Una reflexión sobre el pensamiento de Marx

El paso completo y definitivo del reino de la necesidad de trabajar al reino de la libertad del trabajo, de la obligación coactiva de trabajar, es en gran medida un paso que la humanidad nunca podrá dar.

Camilo García Giraldo

diciembre 8, 2024 - Actualizado diciembre 7, 2024
Obrero
"Son seres humanos que se han visto forzados a enajenar o despojarse de su libertad, de su subjetividad libre, para conseguir los medios que necesitan para vivir reduciéndose a la mera mercancía de la fuerza de trabajo". Ilustración: Amílcar Rodas

Ilustración: Amílcar Rodas

Shakespeare señaló con gran lucidez en su obra teatral Timón de Atenas el extraordinario y casi sobrenatural poder que tiene el dinero en manos de los hombres de trastocar los rasgos y características negativas e indeseadas de algo en cualidades positivas deseadas y apetecidas: “¿Oro? ¿Oro precioso, rojo y fascinante? Con él se torna blanco el negro, y el feo hermoso. Virtuoso el malvado; el anciano mancebo; valeroso el cobarde y noble el ruin. Vínculos consagrados; bendice al maldito; hace amable la lepra; honra al ladrón. Y le da rango, poder y preeminencia”.

Marx cita estas palabras en su libro de juventud Manuscritos económico-filosóficos para no solo reconocerle el mérito de su descubrimiento, sino también para mostrar que el dinero al tener este poder de transformar los rasgos negativos e indeseados de los hombres en cualidades contrarias y que en realidad muchas veces no poseen. Lo que hace en el fondo es despojarlos de lo que en verdad son, enajenarlos, quitarles algo que les es propio o les pertenece de modo casi natural. Esto significa que quien posee dinero lo puede usar para adquirir las cualidades o atributos de los que carece; es decir, para “comprar” esas cualidades. Y al conseguirlas, así sea en apariencia, forja y proyecta la imagen de un ser que no es.

Ahora bien, si el dinero tiene este poder extraordinario es, entonces, una especie de deidad o fetiche, un objeto natural o social ordinario que pareciera tener poderes sobrenaturales. De ahí que los hombres, y en especial los hombres modernos, lo quieren y lo desean siempre consigo no solo para obtener los bienes y productos que necesitan para vivir, sino también para emplear este poder casi divino en su beneficio, para conseguir todo lo que desean más allá de sus necesidades naturales y vitales.

Debido a ello, el dinero ha sustituido en gran medida a los antiguos dioses, en especial al viejo Dios judeocristiano, en la vida de los hombres modernos. Al tener este poder casi sobrenatural, al ser una especie de fetiche o deidad, ha ocupado en la mente de muchos seres humanos el lugar que antes ocupaban las deidades tradicionales. Estos antiguos dioses ya no les son necesarios, porque han encontrado que el dinero tiene un mayor poder que ellos a la hora de realizar todos sus deseos posibles e imaginables en el aquí y el ahora de la realidad de sus vidas. Por eso la muerte de Dios, que muchos hombres modernos declararon por boca de Nietzsche en su libro Así habló Zaratustra, la declararon entre otras razones, debido a la presencia cada vez más dominante en sus vidas del dinero.

Sin embargo, Marx en el primer capítulo de su principal obra El capital en el que analiza la mercancía, muestra que este poder del dinero se lo transmite a todos los demás objetos; el dinero al ser la mercancía universal por excelencia marca a todas las demás mercancías con el fetichismo que posee. Y este poder de fetiche o deidad que se apodera de todas las mercancías provoca una transformación más sustancial y profunda en la realidad de las sociedades capitalistas modernas: el de forjar la gran apariencia moderna de que las relaciones sociales entre los seres humanos son relaciones entre cosas, es decir, entre puras mercancías materiales. Dice Marx: “El carácter misterioso de la forma mercancía estriba, por tanto, pura y simplemente, en que proyecta ante los hombres el carácter social del trabajo de estos como si fuese un carácter material de los propios productos de su trabajo, un don natural social de estos objetos y como si, por lo tanto, la relación social que media entre los productores y el trabajo colectivo de la sociedad fuese una relación social establecida entre los mismos objetos, al margen de sus productores. Este quid pro quo es lo que convierte a los productos de trabajo en mercancías, en objetos físicamente metafísicos o en objetos sociales”.

