de sangre”. Pero Árbenz no se puede “simplificar” a la ligera, pues llevaba a cuestas las contradicciones que aún hoy caracterizan a los chapines. Sí, se manchó, aunque probablemente sin la intención de que sucediera lo que sucedió, con la sangre de su compañero de armas y con la mentira posterior; y aún así, siguió representando el frustrado ideal de aquel cadete brillante, atleta serio y valiente de su juventud, de hacer de su Patria una república para todos los ciudadanos, hasta que por sus trágicas equivocaciones, un destino cruel, implacable y quizás inmerecido, como a un Hércules caído, inmisericordemente y con saña, lo destruyó…
Hay que empezar por el principio: hubo una vez en la que en el país de la eterna primavera tres improbables patriotas apostaron juntos a un futuro mejor para esta tierra y acertaron. No eran intelectuales, ni muy “leídos”, aunque uno de ellos tenía “la magia de la palabra hablada”. Un oficial militar “de línea”, canaleño, campechaño, Francisco Javier Arana Castro; un militar “de escuela”, quetzalteco, apolíneo, Jacobo Arbenz Guzmán; y un empresario joven, capitalino, elocuente, “el Ciudadano” Jorge Toriello Garrido, hicieron realidad lo que sólo había sido imaginación y acabando con catorce años de dictadura, nos dieron Constitución, elecciones libres y sobre todo, esperanza. Siendo ya el intelectual Juan José Arévalo Bermejo Presidente Constitucional, electo con el 85% de los votos en la elección más libre de la historia guatemalteca, su presencia era siempre saludada en los lugares púbicos, aunque la de los triunviros, aclamada. Ahí empezó a meterse el diablo: al Presidente, todos lo saludaban, pero a los triunviros, les aplaudían. Cuando él se refugió en una Embajada, en Octubre de 1,944, ellos dieron la cara, en la hora de la verdad. Él era el Presidente, sí, pero ellos eran los héroes… El “Chilacayote”, como le decían los chapines a Arévalo, era de carne y hueso y lo devoraban los celos y secretas inseguridades que contradecían su pomposa personalidad pública. Primero, logró que los Constituyentes “le dieran hueso a los dos chafas”, gestando el talón de Aquiles de la Constitución de 1,945: una estructura militar bicéfala y politizada. Arbenz, ministro de la Defensa; Arana, Jefe del Consejo Superior de las Fuerzas Armadas y el Chilacayote, “equilibrando” la popularidad de uno contra el otro. Al “Ciudadano”, su efímero Ministro de Hacienda y nunca simpático para “el chelón” por ser el más “inmanejable” de los tres, el asunto, desde el principio, le olió mal. Decía que cuando visitaba a sus amigos triunviros por sus cumpleaños, invariablemente la visita se interrumpía por un enviado “de la Presidencia de la República” que les llevaba a uno y a otro, según la fecha, un pastel con la leyenda de “para el futuro Presidente de la República”. Cuando Arévalo, en viaje de parranda con dos bailarinas del Bolshoi y un “su cuate”, se “embarrancó” (rumbo a Panajachel, entre Patzicía y Patzún, en Diciembre de 1,945), su fugaz cercanía a la muerte precipitó aún más sus ansias de “nominar” a su “heredero”: “Paco” primero, “por ser mayor” y “el Canche”, por “chiquilín”, después. Semejante osadía inconstitucional, tras un airado intercambio de insultos, resultó en la irreparable ruptura entre “el Chilacayote” y “el Ciudadano” y en el autoexilio, en México, de este último, “para no dividir más a la familia revolucionaria”…
Ya sin la sombra que le hacía Jorge, el Chilacayote le dio rienda suelta a sus inclinaciones peronistas y además de cosas muy buenas, como su defensa de los derechos de Guatemala sobre Belice y la modernización de la legislación y la praxis bancaria, educativa, laboral y de Seguridad Social, también “se metió en camisa de once varas” al reprimir a la prensa (la Ley Mordaza) y al apoyar militarmente a la “Legión del Caribe”, sin el conocimiento pleno y menos la aquiescencia, del Ejército Nacional… Al otro lado del mundo, una Unión Soviética victoriosa apoyaba la guerra que le hacía Mao a Chiang Kai Shek y en 1,948, intervino en Corea en violación del acuerdo del fin de la segunda guerra. Los EEUU aprobaron “el Plan Marshall” para Alemania…era “la guerra fría”. Mientras tanto, Guatemala, “ese lugar en el que hay piedras que flotan, madera que se hunde y donde ‘cómo nó’ quiere decir sí”, hizo del moreno oficial “de línea” el abanderado de “la derecha” y del “canchito” oficial “de escuela”, el abanderado de “la izquierda”, en una sociedad que apenas empezaba a aprender qué significaba cada cosa. A uno le hablaban al oído los finqueros y los ejecutivos de “la frutera”; al otro, los intelectuales, a quienes conocía en la vida bohemia que a su alrededor orquestaba María Cristina Vilanova Castro, despierta, inteligente y a veces “caprichuda” heredera salvadoreña, su mujer. Hermosa y vivaraz, “la Maruca” se veía en el espejo de una Eva Perón que en Argentina seducía a las multitudes, a “los descamisados” y al mismo tiempo, personificaba a Christian Dior… Veía aquello y “apachaba el ojo”. En 1,949, la verdadera y persistente tragedia de Guatemala, estaba por comenzar…
*Publicado en la sección de Opinión de elPeriodico el 10 de diciembre de 2019
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