La corrupción en la construcción de obra pública en períodos de gobierno de cuatro años se manifiesta de múltiples maneras, pero si lo analizamos en relación con la meta que consiste en brindar soluciones y facilidades para la población, detectamos dos tipos, el muy conocido de mala intención (comisiones) y el producto de la omisión (impotencia) por incompetencia o ignorancia.
El primero es sencillo, la combinación de constructores y funcionarios inmorales hace imposible que un proyecto se contrate como sucede con la iniciativa privada, que combina juicio, calidad comprobada del ejecutor, confianza y precio para designar a un proveedor, autorizando formalmente la realización de la obra y pagando de acuerdo con lo convenido. Esta ecuación sencilla se corrompe cuando se pone a competir en papel, tras negociaciones fuera de la mesa, saltando trampas de transparencia que logran el efecto contrario, para designar siempre a dedo a los proveedores, pero con una figura que involucra la posibilidad de beneficios materiales. Eso es inaceptable, y para evitarlo no se requiere nuevas leyes ni impedimentos, ni más fiscalizadores, sino gente honrada al frente de las instituciones.
Por otro lado, mucho peor y más dañina es la corrupción de la incompetencia, porque funcionarios que estimamos correctos caen en el pantano de la falta de acción y suspenden proyectos sospechosos, pensando en el trato y no en la finalidad de la obra. En este sentido, la población pierde dos veces, en recursos y en tiempo que vale oro, y esto último es lo peor, porque se estancan las soluciones y los ciudadanos son afectados. En tal caso, mientras los funcionarios se pelean o dirimen sus diferencias en los juzgados, los ciudadanos continúan esperando.
La obra pública es de beneficio colectivo. Si se realiza con comisiones está muy mal, pero por lo menos funciona, mientras que, al suspender la obra por buenas razones, la corrupción se multiplica y la pérdida de recursos aumenta. Es terrible, pero los mañosos habrán hecho menos daño a los ciudadanos.
La corrupción no debería aceptarse en ninguna de las dos vías, ni por manos largas ni por incapacidad. Y mucho daño hace la turba de los supuestos fiscalizadores que detienen por oficio la obra pública, por hábito, o para hacerle daño político a sus opositores.
El propósito debe ser siempre la realización de la obra para los ciudadanos. No hacerla es corrupción, por mala intención o falta de acción, y para las dos categorías hay un lugar en los nueve círculos del infierno de Dante.
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