“Si escribes un poema,/ puede que mañana/ te sirva de epitafio”.
Otto René Castillo
Guatemala vivió los estragos del conflicto armado interno (1962-1997). En su momento, el más largo de América. La población civil fue dañada: asesinatos, desapariciones, masacres, persecución, torturas. Sin embargo, hubo poetas que siguieron escribiendo. El grupo Nuevo Signo surgió a finales de los años sesenta. En una entrevista con Luis Eduardo Rivera, en el lejano 1972, Manuel José Arce aseguraba que los poetas de Nuevo Signo, “con el empuje, la clarividencia, y el talento que tienen y que han puesto de manifiesto reiteradamente, están en capacidad de dar coherencia al movimiento intelectual en nuestro país…”
Un poeta central del grupo, Francisco Morales Santos, en Explicación precisa consiga:
“Mi vida son historias de pueblo trasplantado/ pueblo al que le cortaron de tajo/ el cordón umbilical con insolencia./ Son ficciones basadas en recortes/ de cartas coloniales/ y crónicas sangrientas”.
Los poetas de Nuevo Signo tienen diferencias formales, de estilo, de poética, pero coinciden en la búsqueda de un renovado carácter que vislumbra el devenir con esperanza, aunque partiendo de un presente desesperado y tenebroso. Nuevo Signo publica en 1970 su única antología, Las plumas de la serpiente. Seis poetas: Francisco Morales Santos, Antonio Brañas, Roberto Obregón, José Luis Villatoro, Julio Fausto Aguilera y Luis Alfredo Arango, todos nacidos en la provincia. Y Delia Quiñonez, única mujer y nacida en la capital.
José Luis Villatoro en unos versos tánicos:
“Para este funeral/ No hace falta un árbol/ Un árbol frutecido de raíces/ Y de altos mensajes tutelares./ Hace falta ser el cadáver/ Y ese rencor que se le apaga”.
Luis Alfredo Arango es tajante:
“Guatemala tiene un río pensativo y otro que se tiñó de sangre… Tiene un volcán de agua, otro de fuego y una montaña de huesos y cadáveres.”
Delia Quiñones en un poema epopéyico resalta a los estudiantes asesinados en marzo del 62 conocidos como “Mártires de Marzo”:
“Marzo, ritual inconmovible,/ ¿qué clamor cabe entre el rocío y tus palabras?/ ¿Qué viento insigne mirará tus cenizas sepultadas?”
Antonio Brañas en Hora local, de factura extraordinaria, atrapa la situación del país en su historia sin progreso ni luz:
“tú sales en busca del mañana/ para encontrar tan sólo/ el año antepasado”.
El más joven del grupo, Roberto Obregón, opta por la provocación y el mensaje rebelde. No llegó a cumplir los treinta. El mismo año que se publica la antología de Nuevo Signo (1970) fue capturado en la frontera de Las Chinamas cuando regresaba de El Salvador y jamás aparecerá. Las fuerzas de seguridad del Estado guatemalteco se encargaron de este poeticidio. El grupo poco después se disuelve.
Otros poetas asesinados o desparecidos fueron José María López Valdizón, el fuera de serie Luis de Lión, el quetzalteco Julio César de la Roca y Oscar Arturo Palencia. Otto René Castillo luchando con las guerrillas cae prisionero y es llevado a la base de Zacapa que comandaba el coronel Carlos Arana Osorio. Suele repetirse que fue quemado vivo. No tuvo derecho a juicio ni se respetaron sus derechos más elementales. De su producción poética, Luis Eduardo Rivera resalta en su libro sobre literatura guatemalteca Tierra adentro que “en sus textos hay una mezcla de ternura, melancolía y desgarramiento, producidos por el exilio”.
Otro asesinato terrible es el del poeta, ensayista y erudito Huberto Alvarado Arellano, capturado en Ciudad de Guatemala. Después de torturas inhumanas le sacaron los ojos antes de darle un balazo en la cabeza, aquel cráneo tan lleno de ideas y utopías. El convenio de Ginebra sobre prisioneros nunca ha valido en la Guatemala del poeticidio. Como que Huberto lo hubiera presagiado en uno de sus poemas:
“Esa tormentosa muerte no tenía propaganda,/ él murió tirado en las esquinas/ con un murmullo de claveles y geranios”.
