Una revelación de la poesía de César Vallejo

Para Vallejo, la fuerza colectiva del amor es superior a la muerte, es capaz de derrotarla. El poder de resucitar a los muertos, que es propio y exclusivo de Dios, lo adquieren los hombres vivos cuando aman de verdad.

Camilo García Giraldo

octubre 27, 2024 - Actualizado octubre 26, 2024

Heidegger defendió la urgencia, en los tiempos modernos, de comenzar a pensar de una nueva manera, diferente a la tradicional, marcada por el predominio de la lógica. Además, una nueva manera que se sustente en el lenguaje poético, que tiene siempre el poder de abrir un sentido del ser, es decir, un pensar poético porque los poetas siempre tienen la capacidad de fundar el sentido del mundo. Pero los poetas al abrir el sentido de ser o de algo en el mundo, lo que hacen es revelar ese sentido que estaba o existía oculto a la mirada de los hombres; un sentido realmente existente que, sin embargo, estaba ausente de su saber y su conciencia. La tarea primordial de todo poeta es, entonces, “desocultar” con las palabras del lenguaje que siempre están llenas de sentido, el sentido de algo esencial de la vida y el mundo para que todos los demás seres humanos accedan a él, y así lo puedan ver y comprender.   

En la excepcional obra poética de César Vallejo encontramos varias revelaciones esenciales. Una de las más importantes y significativas, a mi juicio, es la de mostrarnos el verdadero rostro o identidad de Dios, que había permanecido oculto y desconocido para todos los creyentes cristianos durante más de 2000 años. Identidad que no está dada como siempre han creído en el amor sino, al contrario, en el odio como lo dice en su famoso poema Los heraldos negros, y que se manifiesta en los constantes e innumerables golpes o castigos que propina a sus hijos, a las creaturas supremas de su creación, los seres humanos; golpes que los hacen sufrir inmensamente, que les provocan un gran dolor en el alma:

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!/ Golpes como del odio de Dios, como si ante ellos,/ la resaca de todo lo sufrido/ se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

Es, entonces, Dios atrapado en este sentimiento de odio hacia los hombres el que se convierte en el principal causante de los sufrimientos que acompañan sus existencias. Pero, ¿Por qué Dios es capaz de realizar estos actos en contra de sus hijos? ¿Cómo es posible que Él, como padre supremo, golpee y castigue sin descanso a los frutos más notables de su creación, para que sufran, para que sean infelices?

Y es el propio Vallejo el que encuentra y nos da la respuesta a esta pregunta que él mismo plantea en sus poemas: Dios hace sufrir a los hombres no solo porque su ser y existencia se identifica con el odio sino también porque nunca ha sufrido, porque nunca ha sentido ningún dolor en su ser; y, por lo tanto, no sabe lo que es el sufrimiento. Dios es un ser totalmente a ajeno al sufrimiento, no sabe lo que es, porque él mismo nunca ha sufrido tal como nos lo dice en su poema Los dados eternos:

Dios mío, estoy llorando el ser que vivo;/ me pesa haber tomádote tu pan;/ pero este pobre barro pensativo/ no es costra fermentada en tu costado;/ ¡tú no tienes Marías que se van!

Dios mío, si tú hubieras sido hombre,/ hoy supieras ser Dios;/ pero tú, que estuviste siempre bien,/ no sientes nada de tu creación./ Y el hombre sí te sufre, ¡el Dios es él!

Por eso son los hombres los que deberían ser el verdadero y auténtico Dios, porque sufren, porque sienten dolor en el interior de su ser. Y este sufrimiento fundamental que Dios nunca ha vivido contiene un valor superior a Él. Por eso son los seres humanos que sufren los que deberían ser Él. Pues el acto de sufrir es el que constituye el fundamento de la verdadera divinidad. El sufrimiento que viven los hombres los eleva a la dignidad de lo divino. Es ahí donde les aparece el verdadero rostro de su divinidad.  

Sin embargo, la existencia de los seres humanos no está irremediablemente consumida en sus sufrimientos. Pues llegará un día en el que cada persona que sufre, el desgraciado, recibirá el calor humano, el amor y el apoyo solidario de otro u otros. Y así su sufrimiento desaparecerá, o por lo menos, se aliviará. Si los hombres deciden un día dar atención y apoyo solidario a los pobres y desgraciados, a quienes sufren hambre y necesidades, lograrán liberarlos de esas desgracias y sufrimientos físicos y materiales que los afligen. No es Dios el que pueden lograrlo sino son los propios hombres que los pueden conseguirlo si se lo proponen un día, tal como lo expresa en su gran poema Los desgraciados:

Ya va a venir el día; da/ cuerda a tu brazo, búscate debajo/ del colchón, vuelve a pararte/ en tu cabeza, para andar derecho./ Ya va a venir el día, ponte el saco.

Ya va a venir el día; ten/ fuerte en la mano a tu intestino grande, reflexiona/ antes de meditar, pues es horrible/ cuando le cae a uno la desgracia/ y se le cae a uno a fondo el diente.

Necesitas comer, pero, me digo,/ no tengas pena, que no es de pobres/ la pena, el sollozar junto a su tumba;/ remiéndate, recuerda,/ confía en tu hilo blanco, fuma, pasa lista/ a tu cadena y guárdala detrás de tu retrato./ Ya va a venir el día, ponte el alma.

