Cambiar para que nada cambie

Hugo Maul R.

marzo 10, 2025 - Actualizado marzo 10, 2025
Hugo Maul R.

Las reformas institucionales suelen anunciarse con gran expectativa: nuevas agencias, nuevas leyes, nuevos procedimientos que, en teoría, cambiarán la forma en que se gestiona lo público. Sin embargo, muchas veces estas instituciones terminan funcionando exactamente como las que vinieron a reemplazar. Se crean con un diseño moderno, pero al poco tiempo ya operan bajo las mismas reglas informales del pasado. Este fenómeno no es casualidad ni un simple fracaso administrativo. Es lo que Pritchett, Woolcock y Andrews han llamado mimetismo isomórfico: cuando los gobiernos de países en desarrollo copian estructuras de países avanzados sin desarrollar la capacidad real para que esas estructuras funcionen. En apariencia, las instituciones son modernas, pero en la práctica siguen respondiendo a las mismas redes clientelares, a los mismos actores de poder y a los mismos incentivos de siempre. esta modernización es superficial, pues la nueva institucionalidad no transforma las dinámicas de poder ni las prácticas burocráticas informales preexistentes,

Este mimetismo isomórfico es particularmente problemático en contextos donde las instituciones son diseñadas desde arriba sin modificar la forma en que se ejercen las decisiones en el día a día. Aun cuando una nueva institución nazca con autonomía, financiamiento asegurado y reglas claras, sigue enfrentando una amenaza más profunda: la absorción progresiva de sus reglas por parte del viejo sistema. Este proceso no ocurre de inmediato ni de manera visible, sino que se infiltra silenciosamente, a través de la burocracia y los operadores tradicionales del sector.

El primer mimetismo, el exógeno, es deliberado y visible. Se crean agencias con nombres nuevos, se redactan leyes que garantizan su autonomía, se adoptan estructuras basadas en modelos internacionales. Esta fase responde a la lógica del isomorfismo institucional, (Meyer y Rowan, 1977): se imitan formas organizacionales modernas y novedosas, no necesariamente porque sean más eficaces, sino porque otorgan credibilidad dentro de un campo político y administrativo determinado. En apariencia, se trata de un avance institucional, pero en muchos casos, estas reformas solo logran maquillar el viejo sistema sin modificar sus prácticas fundamentales.

El segundo mimetismo, el que ocurre por capilaridad, no es visible en los anuncios de reforma ni en las disposiciones legales. Ocurre silenciosamente, desde dentro de la burocracia misma, cuando los operadores del sistema comienzan a insertar sus propias prácticas en la nueva estructura. Este proceso no es inmediato, pero es inevitable si no hay mecanismos para resistirlo. La burocracia de nivel medio y bajo—quienes realmente ejecutan las reglas— no cambian su forma de operar solo porque existe una nueva estructura, sino adaptan la nueva institución a la lógica que ya conocen, hasta hacerla indistinguible del resto del aparato estatal. Este es el fenómeno de la capilaridad: así como el agua asciende lentamente por los poros de un material, las prácticas informales se filtran dentro de la nueva institución, deformándola poco a poco. No es un golpe de captura repentino, sino un proceso gradual en el que, sin darnos cuenta, la organización ya no se parece a lo que fue concebido en papel.

Al final de cuentas, las organizaciones no operan en el vacío. Al contrario, dependen de actores que controlan su financiamiento, de redes políticas que definen su margen de acción y de un cuerpo burocrático que interpreta sus reglas y las ejecuta según su propia experiencia previa. Si estos elementos no cambian junto con la institución, la nueva arquitectura organizacional termina funcionando con las mismas reglas que existían antes de su creación.

El mayor peligro de cualquier reforma es que termine diluyéndose dentro del mismo sistema que pretendía cambiar. No basta con nuevas leyes ni con copiar modelos de otros países. Si los incentivos siguen intactos, las nuevas instituciones no reforman el sistema, sino que son deformadas por él. Es necesario reconocer que cualquier intento de reforma institucional que no altere la matriz de incentivos que define el comportamiento organizacional está condenada al fracaso. No hay cambio real sin transformación del entorno en el que la institución debe operar. Y cuando esa transformación no ocurre, lo nuevo siempre termina pareciéndose a lo viejo.

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