En los últimos años, la región centroamericana y en especial Nicaragua y El Salvador han vuelto a llamar la atención internacional como ejemplos de la batalla que se está librando a nivel mundial y latinoamericano por desmantelar o profundizar la democracia. Pero lo que está en juego es algo más que la democracia, es el desarrollo de los países y el bienestar y la calidad de vida de su población.
Es evidente que, actualmente, la democracia representativa como la conocemos ya no responde a las demandas y necesidades de la gente. Hay una percepción ciudadana cada vez más generalizada de que los sistemas democráticos no resuelven problemas fundamentales y muy sentidos como la pobreza, la injusticia, la desigualdad y la seguridad.
En América Latina y el Caribe, en particular, la democracia vive un momento crítico. Alrededor de un 48 por ciento de la ciudadanía, según el Latinobarómetro, no se siente satisfecha con la democracia y el apoyo al autoritarismo no para de crecer (situándose en 17 por ciento en 2022). Existe la percepción entre una parte muy importante de la ciudadanía de que “se gobierna en función de los intereses de unos pocos”. Esto ha posibilitado que emerjan profetas y caudillos que postulan modelos autoritarios y dictatoriales ofreciendo soluciones que tienen como condición de posibilidad desmontar o dinamitar los regímenes democráticos.
En esta perspectiva, Centroamérica nos ofrece dos ejemplos en Nicaragua y El Salvador que revelan con una gran pedagogía, dos rutas para la construcción de estos nuevos regímenes autoritarios o dictatoriales.
En esta ocasión, no vamos a analizar ambos procesos integralmente, sino queremos centrarnos en un aspecto más específico que muy poco se ha abordado y es la importancia que tiene para el éxito de estos modelos cancelar los endebles procesos de descentralización del Estado que se venían impulsando, cerrando así el paso al desarrollo de los territorios.
Es importante recordar que los niveles de desarrollo territorial y de descentralización de los Estados en los países centroamericanos han sido muy débiles, a pesar de ser temas que han venido presentando muy altos niveles de discusión y debate y múltiples propuestas de diferentes organizaciones de la sociedad civil y de la academia.
Lo que está sucediendo en Nicaragua y El Salvador, la manera en que sus presidentes han puesto la mirada política en los gobiernos locales presenta similitudes de las que se pueden extraer varias lecciones para el resto de los países de la región. En ambos casos se apunta a reducir al mínimo la capacidad de los gobiernos subnacionales para ofrecer soluciones efectivas a los problemas que tiene la sociedad en el territorio. Y en ambos casos los presidentes se constituyen como el poder único que puede ofrecer dichas soluciones.
En el caso de Nicaragua, Daniel Ortega, después de una serie de maniobras y pactos políticos se enfrentó en las elecciones presidenciales del 2006 a una derecha dividida y ganó en primera vuelta con el 38 por ciento de los votos. Una vez presidente, utilizó la Corte Suprema para ser candidato legal para su propia sucesión en 2011, dejando sin efecto la prohibición del continuismo vigente hasta entonces.
En 2008, el Consejo Supremo Electoral impidió la participación del Movimiento de Renovación Sandinista en las elecciones municipales, que fueron un fraude masivo. Tres años después, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FLSN) ganó las legislativas luego de una preparación opaca y clientelista y de un escrutinio plagado de irregularidades. El partido obtuvo dos tercios de los escaños de la Asamblea, lo que le daba una mayoría absoluta para votar a favor de una reforma constitucional que permite ahora la reelección presidencial indefinida.
Un nuevo paso hacia el pleno control institucional del Estado se produjo en vísperas de las elecciones parlamentarias de 2016. El Tribunal Supremo, con mayoría de jueces sandinistas, prohibió que una coalición de opositores estuviera representada por el partido Liberal Independiente, posible contrincante en futuras elecciones. Los diputados de esta organización y otros aliados que no admitieron la imposición de un nuevo líder de grupo (en conjunto con el FLSN) en el parlamento fueron despedidos de su mandato. Esta maniobra golpeó severamente el pluralismo y cedió todo el poder al sandinismo, cuyo jefe, el presidente Daniel Ortega, avanzó en su ruta hacia un autoritarismo dinástico con la nominación en 2016 de su esposa Rosario Murillo como candidata a la vicepresidencia.
Pero el binomio Ortega-Murillo no se detuvo allí. Necesitaba superar aún un obstáculo institucional para terminar de cerrar los espacios democráticos y las posibles trincheras de la oposición: los gobiernos municipales. Ello implicaba detener o dinamitar el proceso de descentralización y someter a las autoridades locales al mando central.
Así, el gobierno central redujo el porcentaje de las transferencias a los municipios del 10 por ciento establecido en la Ley, al 4 por ciento de los ingresos tributarios del Presupuesto General de la República en el 2020.
Y luego en noviembre de 2022, en las elecciones de las 153 autoridades municipales de los 15 departamentos y dos regiones autónomas en la Costa Caribe que conforman el territorio de nicaragüense, el partido FSLN se consagró ganador en las 153 municipalidades. Estas elecciones como bien señaló la Unión Europea carecieron de competencia y credibilidad, razón por la cual fueron consideradas “no democráticas ni legítimas”.
A partir de ese momento, pues, el gobierno nacional, y el partido político del binomio presidencial Ortega-Murillo, ejerce un control absoluto sobre los gobiernos subnacionales que actúan bajo su dictado. Con esto, la oposición ha sido suprimida también en el ámbito local, lo que implica que no existe más una pluralidad democrática en el país. Con ello se consuma la centralización plena del poder del Estado en el órgano ejecutivo y se consolida el nuevo régimen autoritario bajo el mando único del presidente Daniel Ortega y la vicepresidenta Rosario Murillo.