En la década de los ochenta el conflicto armado interno afloraba en regiones rurales del país. En la ciudad asesinaban o desparecían a profesores universitarios y a gente de letras como Rolando Medina, Rita Navarro y la desaparición de la inmensa poeta e intelectual feminista Alaíde Foppa que había estado exiliada en México desde el 54 y que volvió a Guatemala en 1980 a visitar a su madre enferma. Se trata de un crimen execrable que levantó la indignación en México y otros lugares del mundo.
Alaíde Foppa
La obra de Alaíde Foppa Falla es un legado permanente en varios campos que van desde el feminismo fundacional del continente a la poesía, pasando por la academia, la crítica de arte y la traducción del italiano y el francés, los programas de radio, la revista FEM, las crónicas, el activismo con Amnistía internacional y la organización de congresos. Ser multifacético y políglota. Alaíde la múltiple. La guatemalteca cosmopolita que decía estar orgullosa de todas sus nacionalidades. Elena Poniatowska, su íntima amiga, la ha llamado la “heroína romántica de América”. Ella sintió siempre el sufrimiento del destierro que expresa en un poema alusivo:
“Mi vida/ es un destierro sin retorno./ No tuvo casa/ mi errante infancia perdida,/ no tiene tierra”.
El exilio de Manuel José Arce Leal (1935-1985) en los 80 confirma el mapa del poeticidio físico o espiritual en Guatemala. Además de poeta es un reputado dramaturgo y cronista. Obligado a dejar el país se traslada a Francia donde morirá años tarde en la pobreza. En el exilio continúa escribiendo y denunciando la violencia del Estado contra la población civil:
“General/ -no importa cuál-:/ para ser General,/ como usted, General,/ hay una condición fundamental:/ ser un hijo de puta,/ General”.
A partir de la segunda parte de los setenta abandona el país un grupo de poetas y literatos que años después recibirían el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias: Dante Liano, Mario Roberto Morales, Mario Monteforte Toledo, Gerardo Guinea, Arturo Arias, Carlos López, Luis Eduardo Rivera, Mario Roberto Morales, Marco Antonio Flores, Rafael Cuevas y José Luis Perdomo. David Unger salió de niño con su familia a Estados Unidos a la caída de Jacobo Árbenz.
Otros iliteratos y poetas que se van son Mario René Matute, Julia Esquivel, Edwin Cifuentes, Otto Martín, Luis Aceituno, Franz Galich, Manuel Girón, Julio Palencia y el crítico, narrador y poeta José Mejía que ya no regresa al país de su beca en México y se radica definitivamente en París donde hace un par de años el parlamento francés reconoció sus méritos y aportes académicos mientras en Guatemala se le somete más y más al olvido.
Hacia finales del año1980 los trabajadores, catedráticos y estudiantes de la USAC vivimos de cerca la ola de terror. Una tarde fuimos perseguidos por sicarios sin uniforme por toda la Avenida La Reforma. Guadalupe Navas manejaba el automóvil y logró escabullírseles. Nunca olvidaré el rostro de odio de aquellos bandidos con salario del Estado. Días después Lupe apareció asesinada en un hotel de la Antigua. Días antes me había dado a leer sus poemas y transcribo uno corto por su dramatismo contextual: “Amigos, ahora no me pregunten por el amor, el pan o la rosa, aquí donde es delito pensar, soñar y decir lo que se siente; aquí donde asesinan cada día la esperanza”.
Y en un poema de Ana María Rodas leemos:
“aquí al lado de mis muertos./ no necesito amigos/ me da miedo querer porque he querido a muchos/ y a todos los perdí en la guerra”.
La vida y la obra de Mario Payeras (1940-1995) es singular: jefe guerrillero, intelectual, poeta, narrador y ensayista. Su obra literaria y su activismo están intrínsecamente ligados, reflejando su profunda preocupación por la preservación de las especies y el combate contra las injusticias que afectan tanto al ser humano como a la naturaleza. Pasó gran parte de su vida en la clandestinidad y después en el exilio donde murió en Chiapas.
