Monkey Boy

Una vez por semana, me dijo Úrsula, tenía clase de medicina forense en la morgue del Hospital Roosevelt. Había días en que, cuando llegaba, había tantos cadáveres que tenían que apilarlos como leños en el piso.

Francisco Goldman

abril 7, 2024 - Actualizado abril 7, 2024

(Fragmento)

Una tarde de aquel año en Ciudad de Guatemala, mis tíos ofrecieron una fiesta, y fue ahí que conocí a Úrsula, que había ido con sus padres. Tenía más o menos mi edad, tal vez uno o dos años menos, una chica delgada con un vestido amarillo pasado de moda que supuse que le habían obligado a ponerse sus padres, ya que se le veía incómoda con él. Su padre era mucho mayor que mi tío Memo y sin embargo parecía tener cierta deferencia hacia él. Resultó que Úrsula era estudiante de medicina en la universidad pública, San Carlos. Sosteniendo nuestros diluidos whiskies con soda, servidos en vasos perfectamente envueltos en servilletas de papel, como es costumbre local para que no se te enfríen los dedos, comenzamos nuestra conversación obligada. Fuera cual fuera el tema de nuestra charla insustancial, quedó sepultado velozmente por la urgencia de sus ojos color miel, amplificados por sus lentes, y por la determinación de su voz. Una vez por semana, me dijo Úrsula, tenía clase de medicina forense en la morgue del Hospital Roosevelt. Había días en que, cuando llegaba, había tantos cadáveres que tenían que apilarlos como leños en el piso. Recuerdo sus palabras exactas: Y deberías ver en qué condición llegan.

Debería ver. Pues sí, probablemente debería, pero… En un cuartito para personal de ese hospital, unos días después, me puse sobre la ropa la bata de doctor que Úrsula me tendía. Luego guardó un par de guantes quirúrgicos en el bolsillo de la bata y me colgó un estetoscopio al cuello, un instrumento extraño dado nuestro destino. Entramos a la morgue. Ese día no había cadáveres apilados como leños, pero sí algunos desplegados en las mesas de disección, hechas de concreto. El piso de cemento tenía un lustre húmedo, como si acabaran de limpiarlo con manguera. Hasta ese día, el único muerto que había visto, asomándome del ataúd abierto, había sido una versión encogida del abuelo Moe vestido con traje, corbata y kipá blanca. En la mesa de disección más cercana yacía el cadáver de un joven de cuerpo bien moldeado y musculoso, cara bonita de rasgos amerindios, ojos serenamente cerrados, la lozana piel tonificada y húmeda, bigote negro, más suave que hirsuto, y briznas de barba en el mentón. Su torso y sus brazos, moteados de puntos marrones. Úrsula me susurró: Esas son quemaduras de cigarro. Donde debía haber estado su pene había una especie de ámpula reventada, circular y rosa. Sus blandos pies tenían una apariencia inmaculada y melancólica, y apuntaban hacia arriba como si buscasen la cara del joven. Lo que estábamos haciendo era riesgoso, y supongo que más que riesgoso, así que nos fuimos rápidamente. Tan pronto como llegamos a su coche, uno de esos autitos compactos, Úrsula me preguntó si me había dado cuenta de que el cuerpo tenía la garganta rajada. Yo no lo había notado. Ya lo habían limpiado, dijo ella, y habían lavado la sangre.

Después fuimos a un restaurante en la Zona Viva que era propiedad de un belga, y ahí pedimos quiche y ensalada y tratamos de mantener una conversación normal. Con el paso de los años, a menudo he descrito esa visita a la morgue como “el día en que me convertí en periodista”. Como si al plantear las preguntas inevitables —¿Quién era, quién le hizo aquello y por qué?— me viera arrastrado por un torbellino que me hubiese depositado en tierra convertido en periodista. Probablemente todo Guatemala sabía quién le hacía esas cosas a tantos hombres, y especialmente a tantas mujeres jóvenes, y por qué lo hacían. ¿Por qué era tan diferente verlo por uno mismo? Porque ser testigo de algo así te involucra, permite que esa realidad continúe viviendo en tu interior, haciéndose más oscura, más impenetrable, a menos que aceptes los desafíos de vivir con ella y trates de hacerla más clara en vez de más más negra y confusa. Aunque, claro, también puedes intentar huir de ella. Pero ¿podría explicarme alguien, incluso el periodista más astuto y veterano del mundo, cómo es posible que la víctima de tortura y asesinato de la morgue y el almuerzo de quiche en un restaurante belga quepan de manera coherente en una misma hora, o hasta en una misma vida? Recuerdo nuestro almuerzo, el quiche y la ensalada, tan vívidamente como recuerdo la morgue. No comimos en silencio absoluto, pero no recuerdo nada de lo que nos dijimos, sólo una impresión de los ojos de Úrsula como dos hojitas húmedas pegadas al interior de sus lentes. Me pregunté qué seguiría ahora. Me parecía imposible que después del almuerzo Úrsula me llevara en su coche, sin más, hasta la casa de mi tío, pero eso es justo lo que pasó.

Dejé esa historia de la morgue fuera de aquel primer artículo periodístico para la revista para no exponer a Úrsula a ningún peligro. Tiempo después supe que sus padres la habían mandado a vivir a California.

Traduccion:  Daniel Saldaña Paris

*Francisco Goldman (1957), escritor y periodista guatemalteco-estadounidense. Autor de importantes obras sobre la realidad nacional como la novela “La larga noche de los pollos blancos” y el libro de no-ficción “El arte del asesinato político”. Colabora con medios como “The New Yorker”, “The New York Times”, “Harper’s”, entre otros. Es profesor en el Trinity College y en la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Su más reciente novela es “Monkey Boy”.

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