La finquita de café quedaba más allá del río Guacalate, el de las aguas negras que entran y pasan de largo por la propiedad privada sin pedir permiso. Al fondo, las faldas del Volcán de Fuego que se podían tocar con sólo extender el brazo, y en el aire, saliendo del cono puntiagudo, la leve erupción que de día es una columna brumosa o un poco de lana sucia, y de noche una brasa que parpadea. Muñoz va manejando el Chevrolet negro del padre, comprado en rebaja por el color luctuoso que nadie quiso para los suyos. “Podríamos abrir una funeraria”, dijo Azeneth la vez que lo estrenaron, cuando Muñoz era todavía un muchacho sin manzana de Adán, porque el carro ya había sido rodado lo suyo.
El hijo pródigo pasó frente a la inmensa propiedad del vecino Inglés, la misma donde su padre, el viejo Luis, se desgastó aprendiendo el arte de la agricultura, mientras pagaba con creces su propio pedazo de barranco. Cercos y más cercos delimitaban los campos. El aire frío de la noche se le revolvió en el estómago. Las hijas mujeres lo visitaban los domingos. El vecino rara vez bajaba a la ciudad, salvo para hacer retiros o depósitos en el banco, o para las negociaciones anuales de precio en las oficinas de la empresa alemana que le compraba el grano. Había sufrido grandes pérdidas en el pasado, fue afectado por la venganza y el resentimiento de los hijos de sus peones; se mantenía bebiendo, encerrado en la casa vieja, quejándose lastimado por el destino lamentable de las niñas de pelo rubio que un día desaparecieron de su lado.
Muñoz fue el primero en llegar al banquete de Nochebuena. Apagó el motor frente a la casa de la finca, donde las huellas marcadas se lo mandaron. Las paredes rebalsaban de humedad por el invierno, pintado el interior de color verde aceite. Atrás la ruta de tierra, el paisaje de cerros, el paso invisible por Dueñas dormida. Antes le había parecido larguísimo el trayecto. El anciano abrió la puerta luego de una larga demora, se desplazó lento para exhibir su enfermedad.
—Está abierto —dijo sin voz luego de retirar la tranca.
El viejo enfrentó en lo oscuro del pasillo al hijo que le arrancaron los aires revolucionarios y la curia. No mostró emoción ni desprecio. Se dio la vuelta, fastidiado, y regresó a su sillón de hombre baldado, con la sombra persiguiéndolo de cerca.
—No los esperaba tan temprano —dijo utilizando el plural errado.
Atrás suyo estaba el cuadro del Corazón de Jesús iluminado por una veladora. Nada que ver con el color opaco y la sombra verde en la piel del padre. Muñoz rehuyó el camino fácil de la discusión sobre religión o política, para buscar el terror de las inyecciones. Le preguntó por su salud.
—Mal —respondió.
La mesa del comedor estaba copiosamente arreglada con los comestibles preparados para la cena de Nochebuena. Sobre el refrigerador estaba adornado el chiribisco plateado de Navidad, mustio e intacto desde diciembre pasado, formado de ramas secas de ciprés clavadas a un palo central, descuidadamente adornado con bombas rojas, focos que titilaban y algodones de vello de ángel. No hubo quien lo desarmara.
—Esto será todo un banquete —dijo Muñoz eludiendo el pesimismo y entusiasmado por el olor de las hojas tiernas de pacaya.
El anciano sonrió pensando en las largas discusiones de antes, por lo que fuera. Al final Muñoz tendría que admitir que todo había resultado según el pronóstico del Inglés: “Un día tendrá que decidir si quiere ser blanco o negro”. Quien posee una finca, lo tiene todo, el resto son peones.
La noche era adecuada para sentarse a escuchar la serenata de los grillos. El ruido de los cuetes estallando y los cachinflines y silbadores venía de lejos. Los azahares brillaban. El dolor no se sentía. Dominó el deseo malsano de preguntar al hijo pródigo por el paradero del presidente expulsado del país en paños menores, porque según su apuesta el hombre andaría el resto de la vida de un lado al otro sin encontrar sosiego, errante.
El viejo volteó a mirar el cuadro de Cristo y se persignó.
—Me gustabas más antes —expresó.
