Diego Rivera, Unidad Panamericana
Hace algunos meses, tuve la gran alegría de participar en el III Congreso de la ANLE, -Academia Norteamericana de la Lengua Española- en Miami, Florida. De más está decir que aprendí mucho con cada conferencia dictada en ese espacio de cultura, amistad y academia, con respecto a la actualidad del idioma español en el territorio estadounidense. Una de las frases que se quedó conmigo hasta hoy, escuchada allá, dice algo así como, “el español es un poderoso río subterráneo que atraviesa los Estados Unidos, a lo largo y a lo ancho”. Su significado y relevancia los he comprendido a través de los años, siguiendo los pasos de mi hija, desde su nacimiento en Texas, en los años ochenta, hasta su actual residencia en Nuevo México, pasando por sus estudios de medicina en Chicago, Nueva Jersey y Miami. En cada ciudad he encontrado un conglomerado hispanohablante muy vivo y fortalecido, en verdad consolidado por medio de una identidad hispana que se niega a perder la que es quizá la única patria posible en estos tiempos que corren: el idioma. Lo más curioso de todo resulta que esta seguridad en el lenguaje no es producto de una reflexión conjunta, sino más bien, de la práctica espontánea y subalterna, doméstica e íntima de muchos migrantes en diferentes etapas de su llegada a un espacio en donde deben aprender una lengua franca y extraña lo antes posible para sobrevivir.
Dos de los fenómenos más destacados en la región son, por un lado, el llamado espanglish que fusiona de manera natural giros de los dos idiomas, estructuras, frases idiomáticas e incluso, maneras de pronunciar y por el otro, el bilingüismo, en donde se dominan con bastante corrección el inglés y el español. Y es que, de acuerdo con el último censo realizado, los Estados Unidos cuenta con casi 60 millones de hispanohablantes. Es decir que este es el país con más hablantes de español en el mundo, solo detrás de México.
Cuando llegué a Texas, hace varias décadas -y eso ya lo conté en otra columna- había bastante gente que hablaba español, escuchaba música en español y seguía las noticias del mundo en español. Sin embargo, esto sucedía en los parques, en los salones comunales y en las reuniones de estudiantes latinoamericanos en las que se compartían tortillas, tamales, arepas, medias lunas y sopaipillas por igual. Sin mencionar por supuesto el pisco, el ron, el mezcal, el tequila y la cerveza. A la hora de la universidad y de los trámites burocráticos, a la hora de llevar a los pequeños a la escuela o ir al banco, el código lingüístico era otro, forzado, exigido, necesario e inevitable. El inglés nos unía a y en un país que nos daba trabajo, conocimientos, acceso a otra cultura y oportunidad de mejores condiciones de vida. Y es que en ese momento todavía existía la exigencia de hablar solo en inglés. La memoria del impacto de la represión en aquel estado de la Unión aún dejaba sentir sus huellas profundas en muchos baby boomers. A mediados del siglo XX, la prohibición de hablar español alcanzó los límites de la demencia en algunos lugares como en el distrito sureño de Blackwell, en donde el gobernador decidió “modernizar” el sistema educativo y obligó a los niños de una escuela en un territorio con tradición bilingüe a escribir en un papel y con su mejor letra: “we will not speak Spanish” (no hablaremos español). Todos los papeles fueron depositados en una urna confeccionada para la ocasión con forma de ataúd, la que fue llevada en procesión -para no perder la tradición hispana- en lo que fue un sepelio del idioma español, es decir, el “memorial for Mr. Spanish”. Es muy posible que para los niños este entierro de unos papeles oficiado con fines de represión y discriminación no haya sido más que una payasada del chiflado gobernador y no le hayan puesto demasiada atención. Fue un día sin clases, nada más, porque ellos, por lo bajo, igual siguieron con su parloteo acostumbrado. No obstante, la acción simbólica en contra de un elemento fundamental de su identidad se quedaría prendida en su conciencia. En otro caso muy recordado, en la ciudad de Las Cruces, Nuevo México, en los años setenta, a los alumnos que eran sorprendidos hablando en español se les daba reglazos en la espalda y no se les permitía usar los baños, por lo que debían sufrir la humillación de hacer sus necesidades en el patio de la escuela.