Ya va venir el día, pasan,/ han abierto en el hotel un ojo,/ azotándolo, dándole con espejo tuyo…/ ¿Tiemblas? Es el estado remoto de la frente/ y la nación reciente del estómago.

Roncan aún… ¡Que el universo se lleve este ronquido!/ ¡Cómo tus poros, enjuiciándolo!/ ¡Con cuantos doses ¡ay! ¡Estás tan solo!/ Ya va a venir el día, ponte el sueño.

Ya va venir el día, repito/ por el órgano oral de tu silencio/ y urge tomar la izquierda con el hambre/ y tomar la derecha con la sed; de todos modos,/ abstente de ser pobre con los ricos,/ atiza/ tu frío, porque en él se integra mi calor, amada víctima./ Ya va a venir el día, ponte el cuerpo.

Ahora bien, si son los seres humanos los que merecen ser Dios, adquieren, entonces, el poder “sobrenatural” de resucitar o revivir a los muertos, es decir, adquieren el poder supremo de Dios, el de vencer la muerte natural de sí mismos.  Para Vallejo este poder sobrenatural les surge de la fuerza trascendental que tiene el amor cuando es compartido y vivido por todos, cuando es toda la humanidad la que se lo expresa a los muertos. La fuerza colectiva del amor es superior a la muerte, es capaz de derrotarla. Dice en su poema Masa:

Al fin de la batalla,/ y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre/ y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»/ Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:/ «¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»/ Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo./ Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,/ clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!»/ Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,/ con un ruego común: «¡Quédate hermano!»/ Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Entonces todos los hombres de la tierra/ le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;/ incorporóse lentamente,/ abrazó al primer hombre; echóse a andar…

Esta capacidad extraordinaria del amor de revivir a los muertos cuando es expresado y transmitido por toda la humanidad confirma y refuerza para Vallejo el carácter divino que tiene esa humanidad. El poder de resucitar a los muertos, que es propio y exclusivo de Dios, lo adquieren los hombres vivos cuando aman de verdad a los muertos. Los hombres se tornan merecedores de ser Dios no solo porque sufren sino también porque son capaces de revivir con su amor universal y colectivo a quienes han muerto.

Es, entonces, esta capacidad de los seres humanos de darse amor entre sí la que en definitiva les da el derecho supremo e incuestionable de ser Dios; pues son ellos los que en verdad pueden amarse entre sí, son ellos los que tienen este gran atributo del que carece Dios al hacerlos sufrir contantemente manifestándoles su odio. Y cuando lo ejercen en la realidad de sus vidas, dan vida o hacen surgir en su propia existencia la verdadera imagen de lo divino, se convierten en el único y verdadero Dios. 

Esta nueva visión poética original que forja Vallejo de la religión judeo-cristiana se basa en transferir los atributos y características que Jesús le dio a Dios a los seres humanos.  Pues Vallejo pensó, como creyente católico que fue toda su vida, que lo divino se encuentra presente o encarnado en la vida de los seres humanos, tal como ocurrió con el ser humano Jesús, como lo señala el relato bíblico. Si Dios se hizo hombre en Jesús, es perfectamente posible pensar o anhelar que también se haga presente en todos los demás seres humanos. Si esto ocurre será Dios quien en definitiva el que se unirá a todos los hombres en sus vidas aquí en la tierra. Dios al hacerse hombre abre, entonces, la posibilidad real para que los hombres se hagan Dios. 

Por eso, esta visión poética de la religión cristiana, Vallejo la creó haciendo una deducción lógica rigurosa de la premisa que constituye el dogma fundamental de esta religión que acabamos de mencionar, de que Dios se hizo hombre en Jesús de Nazareth. Y al hacerse hombre no solo se humanizó a través de Jesús sino también divinizó a toda la humanidad, o por lo menos, abrió esa posibilidad en la vida de todos los hombres. 

Jorge Luis Borges en su relato Las tres versiones de Judas parte también de esta premisa-dogma del cristianismo. Pero no para reelaborarla de modo bello y hondamente poético como lo hace Vallejo sino para mostrar la paradoja lógica que encierra. En efecto, Dios al hacerse hombre adquiere necesariamente los defectos e imperfecciones que son propias y naturales de todos ellos. Pues de lo contrario no sería hombre. Al ser esto así, Dios encarnado en hombre puede ser perfectamente un hombre moralmente imperfecto como Judas Iscariote que traicionó a Jesús, así como está presente en todos los que obran mal en sus vidas, en todos los que cometen faltas morales. Es decir, Dios, como ser perfecto y bondadoso por excelencia, se convierte en un ser imperfecto e inmoral como son muchos seres humanos. Hecho por supuesto inaceptable para todos los creyentes cristianos, que, sin embargo, en puro rigor lógico y racional es perfectamente inevitable. Por eso al final del relato el profesor sueco de la Universidad de Lund, Nils Runeberg, quien en su último libro Den hemliga frälsaren –El salvador secreto- que publicó en 1909, mostró esta posibilidad necesaria e inevitable, no pudo soportarlo como creyente cristiano que era, y “Solitario y ebrio de insomnio y de vertiginosa dialéctica, erró por las calles de Malmö, hasta que murió de la rotura de un aneurisma el primero de marzo de 1912”.

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