A eso de las diez, cuando los silencios entre padre e hijo ya eran insostenibles, llegaron ruidosas y bochincheras las dos hermanas, Azeneth y la ciega, conducidas por el carnicero de Ciudad Vieja, llevando en brazos una criatura, apretados en la cabina del camión. Azeneth en medio, la ciega atenta por la ventana a los aromas del paisaje, agarrada a la mano de su protectora, llevando en el regazo el bebé desconocido. Descendió primero el sujeto con la camisa medio abierta, los botones sueltos, peludo de pecho, oficiante de Poncio Pilatos en la procesión de Viernes Santo de La Merced, y de moro en los desafíos de su pueblo, en diciembre, para la feria de la Virgen de Concepción. El camión llevaba atornillada la caja metálica donde transportaba la carne palpitando del rastro al negocio, sin hielo porque trabajaba de madrugada.
No les abrió la portezuela a las mujeres, sino se adelantó a felicitar al homenajeado mientras la ciega y Azeneth se carcajeaban, turnándose al hijo de meses, como si fuera muñeca.
Muñoz comprendió el origen de los llantos que de noche lo despertaban agobiado, como si estuvieran viviendo en el mismo lugar.
El carnicero portaba revolver en el cincho.
El medio suegro finquero no se incorporó, sino esperó sentado en el trono a que lo adoraran.
—Happy birthday —dijo entusiasmado el gigante.
Azeneth besó entusiasmada al padre en las dos mejillas. La ciega tanteó un rincón donde sentarse discretamente para esperar en el piso, en una esquina fresca, junto a la mesa con los alimentos, chineando a la criatura.
El carnicero atento, aunque desconfiando de Muñoz por los asuntos de la política, le dio una palmada en la espalda al cumpleañero, a lo que el hombre viejo condescendió preguntándole por la salud de su mujer, la ausente dama de delantal y bigotes que se mantenía cuidando eternamente la caja del negocio. Nadie contuvo la respiración. El carnicero respondió que bien gracias, que no mejoraba de sus ataques de bilis, que cualquier día de estos tendrían que enterrarla con todo y el colchón lleno de billetes.
—A mi mujer sólo le gusta la plata, lo demás le viene sin cuidado.
Azeneth entendió que ella era lo demás. Arrastraron las sillas del comedor para sentarse alrededor del anciano. Muñoz se sentía incómodo. A la hora de los regalos le tocó el turno de lucirse al carnicero. Le llevaba una escopeta y varias cajas de municiones.
—Para la cacería en el cielo —dijo extenuado, en voz alta.
La extendió, frotó y corrió el seguro.
De poco iba a servirle al viejo Luis porque ya no podía caminar entre las matas ni salir al campo de madrugada, pero se sentaría al sol con el arma sobre las piernas para tirarle de vez en cuando a las palomas o a los cuervos perversos, o para espantar a los extraños que a cada rato llegaban haciéndole propuestas para comprarle el terreno que se hacía cada vez más codiciado, desde cuando el Inglés podó los cafetales y remató la mitad de su tierra para convertirla en lotes urbanizados.
—¿Y los demás qué me trajeron?
El carnicero salió al patio para aspirar aire puro y dejar hablar en confianza a los hermanos con su progenitor. Se llevó a la criatura envuelta en una frazada, para que no se distrajeran. La ciega fue a prender a tientas la estufa de gas, y puso a calentar agua para el café.
—Papá —intervino Azeneth—, ahora que estamos todos reunidos, deberíamos aprovechar para tratar con usted lo de sus cosas, acuérdese que uno es de la vida y de la muerte.
—Lo mío ya está arreglado con el notario —añadió—. He puesto, como corresponde, todas mis cosas a nombre del hijo varón.
Ella agachó la cabeza, el tiro le había salido por la culata. Muñoz, asombrado por la novedad, se incorporó a servir los tragos, uno cargado para él y otro liviano para su padre. Para las mujeres estaba el agua de canela en el pichel.
—La bebida le puede caer mal —advirtió la hermana, con la voz quebrada, sin alarmarse, pensando en lo horrible que sería en el futuro la negociación de la venta de la tierra y la repartición del efectivo.
—A mí ya nada puede hacerme daño —dijo el anciano.
Y agregó que para Muñoz eran todas las cosas de la casa, incluso su ropa inútil, las fotografías en la pared, los perros, el camión, el auto de funeraria. Alzó el vaso y dio un sorbo entusiasmado.
—Nada para las mujeres que nada necesitan.
