Rara vez se piensa en la existencia de una relación directa entre la corrupción que se vive en el Estado guatemalteco y la responsabilidad fiscal de sus ciudadanos; evidentemente el guatemalteco por lo general no percibe como responsabilidad personal el pago de impuestos. Aunque sí existe una correlación incontestable entre corrupción y débil conciencia ciudadana y fiscal.
Pero la razón para esa injustificable actitud es que al no pagarse impuestos de forma directa, la persona considera que no hay problema con que el dinero que pertenece al fisco se dilapide de forma arbitraria y hasta descarada por algunos funcionarios de turno.
Está claro que el Gobierno requiere de los recursos que recauda para financiar las actividades que le corresponden dentro de lo que se conoce como “el sector público”, y dentro de esos recursos que recauda el Gobierno los impuestos son normalmente los mas importantes por su mayor cuantía. Y para que ello funcione de forma permanente debe existir una interacción entre el Gobierno y las personas que viven en el Estado, sus ciudadanos.
El ser ciudadano, ese derecho que se nos otorga de vivir en sociedad, se ejerce plenamente cuando la persona cumple tres principios básicos: la participación, la pertenencia y los derechos; esta forma de entender la ciudadanía supera la consideración tradicional de solo derechos y deberes, al incluir la noción de pertenencia, la que hace referencia a ser parte de una comunidad real. Y es esa participación en comunidad lo que obliga al compromiso fiscal. Solo entonces se puede hablar de la verdadera ciudadanía, cuando se es consciente y se pagan impuestos directos. Al fortalecerse su responsabilidad fiscal, la corrupción cede, se reduce, pues son sus recursos los que el Gobierno administra.
Pero para infortunio, en nuestro País se escucha reiterativamente que “no importa que el funcionario público haga en su función negocios personales, que robe, pues el dinero no viene de mi bolsa”. Ello es, en definitiva, resultado de la ignorancia sobre cómo funciona la economía del país, pues se piensa que el dinero tiene un origen etéreo, indescriptible, producido antojadizamente por un ente lejano y desconocido; si mucho se llega a pensar que ese dinero se produce en el Banco de Guatemala y al antojo de los funcionarios que lo dirigen.
Por tanto, lo que se espera de las personas es profesar una verdadera, auténtica y concienzuda ciudadanía fiscal, entendida como el pacto simbólico entre el Estado y su función de servicio al ciudadano, y como la responsabilidad del ciudadano de contribuir en lo que le corresponda al sostenimiento del Estado.
La ciudadanía fiscal debe verse como parte del conjunto de valores que se manifiestan en la vida en común; obviamente debe también fundamentarse en la confianza del buen uso de los recursos así como del respeto a la ley y a la conciencia de solidaridad entre los individuos del conjunto de la sociedad.
Para ello conviene un pacto fiscal, método mediante el que la sociedad se pone de acuerdo sobre el Estado al que aspira llegar y el costo de ese Estado ideal.
Quizá ha llegado el momento de acordar un nuevo pacto fiscal; una discusión sobre ello sostenida por instituciones formales, capaces y responsables seguramente aportará mejores resultados que la actual forma de estructurar presupuestos de la Nación en que participan un sistema de Consejos de Desarrollo corrupto y un Congreso en que prevalecen intereses mezquinos.
Quetzaltenango, abril de 2024
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