El carácter humano de los miembros de la sociedad capitalista, en especial de los trabajadores que venden su fuerza de trabajo como una mercancía a los empresarios, desaparece o se esfuma porque esta relación de compra-venta es una relación cósica mediada por la mercancía universal del dinero. Es el dinero el que rige las relaciones entre estos dos sectores sociales y, en general, entre todos los individuos cuando compran o venden mercancías. De tal manera, que estas relaciones socioeconómicas no son regidas y ordenadas, como parece o pudiera parecer, por la libre voluntad o decisión de los individuos, sino, al contrario, por la necesidad natural e imperativa que tiene la inmensa mayoría de ellos de vender su fuerza de trabajo como una mercancía para obtener el dinero con el que pueden a su vez comprar las demás mercancías que necesitan para conservar y reproducir sus vidas. Por esta razón en la esfera económica capitalista moderna los trabajadores no son verdaderamente libres, así las normas constitucionales de los estados les reconozcan esta condición. Son seres humanos que se han visto forzados a enajenar o despojarse de su libertad, de su subjetividad libre, para conseguir los medios que necesitan para vivir reduciéndose a la mera mercancía de la fuerza de trabajo.

De ahí que el reino de la necesidad impera en la economía capitalista moderna en toda su extensión, a pesar del aumento de la productividad del trabajo debido a los grandes e incesantes avances científico-técnicos que se aplican en las fuerzas productivas. La abundancia consiguiente de mercancías y productos de toda índole en los mercados no elimina la existencia de este “reino de la necesidad”. Al contrario, lo que hace es fortalecerlo en tanto que confirma la renovada y creciente capacidad productiva de la fuerza de trabajo integrada a los nuevos y eficientes medios tecnológicos.

Marx pensó, entonces, que los trabajadores tenían que ver y comprender, hacerse conscientes, de la necesidad que tenían de suprimir este reino de la necesidad existente en la economía capitalista para llegar a ser verdadera y realmente libres, pues la única libertad que tienen, la de vender su capacidad de trabajo, tampoco es tal. Porque, como dijimos, siempre se ven forzados a venderla para conseguir los medios monetarios para comprar todas las mercancías que necesitan para vivir. Es, por lo tanto, esta falta de libertad que marca sus existencias, la que los empuja, o debe empujar en algún momento, a emprender la lucha por suprimir el régimen capitalista de producción basado en la propiedad privada de los medios de producción.

Es decir que, si desaparecen los empresarios privados capitalistas, desaparecería la clase social que compra la fuerza de trabajo de los miembros restantes de la sociedad. Por lo tanto, se despojarían de la necesidad de vendarla. Solo la usarían para realizar las actividades productivas que decidan libremente en grupo o en comunidad. Se erigirían como individuos-trabajadores libres porque deciden por sí mismos el uso que den a sus fuerzas de trabajo. Y, sobre todo, podrían acordar la ampliación del tiempo libre de la obligación del trabajar o de emplear sus fuerzas de trabajo, porque en ese tiempo podrían “desarrollar plenamente sus potencialidades humanas”.

Ahora bien, Marx también estuvo firmemente convencido de que existía una segunda razón, aún más poderosa, que empujaría a los trabajadores de la sociedad capitalista moderna a suprimir la propiedad privada de los medios de producción: la de emanciparse de la explotación sistemática que sufrían por causa de los empresarios capitalistas, de los propietarios de esos medios de producción; es decir, de la injusta apropiación que realizan del valor excedente de las mercancías, la plusvalía que crean con el desempeño de su fuerza de trabajo. Una apropiación que los conduce a su pauperización y empobrecimiento crecientes.

