En su libro Las metamorfosis, el escritor latino Ovidio narra la leyenda de Pigmalión, rey de Chipre, que quería encontrar una mujer perfecta para casarse; al no hallarla decidió dedicar su tiempo a crear esculturas de bellas mujeres que compensaran su falta. Y se enamoró de una de ellas a la que había llamado Galatea. En virtud de la intervención de Afrodita, diosa de la belleza, del amor y de la sexualidad, Pigmalión soñó que Galatea cobraba vida. Ovidio narra este sueño así: “Pigmalión se dirigió a la estatua y, al tocarla, le pareció que estaba caliente, que el marfil se ablandaba y que, deponiendo su dureza, cedía a los dedos suavemente, como la cera del monte Himeto se ablanda a los rayos del Sol y se deja manejar con los dedos, tomando varias figuras y haciéndose más dócil y blanda con el manejo. Al verlo, Pigmalión se llena de un gran gozo mezclado de temor, creyendo que se engañaba. Volvió a tocar la estatua otra vez y se cercioró de que era un cuerpo flexible y que las venas daban sus pulsaciones al explorarlas con los dedos”. Al despertar Pigmalión se encontró con Afrodita quien, conmovida por el deseo del rey, le dijo: “Mereces la felicidad, una felicidad que tú mismo has plasmado. Aquí tienes a la reina que has buscado. Ámala y defiéndela del mal.” Y diciendo esto, convirtió a la estatua de Galatea en una mujer viva y real.
Este relato mítico nos revela un aspecto importante y significativo del amor: el que Pigmalión al enamorarse de la escultura de la mujer ideal, que siempre había deseado amar y que creó con sus manos, se enamoró de su obra, o mejor, de la imagen que plasmó en esa escultura de esa mujer ideal deseada que había forjado con el poder de su imaginación. A diferencia del hermoso joven Narciso, que al ver reflejado su rostro en una fuente de agua se enamoró de él y quedó absorto y quieto contemplando su imagen durante bastante tiempo, hasta que se arrojó a la fuente para morir ahogado abrazado y unido a ella, Pigmalión se enamoró de la imagen del rostro y el cuerpo de la mujer ideal que deseaba amar y a la que dio forma material en una estatua.
Pero, además, este relato descubre uno de los “misterios” del amor entre los seres humanos, que el filósofo italiano Giorgio Agamben puso de relieve en su magnífico libro Estancia, apoyándose en la concepción de filósofos y poetas medievales como Avicenas, Averroes y el gran Dante Alighieri: el de que un ser humano no se enamora tanto de la realidad física y psicológica de otro, sino sobre todo de la imagen que se fabrica de él. En efecto, en el canto XVIII del purgatorio de La divina comedia dice Dante:
“Alza, me dijo, a mí las agudas luces/ de tu intelecto, y séate manifiesto/ el error de los ciegos que se hacen guías./ El alma, que fue creada a amar pronta,/ a toda cosa se mueve que le place,/ luego que al placer en acto se despierta./ Vuestra aprehensiva del ser verdadero/ trae la imagen, y adentro la despliega,/ de modo que mueve al alma a volverse a ella;/ y si al hacerlo a ella se entrega,/ ése entregarse es amor,/y es la naturaleza que por placer de nuevo en vosotros se ata./ Después, así como el fuego muévese a la altura,/ por su forma nacida a subir/ a donde más en su materia dura,/ así el alma presa entra en deseo,/ que es moción espiritual, y ya no reposa/ hasta no gozar de la cosa amada”.
Así, entonces, una persona se enamora de otra, porque ve plasmado en ella la imagen que consciente o inconscientemente ya había forjado en su mente del ser que quiere amar, cuando encuentra en la realidad a quien plasma en su rostro, su cuerpo y en los rasgos de su personalidad esa imagen que había forjado y de la que ya se había enamorado. Mientras esa persona siga encarnando esa imagen que ha creado, seguirá enamorado; solo cuando deje de encarnarla la dejará de amar, solo si deja de tener los rasgos físicos y espirituales de esa imagen, la persona que la encarna perderá la posibilidad de seguir siendo amada. Y el autor y portador de esa imagen probablemente buscará otra persona que la encarne para volver a enamorarse.
Ciertamente, es muy probable que cada ser humano forje la imagen del ser que desea amar, a partir de la percepción sensible que tuvo alguna vez en su vida de una persona que le atrajo y que le gustó; percepción que es la fuente de la imagen que forja en su mente y que adquiere poderosa vida propia. Sin embargo, esta percepción original pierde importancia y significado en el curso posterior de la existencia de la persona; solo opera cuando percibe o ve una persona semejante a la imagen que fabricó a partir de esa percepción original. Es una percepción que en cierto modo desaparece de la memoria o de la mente de la persona, para ser sustituida por la imagen que elabora sobre el sujeto de su deseo amoroso. Amar es amar la imagen de la persona que se desea amar, o mejor, la persona que encarna la imagen que se quiere amar ¿No fue este, quizás, el caso ejemplar de Don Quijote de la Mancha que se enamoró de una campesina más bien fea, sencilla y ordinaria en la que encarnó la imagen que había forjado en su cabeza de la bella y delicada Dulcinea del Toboso? Esta no fue solo prueba de su locura, de la pérdida de la razón que había sufrido, sino también y sobre todo del gran peso que tienen las imágenes que forjamos de los seres amados para amarlos de verdad.
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