2 de febrero 1851, Batalla de la Arada

Fernando González Davison

febrero 6, 2025 - Actualizado febrero 5, 2025
Fernando González Davison

Hace unos días nuestro presidente Bernardo Arévalo conmemoró un año más de esa gesta en donde mil quinientos soldados guatemaltecos al frente de Rafael Carrera derrotaron  a más de seis mil tropas de Honduras y El Salvador cuando era presidente interino de Guatemala el general Mariano Paredes. La victoria de esa guerra en las inmediaciones de Chiquimula evitó que el oriente nacional pasara  a ser territorio salvadoreño y que el Estado de Los Altos se desmembrara del territorio nacional, lo que habría dejado muy pequeño nuestro territorio. Los párrafos siguientes son mis apuntes sobre la cruenta batalla donde brilla el ingenio militar de Carrera:

“Carrera señaló antes de la batalla que en el ejército enemigo no venía alguien tan listo como Morazán, porque en este mismo lugar en 1829 él no atacó a las tropas de Arzú, sino que con Nicolás Raoul se fue directo a la indefensa capital y vencieron al clan Aycinena luego de un mes de escaramuzas en las inmediaciones de la capital. Quizás Saget se lo habría recordado al salvadoreño, pero pesó más el odio de Doroteo Vasconcelos por Carrera, que lo hizo cometer tan garrafal error. (Carrera en ese año era un joven soldado de quince años de edad).

“Temerario, en la tarde del uno de marzo de 1851, Carrera se acercó a las blancas tiendas de campaña del ejército cuzcatleco y comenzó a insultar a Vasconcelos a gritos y los soldados le dispararon. Vasconcelos dio la orden a sus jinetes de perseguirlo para acabar con él de una vez por todas y puso en movimiento su tren de guerra. Así, sus tropas iniciaron el ascenso hasta llegar a las orillas del río San José, cerca de la aldea La Arada, donde se detuvo, quedando los soldados guatemaltecos del otro lado de la orilla. Ese atardecer, Vasconcelos miraba con su catalejo a los guatemaltecos detrás del suave afluente, mientras Carrera lo observó también. Entendieron que la batalla comenzaría mañana temprano dos de febrero, día de la Virgen, de buen augurio para Carrera porque la veneraba. Mandó hacer trincheras por si el enemigo realizaba un ataque nocturno.

“Según los espías de Paredes, el coronel francés Saget le advirtió a Vasconcelos que el terreno era desventajoso para ellos, pues el enemigo estaba pendiente arriba, pero le respondió que no sería problema atravesar ese riachuelo para vencer a ese ejército tan pequeño.

“De tal forma que los ejércitos aliados de Honduras y El Salvador  pernoctaron junto a los guatemaltecos tan solo separados por el río lleno de musgos, cañaverales y plantas silvestres en las orillas, mientras Carrera no dijo a sus oficiales que la artillería estaba camuflada en la cresta del peñón sobre el río San José. Así, las horas pasaron, la mayoría la noche en vela, entre estornudos esporádicos, iluminados todos por un festival de luciérnagas, mientras una docena colocaba palos en x e en caso de un ataque por sorpresa por los vacíos de las vegas de cañas. Sin embargo, despuntó el alba con una suave brisa fresca. Carrera dividió sus tropas en tres secciones: el ala izquierda al mando de Cerna y Solares; Bolaños a la derecha, y él al centro. Solares opinó que se debían traer a los quinientos hombres dejados en la retaguardia, pero Carrera insistió en dejarlos en Chiquimula en prevención que el enemigo maniobrara y se fuera directo a la capital.

“Sin haber dormido bien, al despertar bajo los primeros rayos del sol los combatientes bebieron agua y comieron un bocado de totoposte  listos para la inevitable contienda: los salvadoreños iniciaron el combate a las 8:30 de la mañana en los tres puntos indicados disparando sus fusiles, tomando la iniciativa con fuego vivo, pero fueron repelidos una y otra vez al igual que cuando llegaron a nuestras trincheras con el mismo resultado, pues los cañones camuflados y que no habían sido vistos por el enemigo  rugieron como dragones de fuego sin parar cuando atravesaron el río. A la tercera carga, los soldados de ambos bandos luchaban caballo contra caballo, cuerpo a cuerpo con sus afiladas bayonetas y espadas. En ese momento Cerna mandó poner fuego a los cañaverales que flanqueaban la vega del río donde operaba el ejército invasor y, al ponerle aceite y prenderlo, en segundos se produjo un incendio entre las cañas que tronaban como si fueran disparos y el enemigo creyó que era un movimiento envolvente, mientras Crrera subía la mano para que continuara la artillería dispuesta sobre el peñón cañoneando a los contrarios. ¡Cómo vomitaban fuego y humo los estrepitosos cañonazos! Así, de pronto, muchos enemigos fueron víctimas de las explosiones repitentes, muertos o heridos atrozmente, otros se ahogaban en las aguas en medio de los estallidos, los caballos encabritados lanzaban al aire a sus jinetes, mientras y otros potros más se sumergían hasta los ijares hasta hundirse. Casi a medio día Saget, sin poder hacer nada y exhausto, ordenó tocar retirada a ciertas tropas, pero al oír ese toque las demás creyeron que era la orden general de retirada y comenzaron a huir para no morir en esa carnicería… En la tarde, todo se calmó, aunque el coro de lamentos de los heridos era general, llevados por las mujeres a curarlos a la sombra de los árboles, entre el humo y las cenizas, cientos de cadáveres enemigos flotaban o estaban hundidos en el río y en los lodazales, pero ninguno sabía el paradero del patrón. Buscaron por todos lados sin resultado, hasta que un soldado dio con su caballo herido que se quejaba de dolor y a su lado estaba un oficial chapín con el rostro y uniforme enlodados, la espada sostenida firme por sus dedos, los ojos cerrados, la nariz ceniza. El soldado al tratar de quitarla el que parecía muerto abrió los ojos y se puso de pie como un resucitado y, tambaleando, se limpió el rostro con la manga sucia preguntando al soldado ¿quién obtuvo la victoria? Le respondió que era toda suya y los demás en coro gritaron “¡Viva Carrera!” y con la mano engarrotada elevó su espada al cielo aún incrédulo.

“Mientras se lavaba el rostro en el río le dieron un rápido recuento de las bajas: solo treinta guatemaltecos habían muerto y cien quedaron heridos, en tanto quinientos enemigos estaban sumergidos sin vida en el fondo con sus caballos encima, chamuscados para la eternidad en ese légamo negro. Sin dudarlo, ya repuesto y con ropa limpia, Rafael dirigió a los quinientos hombres frescos de su reserva y los llevó a perseguir a los fugitivos salvadoreños mientras los soldados de infantería gritaban y coreaban: “Vamos llenos de valor con el indio Carrera a San Salvador”.

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