Los equipos de rescate peinaron el área donde se había estrellado el avión, recogiendo lo que podría dilucidar qué había pasado y facilitar la identificación de las víctimas. Desde entonces no deja de desconcertarnos el hallazgo de un cuaderno de apuntes entre los cuantiosos restos calcinados. Ni grafólogos ni paleógrafos lograron identificar al posible autor de un texto consignado en tal cuaderno. La revista Imágenes, editada en Madrid, incluyó fragmentos legibles en un sonado reportaje sobre el accidente aéreo. Transcribo fantásticamente el primer párrafo del texto que sobrevivió al fuego abrazador:
“Por fin he superado a las nubes, pero mandan abrocharse el cinturón, vienen turbulencias, dice una azafata a toda prisa. En efecto, meteoritos que caen abrumadoramente despiertan al fogoso reptil fosilizado…”
Es con gran probabilidad algo que se había comenzado a escribir en pleno vuelo. Acaso una idea para un cuento, un relato o el esbozo de alguna crónica imaginaria, en todo caso una terrible premonición. Reproduzco otro párrafo imaginado:
“Los automóviles del mundo hacen sonar al mismo tiempo sus bocinas y por los tubos de escape salen restos de los bosques de Anderson y las semillas mágicas de Grimm. Parecen pedos de ultratumba o eructos del gran Abderramán. Siguen las turbulencias aquí arriba, cada vez peor. Se percibe el miedo de muchos pasajeros.”
Todo el mundo, es un decir, debería recordar que fue en el municipio de Mejorada del Campo, en las afueras de Madrid, donde se estrelló aparatosamente en el año de 1983 el vuelo 011 de Avianca procedente de París. Fue terriblemente aparatoso, como todo avionazo, la nave chocó tres veces con colinas y árboles antes de convertirse en un infierno de chatarra en llamas. Era un jumbo Boeing 747 que había sido bautizado como El Olafo, en alusión a que había sido comprado o alquilado, no me queda claro, a la empresa SAS de Escandinavia. Acorde a las rigorosas investigaciones del siniestro, la causa del accidente fue una falla humana, un error de los pilotos combinado con cierta mala comunicación con el personal de tierra a cargo de radares. Cegó la vida de 181 personas y hubo, milagrosamente, 11 sobrevivientes.
La noticia de la tragedia conmovió al mundo artístico e intelectual de toda Iberoamérica. Se perdía un par de brillantes críticos que habían hecho época y marcado diferencia. Además de erudición, capacidad analítica y literaria eran ambos. El uruguayo Ángel Rama y la argentina Marta Traba, dos representantes de los anhelos democráticos del continente, marcado entonces todavía por el fierro tánico de las dictaduras militares.
Perdieron la vida también en el accidente aéreo dos novelistas notables. Manuel Scorza, peruano, y Jorge Ibargüengoitia, mexicano. Ambos de 55 años. Scorza había de alguna manera retomado el legado de José María Arguedas (intensidad poética e interculturalidad) integrando esta dualidad arguediana en sus propias novelas Redoble por Rancas (1970), Historia de Garabombo el Invisible (1972), El jinete insomne (1977), Cantar de Agapito Robles (1977) y La tumba del relámpago (1979). Una mezcla de elementos del realismo mágico con mitos precolombinos, dentro de contextos histórico y sociales. Pero en su última novela, La danza inmóvil (1983,) Scorza rompía con el ciclo de novelas relacionadas con las luchas campesinas en el ámbito rural y realizaba una inmersión urbana y cosmopolita en París, fusionando un péndulo argumental con la vida amazónica. La crítica norteamericana Marcy E. Schwartz considera que La danza inmóvil es un ejemplo de novela latinoamericana producida internacionalmente. Scorza revela, según Schwartz, el papel de París como parte de una red comercial de centros de publicación que se apropia de la narrativa latinoamericana:
La novela satiriza con desdén la dependencia de los escritores con respecto a París, exponiendo sus mecanismos de control literario. La trama incluye la historia de su propia producción dentro de una meta narrativa innovadora que irónicamente critica la producción transnacional de una gran parte de la narrativa contemporánea latinoamericana.
