Las amigas lectoras me recomendaron esta novela de la escritora coreana americana Min Jin Lee, que por fortuna encontré en la librería Sophos. Debo decir que recién acabé de leer sus 543 páginas para poder hacer la reseña de hoy. No he querido ojear comentarios sobre el libro ni sobre la serie que exhiben en algún canal, para poder decir limpiamente lo que me ha provocado esta compilación de historias familiares protagonizadas por mujeres.
Es notorio que hay una tendencia a publicar novelas que narran las vidas de distintas generaciones de mujeres provenientes de una misma raíz. Podría mencionar como ejemplo a Elena Ferrante en Nápoles y a Nino Harstischwili en Georgia, de quien publiqué una reseña en estas páginas recientemente, pero son muchas más, y no de hace poco, sino desde tiempo atrás. Esto no significa que el mundo íntimo sea monopolio de las escritoras, sino quizá es síntoma de una necesidad insatisfecha de sacar del silencio esa parte de la historia.
Escribir desde el ámbito doméstico es común en las mujeres, aunque no sólo desde allí lo hagamos. Nos pica una curiosidad que lleva a buscar en el pasado, en las vidas de las abuelas, algunas luces para el presente. Para quienes escriben, el ámbito familiar puede ser una fuente de inspiración sorprendente. En todo caso, la lectura de estos relatos nos pone frente al espejo: nos remite a nuestras vivencias personales, a las prácticas culturales y a formas de ver el mundo que conocemos.
Digo esto porque los dramas que sacuden las vidas de las mujeres suelen compartir rasgos similares, así sea que los guiones se desarrollen en puntos apartados del globo. Las decisiones que las mujeres toman en su juventud o las que se les imponen, son una marca indeleble en sus biografías. Una mala decisión puede provocar daño y causar dolor. Igualmente, la obediencia hacia los mandatos patriarcales tiene repercusiones de largo aliento que muchas veces truncan vidas. La sexualidad como dimensión vital, si se vive desde la opresión, se convierte en un aspecto traumático que puede destruir el tejido social. La herencia de ese malestar, transmitida a las siguientes generaciones, puede prolongarse si no se rompe el círculo perverso del deber ser.
El personaje central de la novela, Sunja, una joven campesina, huérfana de padre, que trabaja de sol a sol en la hospedería de su madre analfabeta, conoce en el mercado a un comerciante poderoso que la seduce, de lo cual resulta embarazada. El hombre tiene esposa e hijas, no se puede casar con ella. La vergüenza y el deshonor son el destino de la joven. A partir de allí, su vida se va desenvolviendo de acuerdo con las costumbres de su familia, los consejos de su madre y la mirada de los vecinos. Las decisiones que toma son en función de cumplir con lo establecido y no pensar en ella y sus deseos. Estamos en los inicios del siglo XX, entre 1910 y 1933, y Corea está bajo el dominio japonés, lo que delimita el mundo donde la historia se desenvuelve.
A lo largo de los capítulos encontramos detalles de la vida cotidiana de las clases trabajadoras, de los pescadores, la gente de los mercados y las fábricas que sobreviven en condiciones de extrema pobreza, frente a un enemigo común que los explota y desprecia. A través del relato, vamos viendo las luchas titánicas de las mujeres por mantener a sus familias, aún por encima de ellas mismas.
La maternidad, como un hecho nodal en sus vidas, se presenta como misión sagrada que es necesario cumplir con entrega y sacrificio. Por ello se repite en las conversaciones que “el destino de una mujer es sufrir”: cuidar a parientes enfermos, mantener maridos borrachos, aguantar hombres violentos, además de criar y enseñar a la descendencia. Sunja sentía que el amor por sus hijos era más grande que el que había sentido por los hombres, era como la vida y la muerte, que ser madre era eterno, y que “…perder a los hijos era como si estuvieras maldita y nada pudiera eliminar la desolación de tu vida.” Estos sentimientos tan poderosos me hicieron pensar en las miles de madres cuyas hijas e hijos han sido desaparecidos o asesinados, un caudal de dolor que es preciso sanar.
Los personajes masculinos implicados son esposos e hijos de estas mujeres que, no por valientes, son liberadas. Al contrario, están sometidas al marido, no quebrantan la ley patriarcal, y si lo hacen, les va mal. El dictado que manda que el hombre debe ser el proveedor, y la incapacidad de cumplirlo, se convierten en infiernos de violencia donde el alcoholismo funciona como carburante. Los hombres beben, tienen amantes, van de putas, hacen apuestas. Un personaje se devela como homosexual, pero está prometido a una mujer mayor con la que se casa. Son machos, aunque por supuesto, tienen su corazoncito.
El amor, para estas mujeres, no era la vía para la conformación de una familia, se hacía un pacto por medio del cual era entregada a un hombre que muchas veces no conocía y que podía ser mucho mayor. Si bien las mujeres demuestran gran fortaleza y solidaridad hacia el prójimo, con ellas mismas son exigentes y severas. No se permiten escucharse ni menos complacerse. El sacrificio como virtud.
Aunque la novela llega hasta el año de 1989, el acontecer mundial no ocupa tanto espacio en el relato. Sí se habla de la guerra, de la bomba atómica en Nagasaki, de la división de Corea, pero lo realzado aquí son los nacimientos y las muertes, las separaciones y las bodas de esta familia de coreanos viviendo en Japón, que sufre los peores maltratos y abusos, que no se puede integrar a esa sociedad que los colonizó y que los rechaza.
Pachinko, la serie, Apple TV
El racismo atraviesa la novela de punta a punta, en el sentido de ser una fuente de dolor que se extiende en el tiempo y el espacio. Aunque hayan nacido en Japón, siguen siendo coreanos y por lo mismo, menospreciados. Esa es la imagen que la autora propone. En este sentido, habrá que ver la opinión de conocedores de esas culturas y esas historias. No está demás recordar que la ficción no es la realidad, aunque ambas se retroalimentan.
Pachinko, el título del libro, es la palabra en coreano con la que nombran a esos juegos de mesa donde se manipulan con palancas unas pelotitas en pistas con obstáculos, que según afirma la autora, abundan en Japón, y que fueron fuente de ingresos para dos hermanos, hijos de Sunja. Me preguntaba por qué le pusieron ese título, pero hay una frase en la que compara el juego con la vida, y quizá sea esa la causa.
A lo largo del libro hay reflexiones filosóficas que describen muy bien el entorno donde se mueven o los valores que atesoran. En medio de la desolación, la visión de una estrella puede traer alegría: “La vida es una mierda, pero no todo el tiempo.”
Según van naciendo y creciendo los más jóvenes, llegamos al final de un relato donde la resignación forzosa se impone como actitud frente a los invasores: los coreanos se exigían estar siempre pulcros y arreglados, hablar con sobriedad y calma, “había aprendido a seguir asintiendo incluso cuando no estaba de acuerdo.” Algunos personajes, encendidos en fervor patrio regresan al Norte, en defensa de una patria que no conocen. La tierra de los antepasados, el idioma y las memorias se van perdiendo como recuerdos lejanos. “Sho ganai” repiten, ¡qué remedio!
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