Ilustraciones: Amílcar Rodas

Entre la utilería doméstica en muchas de las casas chapinas de antaño, era usual encontrar una serie de adminículos y objetos relacionados específicamente con el mantenimiento de la buena salud física de los habitantes del hogar.

Los médicos no abundaban en la Guatemala urbana de principios del siglo pasado, y en la ciudad capital, por ejemplo, el hospital San Juan de Dios era el único en su tipo, el más famoso y completo, pero asistía solo casos extremos, operaciones, epidemias o accidentes. Las casas de salud de atención privada como la de los doctores Ortega eran muy escasas y costosas, por lo cual muchos de los problemas de salud se resolvían en casa guiados por algún facultativo, la experiencia de los mayores o por el saber popular, el cual se transmitía de generación en generación como un verdadero legado.

Las amas de casa de antes eran las encargadas de resolver los problemas inmediatos de la salud de su tribu, con procedimientos que comprendían desde recetar el número de cuchadas de aceite de ricino o de aceite de castor que debía tomar el pequeño para resolver su empacho o estreñimiento, hasta preparar las aguas, tisanas e infusiones para calmar los nervios, cólicos, hipos, sustos o el mal de ojo  del bebé.

Estas mujeres, arrechísimas en preparar menjurjes y lograr maravillas,  manejaban con destreza un equipo esencial de salud: envases, tripas  y pipetas para las temidas lavativas; el termómetro de vidrio y mercurio para medir la fiebre, el cual introducían sin recato en la boca, axila o trasero del bebé, niño o adulto, de acuerdo con el caso; la bolsa de agua caliente, la cual sustituían con ingenio por una botella vacía de vino de grueso vidrio y tapón de corcho; las campanitas de vidrio para las ventosas y el equipo de palangana y cuchillo filudo para realizar las medievales sangrías. El sacaleches, bomba de pera para sacar mocos, la jarrillita china para el agua salina para los baños de nariz, hasta el equipo de agujas y jeringas de vidrio para inyectar las vitaminas B o C, o las inyecciones de leche del laboratorio Vizcaíno, las cuales, aseguraban mis padres, curaban de todo, desde las diarreas crónicas hasta la anemia de la sangre.

Toda esta utilería casera se almacenaba en armarios dedicados para tal efecto, pues no era apropiado compartir el espacio de otros cacharos como ollas, sartenes y cazuelas de la cocina con las bacinicas de peltre, el urinario, el pato, las palanganas o las pipetas del lavado.

Este equipo casero se iba coleccionando con el paso del tiempo, poco a poco, debido a las limitaciones de la época y se empleaban en distintas ocasiones en habitaciones dispuestas con antelación para menesteres como la atención de los partos, pequeñas operaciones e incluso para cuidar a los enfermos de tuberculosis.  

Quizás porque fui la última de seis hermanos y nací para festejar las bodas de plata de mis padres, ya encontré bastante completo el armario del equipo médico de mi casa, cuya vista me aterrorizaba, guardado en el armario del baño.  Mi madre lo utilizaba con la destreza y saber de los años cual enfermera graduada o ayudante de medicina: bolsa de tela impermeable de cuadritos y tapadera de metal para hielo para mitigar el dolor de muela; la bolsa de hule con agua caliente para el cólico; las temidas lavativas de jabón para aliviar el estreñimiento; el pato y el urinario para cuando el paciente no podía caminar hasta al baño, en tiempos en que el único remedio para curarse la hepatitis era la inmovilidad completa.