El otro narrador fallecido, Jorge Ibargüengoitia, vivía un exilio voluntario en París con su esposa inglesa Helene Joy Laville Perren, desde donde bombardeaba periódicos y revistas con artículos críticos e informativos donde no faltaba el humor y la ironía. Ibargüengoitia era un verdadero francotirador que usaba sus bazucas textuales cargadas de explosiva sátira. Ya en su primera novela Los relámpagos de agosto (1964) había disecado el oficialismo y la revolución institucionalizada de México. Siguieron las novelas Maten al león (1969), Estas ruinas que ves (1975), Las muertas (1977), Dos crímenes (1979) y Los pasos de López (1982).
Durante los últimos cuatro años antes de la tragedia área, Ibargüengoitia se había concentrado en un gran proyecto narrativo, una novela sobre Maximiliano y Carlota la Loca. Este manuscrito lo llevaba íntegro consigo en el avión de Avianca para seguir trabajándolo en los momentos libres que le quedaran en Bogotá. Se había resistido un poco al principio de hacer el viaje, pero Marta Traba entusiasmada con su reivindicación colombiana y consciente de la apertura que ofrecía el encuentro convocado por el presidente Betancourt, lo había parado convenciendo. Ibargüengoitia perdió además de la vida la novela inédita que llevaba. El tema, sin embargo, lo recogería otro novelista mexicano, Fernando del Paso, que residiría en París entre 1985 y 1988 y quien publicaría su reputada novela Noticias del Imperio en 1987.
A los nombres de escritores y críticos se suman la de dos artistas plásticos colombianos. El joven y animoso pintor Jairo Téllez, que vivía en una buhardilla a inmediaciones del Boulevard de la Chapelle y llevaba una vida de bohemio y artista trashumante en París con su pareja la artista alemana Chantal Kreutzer. Pasaba penurias a pesar de que era hijo de un pudiente ganadero, las cuales paleaba vendiendo el mismo sus pinturas y dibujos a amigos y conocidos. Téllez había decido viajar a Colombia con el propósito de participar en una producción cinematográfica. Las fechas de filmación se adelantaron y el joven artista colombiano decidió viajar antes y solo, su novia alemana llegaría semanas después pues tenía compromisos inevitables. El otro, algo más consagrado, el pintor y también escultor Tiberio Vanegas que también vivía en París llevaba consigo casi toda su producción hecha en Francia que para desgracia del arte latinoamericano despareció con el artista entre las llamas.
Tras el accidente aéreo no faltaron los rumores exagerados y las especulaciones infundadas, que fueron desde una supuesta bomba terrorista hasta la inclusión de Ernesto Sábato entre las víctimas, debido seguramente a la confusión con el apellido Sabater de la pianista barcelonesa que pereció en la tragedia. Otro escritor erróneamente incluido al principio fue Alfredo Bryce Echenique. Además del rumor de que Augusto Monterroso providencialmente había perdido el vuelo. Pero Monterroso se encontraba en ese momento a más de diez mil kilómetros de distancia en México.
Lo que si sucedió fue la extraña manera de cómo el cadáver del escritor Manuel Scorza fue reconocido por el antifaz que usaba para dormir y también por una hoja de papel bond escrita a máquina que se había pegado al cuerpo semi calcinado y que estaba corregida con la letra del novelista.