En el caso de El Salvador, el guion de construcción de un régimen autoritario y antidemocrático encabezado por el presidente Nayib Bukele ha sido similar, aunque con algunas características diferentes. El punto de partida fue la elección democrática del presidente en 2019 y de la Asamblea Legislativa en 2020.
Pero inmediatamente y como primera acción decidió destituir y reemplazar a los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y al fiscal general de la República.
El 31 de agosto, los legisladores aprobaron dos leyes que destituyeron a jueces y fiscales mayores de 60 años o con más de 30 años de servicio. Estas leyes disponen que la Corte Suprema y el fiscal general concedan excepciones para que jueces mayores de 60 años o con más de 30 años de servicio permanezcan en su cargo por “razones de conveniencia del servicio” o por “la complejidad o [la] especialidad de sus funciones”. La ley afecta a un tercio de todos los jueces del país. Esa demolición de la independencia judicial fue su tercer paso en el desmantelamiento de la institucionalidad democrática del Estado.
Pero al igual que Ortega, se dio cuenta que si quería cerrar el último reducto institucional de la democracia y la oposición política tenía que apuntar al debilitamiento estratégico de los municipios y los gobiernos locales.
Así empezó también por la asfixia financiera. La Asamblea Legislativa realizó reformas a la ley del Fondo para el Desarrollo Económico y Social de las Municipalidades (Fodes) para reducir las transferencias gubernamentales a los gobiernos municipales del 10 por ciento de los ingresos corrientes netos del Presupuesto General del Estado, al 1.5 por ciento de los mismos, para cubrir su funcionamiento administrativo. La transferencia del Fodes constituía, con diferencia, la principal fuente de ingresos, representando, en términos agregados, más del 50 por ciento de los ingresos de los municipios. Los gobiernos municipales sin fondos para impulsar el desarrollo local. Como complemento creó la Dirección de Obras Municipales (Dom) dependiendo directamente de la presidencia para que se hiciera cargo, en adelante, de impulsar y repartir los proyectos municipales.
En 2021, por solicitud del órgano Ejecutivo, fue disuelto por la Asamblea Legislativa el Instituto Salvadoreño de Desarrollo Municipal (ISDEM) que contaba con el Centro de Formación Municipal (Cfm).
Sin embargo, Bukele dio un paso más audaz que Ortega-Murillo y a través de una reforma político-administrativa realizada por la Asamblea Legislativa en 2023 (Decreto Legislativo No. 762, ley especial para la reestructuración municipal: Integración de los departamentos, municipios y distritos municipales), produjo una drástica reducción de municipios de 262 a 44.
Sobre esa base, en las últimas elecciones municipales realizadas en 2024, Nuevas Ideas, el partido de Bukele, obtuvo 26 y en coalición con Cambio Democrático (Cd) obtuvo otras dos para un total de 28. Los partidos aliados del oficialismo ganaron 15, con lo cual suman 43, dejando un solo gobierno municipal en manos de la oposición.
Con este conjunto de reformas, el gobierno salvadoreño ha logrado debilitar estratégicamente a los gobiernos municipales y someterlos al poder ejecutivo, cerrando así el círculo del alineamiento del poder institucional del Estado a la presidencia, lo que le permite instalar un régimen autoritario y antidemocrático.
El auge autoritario que se observa en estos dos países de la región nos muestra de manera cristalina cómo la ruta hacia la construcción de un régimen autoritario y antidemocrático pasa necesariamente por la supresión o el debilitamiento estratégico de la descentralización del Estado y los gobiernos subnacionales, en este caso, municipales. De allí la necesidad de impulsar reformas dirigidas a limitar su capacidad política y operativa, en especial si están en manos de la oposición. Ello incide no solo en la capacidad de estos de impulsar políticas públicas que respondan de manera efectiva a los desafíos que tiene la ciudadanía y los operadores de sus territorios, sino que también debilita la función de control democrático que los gobiernos subnacionales deben ejercer sobre las instancias del poder central.
Las reformas que avanzan en Nicaragua y El Salvador son una muestra de la involución que sufre la agenda de la descentralización y el desarrollo territorial en muchos países latinoamericanos, en especial en los países de corte autoritario.
Debilitar la capacidad que tienen los gobiernos locales de dar respuesta desde la proximidad a las necesidades y aspiraciones de la ciudadanía va en detrimento del bienestar y la prosperidad y pone en riesgo el contrato social. Pero también ahonda la desconfianza en lo público y en la democracia como sistema para la acción colectiva. Contrarrestar esta dinámica requiere volver a situar la agenda de la descentralización y de la democracia local en el centro de las prioridades de la región centroamericana y de cada uno de sus países.
La lección entonces es muy clara: impulsar la descentralización efectiva del Estado y distribuir de manera adecuada su poder en los diferentes territorios, así como fortalecer la autonomía y la capacidad de los gobiernos subnacionales electos popularmente, constituyen una pieza estratégica en el fortalecimiento de la democracia y en la prevención del surgimiento de dictaduras o regímenes autoritarios, así como en su combate y superación.
La ciudadanía, los diversos actores y fuerzas sociales de El Salvador y Nicaragua y de los demás países centroamericanos, así como la comunidad internacional no deberían ignorar lo que está pasando en los dos países, si no quieren ver como el autoritarismo se consolida en sus países y a escala regional y global.
Alberto Enríquez es consultor internacional y docente universitario.
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