Con mis hijos y mi hermana Lilian somos aficionados a la historia universal. No somos unos estudiosos ni mucho menos. Nos gusta leer, escuchar conferencias, seguir podcasts, ver películas y documentales; y no tengo idea de dónde nos vino la afición. Lo que hemos sacado en claro es que la historia provee un muestrario extenso de maneras de represión sobre religiones, razas y lenguas determinadas, de manipulación de su expresión o incluso de prohibición de su uso. Y lo que suele resultar con estas prácticas es contrario a lo que se pretende. Esta es una conversación recurrente entre nosotros, como una luz para comprender la esencia humana, acción, reacción, causa y efecto, la manera esmerada y casi perfecta en que funciona el mundo. Y en tal virtud, el resultado de estas prohibiciones sobre el uso del español deviene una resistencia pujante y heroica, espontánea y feliz, porque un idioma es un organismo vivo que crece y se fortalece, un universo que se nutre de las fuentes más insospechadas, incluso de las restricciones y mandatos.
Lo que estamos atestiguando en esta “tierra de la oportunidad”, si nos detenemos a observar con cuidado, es la paradoja en la cual conviven dos tendencias diferenciadas, la del English only y la de la expansión continua del español. Una verdadera represión cultural ha implicado en distintas ocasiones una quema o veda de libros en un idioma, recordemos las grandes piras nazis y franquistas. Sin embargo, aquí todavía no se ha llegado a tanto. La prohibición de ciertos libros responde a otro tipo de represión ideológica identificada bajo el eufemismo de “corrección política”, sobre la cual reflexionaremos más adelante. En los Estados Unidos, cada vez con más frecuencia, encontramos en las bibliotecas, librerías pequeñas y grandes y en las ventas por internet, una oferta creciente de libros y revistas en español, además de cursos presenciales, virtuales y en libros para aprender nuestro dulce idioma. Hace unos tres años, participé en un programa de escritura y traducción de textos de lectura para el estado de Nueva York en donde necesitaban libros bilingües, español, inglés, para entregar de manera gratuita a los niños de primaria en todas sus escuelas pública.
Por otro lado, una de las habilidades apreciadas de mi hija como intensivista pediátrica es su bilingüismo, dentro de muchas otras de carácter profesional y científico. Esa fortuna de los padres mexicanos, neomexicanos o centroamericanos, en las situaciones críticas de la salud o el deceso de sus niños, de poder comprender el estado de salud de los pequeños en su idioma materno. Porque como experiencia personal, estoy segura de que a la hora de las matemáticas o de la expresión del amor, el vehículo más íntimo es el idioma en el que dimos nuestros primeros balbuceos y en el cual, de seguro, formularemos nuestra última voluntad.
Y en Texas, Nuevo México, Colorado, Arizona, California y en la Florida las circunstancias han evolucionado hacia la inclusión. Basta con escuchar la música o ver los programas de los grandes cocineros en las cadenas de televisión y las redes sociales. Ahora ya no preparan sauces, sino “salsas”, no usan cheese, sino “queso”, no trabajan una dough, sino una “masa” y no incluyen plantains en sus exóticas comidas, sino “plátano macho”. Con más y más frecuencia, la comida, la música, el arte visual, la literatura y en especial el idioma han ido penetrando en la cultura dominante con pujanza y sutileza a la vez. La educación es bilingüe en muchas escuelas y hablar español ya no es una vergüenza, sino una necesidad y un requisito para obtener muchos de los empleos disponibles para atender a los millones de clientes y usuarios hispanohablantes.