Es preciso anotar la relevancia de la pareja Rama/Traba. El errante par se había conocido en un congreso en Caracas en 1966 y desde entonces habían vivido en cinco diferentes países. Rama fue proscrito por la dictadura militar en su patria y no podía retornar. La pareja se la pasaba desde 1974 dando cátedras en Estados Unidos, Europa y Latinoamérica. Ángel Rama se había confrontado al gobierno de Reagan, lo que condujo a que no se le renovara el permiso de residencia. Marta Traba había vivido en diferentes ciudades: Caracas, París, Montevideo, San Juan, Princeton, Barcelona, México D.F. y Washington, desde su expulsión de Colombia en 1968 después por haber hecho declaraciones críticas de la represión del ejército colombiano en la toma de la Universidad Nacional. El régimen de Lleras Restrepo la acusó de intervenir en los asuntos internos del país. Pero en 1982, el gobierno de Belisario Betancourt la había reivindicado y le otorgó la ciudadanía colombiana. En 1983 vivían en París gracias a una beca Guggenheim y Rama planeaba y estructuraba una obra de gran aliento en que revisaría históricamente la literatura latinoamericana.
Ángel Rama llegó a ser uno de los grandes críticos latinoamericano de tres cuartos de siglo. Valga decir que del Uruguay se han proyectado a todo el continente una estirpe de críticos y de periodistas culturales: Carlos Quijano, Emir Rodríguez Monegal, José Pedro Díaz, Carlos Real de Azúa, Eduardo Galeano, Miguel Ángel Campodónic, Ida Vitale, Homero Alsina Thevenet y Jorge Ruffinelli.
Ángel Rama fue, como otros, marcado por una publicación histórica y emblemática, la revista Marcha editada en Montevideo por Quijano. Rama desarrolló una crítica multidisciplinaria en donde el contexto histórico, social y cultural se trata con análisis enjundiosos y agudas observaciones de obras y creadores. Sus conceptos de ciudad letrada (plasmado en un libro póstumo) y el de transculturación narrativa presentado en Transculturación narrativa en América Latina (1982) se convirtieron en claves que cambiaron la faz de la crítica literaria en el continente. Rama dirigía el gran proyecto latinoamericano Biblioteca Ayacucho impulsado en Venezuela.
Marta Traba era en el momento de su trágica desaparición en Mejorada del Campo, una de las voces más prístinas, más aceradas, más convincentes de la crítica artística y la estética de América. Con su libro Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas había puesto sobre la meza la discusión y análisis de la contemporaneidad del arte latinoamericano. Había también abierto brecha para la compresión y estima del arte abstracto y conceptual. Se recuperaba de un cáncer de seno descubierto tres años antes. París le parecía amable y atractivo a la pareja Rama/Traba. Decidieron comprarse una gata, acaso como símbolo de que la estancia parisina sería prolongada. Alquilaban un confortable apartamento, tenían lazos intelectuales y académicos de primer orden y la base económica estaba asegurada con la beca. Ángel Rama cinco años antes dejó escrito en su diario: “Difícil pensar mi vida sin Marta. Me acostumbraría, como a tantos estados ásperos, pero sólo externamente. Estoy hecho con ella y sólo con ella me entiendo.”
La fatídica noche cenaron algo ligero y cada uno hizo algunas llamadas de despedida. Habían dejado a alguien encargado de regar las plantas, ver que la gata tuviera lo que necesitaba y recoger y ordenar el correo. El mundo parecía ordenado y apacible. Unos veinte minutos después de las diez de aquel 27 de noviembre de 1983, en el aeropuerto Charles de Gaulle, tomaron juntos el vuelo hacia la muerte.
Me sigo preguntando: ¿de quién sería el supuesto escrito encontrado en un cuaderno de apuntes semi quemado? ¿Cuál sería el nombre de ese desconocido autor que presagió la tragedia y que alcanzó a plasmar en un papel sus profundas consideraciones sobre la vida y la muerte? No sabremos por ahora si es ficción o realidad este suceso y solo queda inventarlo de nuevo, agregando dos últimos párrafos trágicamente inexistentes:
“Las alas tiemblan como se retuerce un pájaro alcanzado por la honda que alguien ha usado con los ojos vendados. Truenan los cristales de los cálices aéreos y apabullan los infantes que no entienden de geometrías dilatadas ni el lenguaje afligido de los padres. Ahora la voz desolada, aunque estentórea del piloto, comienza hablando despacio. Explica algo que no entiendo. Alguien grita. Más gritos. Todo sigue desesperadamente hacia la nada…”
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