Sin embargo, esta razón en apariencia fuerte y decisiva para conducir a los trabajadores a promover y realizar la revolución socialista que suprimiera esa propiedad privada de los medios de producción de los empresarios capitalistas que los explotaban, no resultó válida porque Marx no se percató de que contradecía la teoría del valor que había elaborado y expuesto ampliamente en su libro El Capital. Una teoría que establecía, entre otras ideas, que el valor de la fuerza de trabajo se establecía o medía por el tiempo socialmente necesario para reproducir sus vidas y la de sus familias. De ahí que el interés real y vital de los obreros no es, ni ha sido, el de suprimir la propiedad privada sobre los medios de producción, sino lograr que esos empresarios les paguen un salario que corresponda al valor de la fuerza de trabajo que desempeñan, es decir, que reciban una determinada cantidad de dinero con la que puedan comprar los bienes y mercancías para satisfacer las necesidades humanas básicas de sí mismos y sus familias.  En otras palabras, tener la capacidad de comprar con sus salarios los bienes que necesitan para conservar y reproducir sus vidas y las de sus familias, en las condiciones lo más dignas posibles.  Y al ser así, confirman este aspecto de la teoría del valor formulada por Marx. Pero, al mismo tiempo, la presencia de ese interés central de los trabajadores refuta su tesis sobre la necesidad de la revolución socialista.  

No obstante el carácter erróneo de esta segunda razón que dio para explicar el interés de los trabajadores en realizar una revolución socialista, en suprimir la propiedad privada de los medios de producción, y que confirmó de manera definitiva su no verdad con la caída del muro de Berlín, la primera sigue teniendo plena validez.

En efecto, el interés de los trabajadores de liberarse de la obligación permanente de vender su fuerza de trabajo y desempeñarla para obtener el dinero necesario para vivir es válido, así muchos no lo reconozcan como tal en la medida en que aparece como un interés irrealizable y utópico. Y sin lugar a dudas, en parte así es. El paso completo y definitivo del reino de la necesidad de trabajar al reino de la libertad del trabajo, de la obligación coactiva de trabajar, es en gran medida un paso que la humanidad nunca podrá dar. Pero, en cambio, si es perfectamente posible disminuir el tiempo de trabajo y ampliar el tiempo libre de ese trabajo, como lo exigieron por primera a través de huelgas, reprimidas violentamente, los obreros de las fábricas de Chicago hace casi un siglo y medio. Consiguieron reducir la jornada laboral de 10 y 12 horas a 8, manteniendo los mismos ingresos salariales. Y como ahora, que están logrando reducirla de 8 horas a 6 en varios sectores económicos de algunos países del capitalismo avanzado como Francia y Suecia, sin que esa reducción del tiempo de la jornada laboral implique una reducción de sus salarios. Posibilidad que surgió en el pasado, y surge con fuerza hoy precisamente debido al aumento creciente de la productividad del trabajo gracias a la incorporación de nuevos medios tecnológicos en los procesos productivos.   

El aumento del tiempo libre que han logrado estos trabajadores constituye una prueba fehaciente de que este propósito-interés de los trabajadores es posible, y que también es un ejemplo que estimula a los demás a luchar por conseguirlo, cuando las condiciones lo permitan.

Y es que el tiempo libre tiene un gran valor e importancia para la realización humana de la vida de los trabajadores. Es el tiempo en que los seres humanos descansan y reponen sus fuerzas vitales, y en el que se integran con sus familias, con sus hijos, parejas, padres etc. Es el tiempo en que juegan o practican actividades lúdicas y deportivas que les dan satisfacción y alegría. Es también, el tiempo en que pueden asistir a reuniones sociales con amigos en las que conversan e intercambian opiniones alrededor de una buena comida y unas copas de vino. Es, además, el tiempo en el que pueden cultivar y enriquecer sus mentes y espíritus leyendo textos literarios o asistiendo a conciertos musicales, a representaciones teatrales, a muestras cinematográficas, a museos y exposiciones de arte, a conferencias, etc. Y, sobre todo, es el tiempo en que pueden emplear sus capacidades creativas pintando, esculpiendo, escribiendo algún relato literario o su propia biografía, participando en una pieza teatral, tomando fotografías o cultivando una huerta o un jardín, etc.  Y es el tiempo en que los trabajadores dejan de lado sus capacidades laborales para emplear en su lugar las demás aptitudes y capacidades que poseen como seres humanos. Al usarlas en libertad, descubren, entonces, que pueden ser no solo actores centrales de sus vidas, sino también sus propios autores.  ¿No es este acaso uno de los intereses, aspiraciones o ideales más propios y profundos de todo ser humano? 

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