La idea de una nación con un idioma único puede que haya derivado de la idea romántica nacionalista del siglo XIX y por ello, las pataletas de algunos políticos estadounidenses de: “Speak English, this is America”, no son solo ridículas, sino desfasadas. En muchos otros países del mundo se acepta y se comprende el multilingüismo como una riqueza cultural, se le saca partido y se entiende que un berrinche político no va a tener más consecuencias que pecar de absurdas y extravagantes. Sin embargo, las actitudes intolerantes se contagian como virus recién estrenados y entonces estas demostraciones de intransigencia y racismo empiezan a escalar en estos tiempos, acaso provocadas por el discurso del presidente recién elegido. Enarbolando la bandera de una reorganización estructural, se piensa suprimir la versión en español de la página web de la Casa Blanca. El afán de volver a la grandeza de América debería tomar en cuenta una lengua que llegó para quedarse, mucho antes de que el país fuera tan poderoso; comprender que el crecimiento de una nación debe considerar a todos sus habitantes y que entre más lenguas se hablen y se comprendan, más capacidad se tiene de comunicación internacional. La idea no es original de esta época, ni siquiera eso tiene a su favor. Para la fiebre del oro que llevó a cuanto anglohablante había en el país hacia el llamado oeste americano -inmortalizada en las desatinadas películas Western-, estos buscadores de fortuna quisieron imponer el idioma inglés como el dominante y a quienes lo hablaban, el derecho exclusivo a cualquier tipo de riqueza o de poder en una tierra que no era la suya y de humillar a todo aquel que no hablara su idioma.
Dentro de toda esta situación hay una novedad para reflexionar. Las mismas personas millonarias que apoyan al nuevo presidente norteamericano y su colérico proyecto English only están trabajando desde el 2021 en el acuerdo LEIA -Lengua Española e Inteligencia Artificial-. Este consiste en un plan a largo plazo diseñado en sus primeros lineamientos por Telefónica y la RAE y confirmado después por medio de contratos de colaboración con algunas de las compañías más importantes en tecnología digital como Google, Microsoft, Twitter o X, Facebook y Amazon. Su objetivo es el de implementar el idioma español en su mejor versión en todos los recursos conocidos y por desarrollarse como asistentes de voz, procesadores de texto, traductores automáticos, chatbots, buscadores, y redes sociales en general. El español en la actualidad es, por lo tanto, una lengua de uso en el campo tecnológico de productos y servicios a una comunidad dentro y fuera de los Estados Unidos, de incalculable valor económico y esto lo saben estas millonarias corporaciones, así que no va a ser tan fácil ceder ante arrebatos políticos. Como mencioné, este acuerdo fue firmado por los representantes de cada una de estas empresas, por don Santiago Muñoz, director de la Real Academia Española y por cada uno de los directores que integran la ASALE -Asociación de Academias de la Lengua Española. Tuve el privilegio y el gusto de ver en el acto oficial de firmas a mi amiga querida Raquel Montenegro, quien en ese momento fungía como directora de la Academia Guatemalteca de la Lengua.
Este tema surge de mi estancia en Nuevo México en donde sus habitantes están muy orgullosos de su bilingüismo y de su herencia hispana. Me llama la atención que entre tantos grupos de migrantes que han llegado a este país -italianos, chinos, nórdicos, polacos, alemanes- son los hispanos quienes lograron una resistencia que da vida a ese caudaloso río subterráneo del que hablaba al principio. Imponente como el río Grande, majestuoso como el Mississippi, pero dulce y cadencioso como solo el español puede serlo. Con una sencilla búsqueda en internet descubro que hay más de unas seis mil lenguas en el mundo y apenas unos doscientos países, el cálculo no es muy complicado y la conclusión deviene bastante obvia. Hay riqueza lingüística para todos, si nos disponemos a verla como una ganancia y no como una amenaza.
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