Aún sigo bajo el shock . No acabo de aceptar que Luis Aceituno nos haya dejado para siempre, que ya no esté entre nosotros, que ya no siga, como era su costumbre, corriendo de un lado a otro, de un podio a otro, de una tribuna a otra, de una cátedra a otra, de un ciclo de cine a un seminario sobre literatura, de una cabina de radio a una sala de conferencias, siempre animando con su palabra aguda, inteligente y amena los distintos ambientes en los que se movía casi desde su regreso del exilio en Francia, pero sobre todo, en el ambiente del periodismo cultural, y desde hace varias décadas, como director de la sección Cultura del desdichadamente desaparecido elPeriódico de Guatemala y sobre todo, a la cabeza de El Acordeón, sin duda el mejor suplemento cultural que haya existido en el país a partir de mediados de los años noventa del siglo pasado. Conozco un buen número de gente que esperaba con impaciencia, cada domingo, la aparición de un nuevo número del semanario, para coleccionarlo después de haberlo devorado de cabo a rabo. Era algo así como el evangelio dominical de la cultura chapina. La aberrante (in)justicia que hoy señorea lamentablemente en este país, al estrangular el medio más fiable del periodismo nacional, hizo naufragar igualmente esta cita semanal con la cultura y la literatura tanto guatemalteca como internacional.
Más de alguna vez he contado (él también lo hizo en algunas de las crónicas de su columna semanal Lado B) cómo el azar nos juntó cierto día, cuando vino a tocar a la puerta de mi departamento, en el París de principio de los ochenta, para invitarme a participar en uno más de sus proyectos literarios que, naturalmente, siempre se revelaban utópicos, no por el entusiasmo que los animaba, sino por la falta del metálico motor que podría haberlos hecho realidad pero que siempre brillaba por su ausencia. Se trataba de fundar una revista multidisciplinaria que aglutinara las inquietudes de los jóvenes talentos latinoamericanos que por esos días vivían en París y en otros países de Europa. La idea era magnífica y audaz, pero irrealizable en esos momentos, por la falta de contactos importantes que ayudaran a llevarla a la práctica. A partir de ese día, nuestra amistad no hizo más que crecer. Y si nunca logramos concretar ninguno de esos maravillosos sueños, sí establecimos un diálogo permanente sobre todo en cuanto a lo que nos preocupaba en esos momentos, el arte, la lectura de nuestros autores preferidos, las mujeres, pero, especialmente, nuestros mutuos Works in progress, para llamar de alguna manera el trabajo literario que ambos desarrollábamos en aquel entonces.
Fui testigo del nacimiento algunos de sus relatos, siempre iluminados con la chispa de ese humor socarrón, juguetón y certero, del buen caricaturista antigüeño que Luis siempre fue, tanto en sus cuentos como en su misma conversación.
Los años de estudiante de teatro, en la universidad de Nanterre, le habían dejado una facilidad de palabra y una capacidad histriónica, que empleaba con mucha gracia y pericia cuando leía alguno de sus textos en público. La audiencia simplemente se mataba de la risa. Conservo un recuerdo muy marcado de la velada en la que leyó en público un cuento que trataba de un joven latinoamericano que trabajaba como guardián en un sex-shop del barrio de Pigalle, la zona roja de París, y le contaba a su jefe, un emigrado magrebí, las barbaridades y aberraciones de las que con frecuencia era testigo entre los clientes que frecuentaban el negocio. El jefe siempre le respondía, entre resignado y condescendiente: “Así son ellos”. A cada respuesta del magrebí, se oía en toda la sala un unánime estallido de carcajadas.
Hay que leer sus dos libros de cuentos para darse cuenta que hemos perdido a uno de los narradores mejor dotados de su generación. Yo lo colocaría a la cabeza. Sé que los hay muy buenos y hasta excelentes entre ellos. Pero, aparte de Dante Liano, que Luis admiraba sobremanera y de quien de algún modo se sentía deudor, no encuentro otro que utilice el lenguaje oral y el humor con semejante maestría. Desgraciadamente fue muy parco en su producción. El periodismo le robó tiempo a su imaginación creadora.
Quienes hayan leído la última página de elPeriodico todos los martes, recordarán esos textos breves y certeros, escritos con una prosa clara y brillante que componían su columna Lado B, textos que recogió en una buena selección, bajo el título El día que Mataron a John Lenon; en el prólogo al libro, yo los bauticé como ‘micro-crónicas’, y que quedarán como ejemplo de una nueva modalidad del periodismo cultural. Aconsejo vivamente su lectura, porque, tanto en su conjunto como aisladamente, estos escritos van mucho más lejos que una simple columna periodística. Son un ejemplo del talento sintético que abrigaba su prosa, fresca, aguda, entretenida, amena, por no decir cautivante, a pesar de haber sido escritas bajo la presión del tiempo que exige el oficio periodístico.
La presencia de Luis Aceituno en el periodismo guatemalteco fue esencial, nuclear, para la vida cultural e intelectual del país. Las páginas de El Acordeón significaron una puerta abierta a quienes vivíamos fuera de las fronteras y deseábamos integrarnos en el intercambio de ideas con los demás colegas que vivían intramuros. Ese diálogo fue fructuoso, o espero que haya sido así. No hubo jamás censura a nuestros escritos. Todos expresamos abiertamente lo que pensábamos. Con ello, Luis dio una cátedra de apertura y de modernidad periodística.
¿Quién tomará su lugar en el panorama cultural del país? Sin duda, será una tarea difícil de cumplir. Quien lo hiciera tendría que hacer acopio de todos los dominios en los que Aceituno sobresalía, esos talentos polifacéticos que lo caracterizaban: su erudición tanto en cine, como en literatura, su capacidad para debatir en el campo de la ideas y de animar y promover estos debates. Aquellos que lo conocían, apreciaban su variadísimo conocimiento en lo que respecta a la música moderna, sobre todo en lo que concierne al rock y sus derivados.
Con la desaparición física de Luis Aceituno, Guatemala pierde prematuramente a uno de sus más importantes intelectuales, a un gran periodista cultural que, a pesar de no haber asumido abiertamente la temática política en sus escritos, sus artículos y crónicas, muchos de ellos pueden sin embargo leerse como una denuncia sin concesiones a ese medio que hoy envenena la vida social del país, el tristemente llamado ‘pacto de corruptos’.
Yo, en lo personal, he perdido a uno de mis más entrañables amigos, a mi hermano en la ideas y en las inquietudes. El cómplice con el que compartí diez largos y emotivos años de nuestra juventud.
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