Azeneth no quería ninguno de aquellos vejestorios, ni las sillas ni la mesa, nada que le recordara el pasado. No quería tener que ver en el futuro con los espectros de las cosas ni con las personas. Sólo moría el viejo y ella desaparecería. “Adiós hermana ciega, adiós Muñoz”, pensaba. “Adiós al bebé”, que se lo llevara el carnicero a su casa para enseñarle a pelar reces. Ella se marcharía sola. Lo único que le hacía falta era algo de efectivo.
A eso de las once pasaron a la mesa, juntaron las sillas, le quitaron las hojas a los tamales y fueron rebanando la pierna de cerdo. La hermana ciega comía con las manos, de espaldas a los demás. El carnicero de Ciudad Vieja se fijó en los endebles tobillos de la no vidente, sumida en los puros huesos, y no encontró relación explicable entre ella y su hermana. La impedida nunca hablaba frente al padre ni se hacía notar, para evitarle el desagrado.
—Esto es un verdadero banquete —dijo Azeneth atragantada.
El viejo Luis mordió una cosa por aquí y otra por allá, hasta que se desfalleció.
Hubo un instante de silencio. El carnicero tomó la delantera. Lo condujeron de vuelta al sillón entre todos, compitiendo por el aire. En el reloj faltaban treinta minutos para la media noche. Le aflojaron el botón de la camisa.
—No me puedo permitir pasar en este estado un día más — dijo con dificultad— porque no nací para jugar el papel de viejo inútil.
Reposó la cabeza en el respaldo del sillón y apaciblemente se marchó.
Todos se quedaron quietos, sin saber qué decir ni cómo reaccionar. Lo sacudieron para reanimarlo. Azeneth le buscó el pulso. La ciega reía y seguía comiendo, ajena a la tragedia o disimulando. El carnicero fue al baño en busca de un espejo. Azeneth preguntaba insistente si su padre se había muerto. Nada de aliento. La palidez agria. No se parecían gran cosa. Muñoz huyó a respirar aire puro entre los cafetales, para perderse el espectáculo. Pronto estuvieron convencidos. El anciano ya no respondió.
—En estos casos lo que procede es celebrar —dijo el carnicero, elevando una botella de aguardiente.
Muñoz alcanzó los vasos. Los dos hombres se sirvieron la bebida mientras platicaban sobre lo que se debería de hacer en medio de tal inconveniente. Lo primero era llamar a algún médico amigo para que firmara el acta de defunción.
Azeneth sintió pena, no quería compartir la tristeza con nadie, no quería que extraños presenciaran a su padre en ese estado, inútil ya, sin vida, entre trapos ratosos, en Nochebuena, entre unos cuantos obsequios sin rastros de papel de envolver, sin moñas.
Brindaron pensando que su desaparición era un hecho normal, un suceso que ocurría tal y como él lo había deseado, sin torturar a su descendencia, dejando aclarado el asunto de los bienes, deseándoles la dicha.
—Para usted nada más —aclaró la ciega, que no era sorda ni muda.
El carnicero de Ciudad Vieja atrajo a Azeneth, la abrazó fuertemente y la besó en los labios, asegurándole en voz alta que no tuviera cuidado, que a la hora de repartir todo sería dividido por igual entre los tres hermanos. Es más, conociendo las ideas de la teología de la revolución de Muñoz, tal vez todo les corresponda a las débiles. Según el carnicero, la vida de las dos mujeres había quedado asegurada.
—Entonces podremos ser felices —dijo la ciega buscando a Muñoz en todas direcciones, con los ojos inútiles.
Muñoz, el premiado, bebió el menjurje de un solo trago. El deseo del padre debía de respetarse, más si todo había quedado aclarado por escrito. No soltó prenda ni permitió que se discutiera tal banalidad frente al difunto.
El carnicero dijo conocer a un médico de reciente llegada al poblado. Seguro no cobra mucho, con tal de quedar bien conmigo y de hacerse de clientela. Las mujeres le suplicaron que fuera por el matasano mientras ellas le hablaban a su hermano el rico. El carnicero partió de inmediato con la camisa de fuera, exhibiendo los gordos, la lonja y el exceso de grasa. Era hombre casado, pero claudicaba ante la carne fresca.
—Gana mucho dinero pero nada es para el hijo, que al menos ahora sirva para algo”, dijo en voz queda Azeneth.
