Se desea el bien porque es bueno, o porque es bueno se lo desea

Desde que iniciara la era cristiana, el carácter más visible del pueblo judío ha sido el destierro, un destierro que, no obstante haberse prolongado por dos mil años, no ha logrado que los judíos dejen de serlo.

Rogelio Salazar de León

junio 23, 2024 - Actualizado junio 22, 2024

Esta nota se interesa por examinar las relaciones entre el sionismo bíblico y algunas de las maniobras y prácticas políticas en Guatemala, en especial las formas de relación entre Guatemala e Israel, reflejadas diversas veces, desde la propia creación del Estado Judío en 1948, hasta algunas prácticas religiosas y, por lo tanto, culturales y simbólicas capaces de mostrar formas de ser y, tal vez más que eso, formas del querer ser.

Pocas o ninguna otra comunidad ha tenido una historia tan accidentada como la que le ha tocado vivir al autollamado pueblo de Dios, quizá su historia ha sido la que ha sido porque, desde un inicio, han entendido o querido entender que todos los acontecimientos encuentran su causa incuestionable en la voluntad de su Dios, una voluntad dura y severa cifrada en una moral negativa de prohibición: no matarás, no mentirás, no desearás a la mujer del otro, no comerás el fruto del árbol, etc.

Los judíos han querido entender que el bien reside en la obediencia y el cumplimiento de la ley, aquella ley prohibitiva sostén de la moral negativa, expresada en palabras, al igual que las promesas que traía consigo su consiguiente cumplimiento, por lo tanto, o bien, no han terminado de entender la ley de Yahvé, en su dureza del ojo por ojo, o bien, no han sido capaces de cumplirla, toda vez que los castigos que les han caído encima han sido los peores que pueda imaginarse, desde el destierro hasta la marginación, desde la esclavitud hasta la shoah.

Desde que iniciara la era cristiana, el carácter más visible del pueblo judío ha sido el destierro, el exilio, desarrollándose, por un lado, la rama Asquenazí, nombre dado a los judíos asentados en la Europa central y oriental y, por otro lado, la rama Sefardí, nombre dado a los judíos asentados en España, Portugal y, en menor medida, el norte de África.

Ese ha sido un destierro que, no obstante haberse prolongado por dos mil años, no ha logrado que los judíos dejen de serlo, pese a ser marginados y ciudadanos de segunda clase, pese a no poder ser propietarios y a tener impedidos los oficios más prestigiosos, los judíos lograron sobrevivir y lograron hacerlo conservando su identidad, su religión, su tradición, y todo ello, en su lengua, en la palabra de su Torá, ya sea expresada como mandato o como promesa; como si esa palabra funcionase como su tierra, como su territorio, al no tener uno donde asentarse.

Frente a esa realidad, resulta normal que los judíos hayan desarrollado habilidades comerciales, mercantiles, bancarias, por las que ahora muchas veces son ricos y poderosos; pero también resulta normal que el larguísimo destierro renueve la añoranza por el viejo sionismo, o sea, la teología de la promesa del suelo, de la tierra, centrada en el atrevimiento y heroísmo de David, rey de Israel, que hizo de Jerusalén (la ciudad de Sion) el centro del gobierno en la época de mayor poder.

Ahora bien, ese destierro milenario del pueblo judío también ha provocado que ellos se aclimaten y se acomoden a él, de hecho, hay judíos por todo el mundo, plenamente integrados a sus comunidades, a quienes no se les pasa por la cabeza ni por asomo ir a vivir al nuevo Estado de Israel, siguiendo en lealtad los principios de su Dios, más entendidos como mandato de ley que como promesa de tierra.

El profetismo, entendido como un esfuerzo por abarcar y articular destino y tiempo, surge para entender, sobrellevar y, hasta, soportar el destierro, incluso, antes de que se diera la diáspora provocada por el Imperio Romano en el siglo I D. de C., sino mucho tiempo antes, con ocasión del destierro en Babilonia; esta postura profética busca entender el bien como el cumplimiento de un destino vinculado a un devenir no necesariamente atado al mandato de la ley o a la promesa de un territorio, sino más bien a la llegada de un Mesías o un salvador que, desde luego, ellos siguen esperando.

En todo caso, que no es lo mismo lo bueno que lo deseable.

Guatemala, ante esa historia única y desordenada del pueblo judío, toma partido de una forma confusa y precipitada, por vía del auge protestante, expresado de la forma más disruptiva, es decir, estadounidense: según el protestantismo lo más importante es la vuelta a la palabra, entendida como negación del magisterio de la Iglesia, a veces esta vuelta a la palabra habrá de ser entendida, más como ley y rigor, que como interpretación y, en el caso norteamericano, como promesa de un territorio inmenso del cual adueñarse y, por supuesto, también colonizar.

En fin, que Guatemala e Israel han llegado a congeniar y a entenderse por necesidades recíprocas, por angustias mutuas y por desconocimientos cruzados en los linderos de la ignorancia y la inconsciencia; y, claro está, también por los deseos de reconocimiento.

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