La poesía de Payeras es una fusión de lirismo y denuncia. En sus poemas el autor entrelaza la belleza natural con la crítica hacia la devastación ambiental. Su poesía no solo celebra la magnificencia del mundo natural, sino que también actúa como un lamento por su destrucción a manos del progreso desmedido y el consumismo. Obras como Poemas de la zona reina son un ejemplo de cómo la poesía trasciende lo estético para convertirse en un llamado urgente a la conciencia ecológica. Dentro de su visión del mundo la clave de la salvación de la naturaleza y la humanidad está en la colaboración y la prevalencia de la especie sobre el individualismo:
“Es la especie quien gobierna este raro paraíso/ y no el individuo efímero”.
Tatiana Argüello de Texas Christian University concluye su ensayo sobre Mario Payeras afirmando que sus poemas nos transportan a un diálogo honesto con la naturaleza y muestran cómo esta ha influido en el pensamiento estético y político del autor:
“Su pensamiento vegetal nos da otras pautas en la manera en que se piensa en la guerra de guerrillas guatemalteca, abre nuevas rutas hacia el anquilosado discurso guerrillerista y sobre todo nos permite rescatar estética y políticamente a la Zona Reina, una región que aunque es de gran riqueza natural ha sido históricamente marginalizada por la violencia bélica sufrida y el olvido gubernamental. La selva tiene una poética llena de pájaros, cometas, montes africanos, geranios y zapotes y Payeras nos la hace descubrir en su poemario”.
En la polaridad contraria está el poeta Francisco Nájera (1945) que se traslada a Nueva York en 1962, con solo 16 años, y donde hace su vida literaria y académica. Un auto exilio que lo ha llevado a vivir la mayor parte de su vida en Estados Unidos, pero sin dejar nunca de ser por elección primaria un guatemalteco. Él mismo afirma: “ser guatemalteco es ser extranjero en cualquier otro país”. Nájera es poeta acucioso, cuidador de la forma y obsesionado con el contenido, es decir las dos caras de cualquier lírica seria. Y no deja de haber dosis de ironía iconoclasta, como en una parodia de dar gracias a dios:
“Gracias Señor/ -dice en voz baja-/ por haberme dado todo lo que de ti/ puede esperar un hombre en la tierra:/ la angustia y el dolor, el horror/ y la risa, la locura…/ y la voluntad./ Y por haberme prometido, además, la muerte”.
La historia de Roberto Monzón es desgarradora. Se matriculó en la Escuela de Historia de la San Carlos, pero no concluyó los estudios. No quería hacer nada más que escribir poesía, aunque por un tiempo estuvo colaborando con un núcleo guerrillero. Pergeñaba a mano y alguien le ayudaba con una máquina de escribir. Hacía fotocopias bajo el auto sello de “ediciones clandestinas” que repartía en las calles de Ciudad de Guatemala, donde murió en 1992 luego de haber sido vapuleado en una bar de “mala muerte”. En un poema había expresado:
“No tienes nada y por lo mismo/ Te sientas en la acera, plenamente/ Impecable, con la camisa sucia,/ Te das una siestecita, sonríes./ Satisfecho, agarras de la mano a la VIDA/ y ya no piensas más”.
Humberto Ak’abal poeta maya. Su muerte el 28 de enero de 2019 ilustra el sistema imperante. Fue internado en el Hospital de Totonicapán que no contaba con unidad de cuidados intensivos por lo que obligaron a transportarlo a la capital donde falleció en la emergencia del Hospital Nacional San Juan de Dios. Hubo problemas logísticos y la ambulancia no llegó a tiempo. La familia tuvo que pedir una colecta para el sepelio. Humberto murió pobre y como los pobres. Pero nos dejó su poesía contra la injusticia, la exclusión y el racismo:
“Cuando nací/ me pusieron dos lágrimas/ en los ojos/ para que pudiera ver/ el tamaño del dolor de mi gente”.
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