Muñoz lo miró partir. De jóvenes habían jugado en el equipo contrario, en el fútbol y en la religión. La gente de Ciudad Vieja era complicada. En las revueltas siempre se ponían en contra de los que perdían. Tenían tierras en las faldas del Volcán de Agua. Bastaba que juntaran algún dinero para despreciar a los demás y empeñarse en la bebida. El aguardiente era la clave de todo festejo.
El carnicero encontró a su vuelta a la ciega dormida junto al cuerpo inerte, lo abrazaba con toda confianza. Azeneth y Muñoz discutían por los treinta dinares. El médico había entregado el documento de defunción para evitarle a la familia la molestia de la autopsia, pero se negó a comparecer porque no podía hacer milagros y estaba con su familia.
—A los viejos les ocurre lo mismo todo el tiempo, en un momento se van.
Les recomendó que no llamaran todavía a la compañía funeraria, porque a esas horas los zopes aprovechan para cobrar el doble, porque la muerte es un negocio como cualquier otro.
—Háganlo mañana temprano —repitió la fórmula el carnicero—, de todos modos ya da igual. El cuerpo no va a pudrirse más ni más rápido.
El finquero estaba seco por dentro.
Guardaron las sobras de la comida, apagaron los focos del árbol de Navidad, lavaron los trastes, pasaron la escoba por el piso del comedor, recogieron la basura en bolsas de papel que metieron en el cofre metálico del camión de la carne. Todos actuaban rápido y en silencio, hasta la ciega.
A la mañana siguiente regresarían como quien no sabe nada de nada. Con el certificado listo, prefechado por el médico, y darían la discreta voz de alarma. Explicarían a todo el mundo que habían cenado con él, festejado como es la costumbre, y que al despedirse el viejo se miraba muy bien, contento, aunque algo cansado por la plebe de emociones y la alegre impresión del hijo recuperado. Todos supondrían que el hombre había muerto en soledad, salvo que el médico del carnicero los traicionara levantando alguna calumnia que los perseguiría por generaciones.
Cuando estuvieron listos, se abrazaron deseándose salud y dinero, practicando el pésame y las respuestas que daría a conocidos y amistades. Había sido una Nochebuena extraña. Las dos hermanas pasaron a darle el beso de despedida al padre muerto. Muñoz fue a la habitación por una colcha y le cubrió las piernas enclenques. Lo había visto poco, una sola vez en los últimos años, y había fallecido en paz. Primero en llegar, primero en marcharse.
Azeneth tomó de la repisa la bola de cristal que se volteaba para que nevara sobre la ciudad de Boston de los tiempos de la Independencia americana. Decidió robársela. Apagó la luz. El carnicero con la escopeta sin estrenar y la ciega cargando al bebé dormido aguardaban al lado del camión, haciendo ejercicios de respiración abdominal. Muñoz se marchó volando en el auto negro, que ya era suyo, levantando el tierrero del camino. Tocó la bocina dos veces. A Azeneth le correspondería cerrar y poner el candado.
—¿Va a dejar enjaulados a los animales? —preguntó el carnicero a su joven pareja, preocupado por las fieras.
Ella no quiso volver. Lo que allí quedaba eran puras pertenencias de su hermano. El rocío de la madrugada empañó el paisaje. El viejo Luis sería enterrado en tarde fría. Se lo merecía.
—Lo bueno es que ahora ya no habrá que gastar más en inyecciones.
Ella se santiguó.
—Gracias a Dios —dijo.
En la carretera, de regreso a La Antigua, Azeneth lanzó la bola de Boston por la ventanilla para que se hiciera añicos al caer.
La hermana ciega llevaba cubierta a la criatura, profundamente dormida en su regazo, ajenos ambos a los ajetreos de los adultos. En ese instante supuso que su hermana se había desecho de un florero bonito.
El carnicero de Ciudad Vieja no apartaba la vista del camino, manejando con dificultad por el agua que de repente se precipitó, haciendo cálculos de lo que podría comprar con la parte del dinero que le correspondería a las mujeres. Con el viejo muerto, ellas dependerían de él. Las hermanas se sentían presas bajo la intemperie, en el carro.
—Así lo ha querido Dios —se conformó Azeneth, santiguándose nuevamente, ella que no creía en nada.
Muñoz desapareció en el camino.
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