Los Frutos de mi mujer (Fragmento)

Un cuento de Han Kang, la escritora surcoreana que el pasado jueves fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura 2024, “por su intensa prosa poética que confronta traumas históricos y expone la fragilidad de la vida humana”.

Han Kang

octubre 13, 2024 - Actualizado octubre 12, 2024

Mamá:

Ya no puedo escribirte. Tampoco puedo ponerme el suéter que te dejaste. Me refiero al de color morado que te olvidaste en casa cuando viniste el invierno pasado.

Al día siguiente de que él se fue de viaje de negocios, me lo puse porque tuve escalofríos desde la mañana. Como no lo había lavado, conservaba tu olor y el de las comidas que cocinaste. Debería haberlo lavado, pero tenía mucho frío y, además, quería guardar esos olores por mucho tiempo, así que me lo puse y me quedé dormida. Los escalofríos no cesaron hasta la madrugada del día siguiente. No te imaginas lo que fue eso, mamá. Sufrí tanto frío y tanta sed que me puse a llorar cuando llegó la mañana y los rayos de sol iluminaron la ventana del dormitorio. Quise recibir esa calidez en todos los recovecos de mi cuerpo, por eso salí al balcón y me desnudé. El sol olía tan tibio como tu piel, así que me arrodillé y te llamé sin parar.

No sé cuánto tiempo ha pasado. No sé si fueron días, semanas o meses. El aire pareció caldearse, pero luego fue perdiendo la tibieza y últimamente solo siento frío.

Las ventanas de los apartamentos al otro lado del riachuelo parecen iluminadas con luces de tonalidad anaranjada ¿Podrá verme la gente que vive allí? ¿Podrán verme desde los automóviles que corren por la autopista con los faros encendidos? ¿Qué aspecto tendré en este momento?

***

Él está mucho más amable conmigo. Consiguió un maceta enorme y me plantó allí. Los domingos se sienta en el umbral del balcón durante toda la mañana para quitarme los pulgones. Con lo cansado que solía estar antes, ahora sube todas las mañanas al monte para traer agua del manantial y la vierte sobre mis pies, recordando que no me gusta el agua del grifo. Hace poco incluso compró un montón de tierra nueva y me trasplantó a otra maceta. Y los días que la lluvia limpia la atmósfera de la ciudad, deja abiertas las ventanas y la puerta de entrada del apartamento por la madrugada para cambiarme el aire.

***

Es extraño, mamá. Aunque ya no pueda ver, oír, oler o sentir el gusto, lo percibo todo de una manera más intensa. Siento los automóviles que se deslizan ásperamente por la autopista, la ligera vibración de los pasos de mi marido cuando entra por la puerta, el anhelo de fertilidad del aire cuando está por llover, la tonalidad blanquecina que adquiere el cielo cuando hay niebla. Siento que brotan los retoños y las hojas, tanto las cercanas como las lejanas; que las larvas rompen sus huevos; que los perros y gatos paren sus crías; que el pulso del anciano del edificio contiguo parece apagarse pero sigue latiendo; que hierve la espinaca en la cocina del piso de arriba; que hay un enorme ramo de margaritas en el jarrón sobre el equipo de audio de esa vivienda; que las estrellas se desplazan dibujando arcos flexibles sin importar si es de día o de noche; que cuando sale el sol los plátanos a los lados de la autopista se inclinan anhelantes hacia él; que mi cuerpo también se expande lleno de plenitud en esa dirección.

¿Lo comprendes, mamá? Sé que pronto dejaré también de pensar, pero no me importa. Hace mucho que sueño con vivir solo del viento, el sol y el agua.

***

Me acuerdo de cuando era pequeña, de los sabrosos aromas que olía cuando corría a la cocina y hundía mi cara en tu delantal. El olor a aceite de sésamo, a sésamo tostado. Mis manos siempre estaban manchadas de tierra y te ensuciaba la falda cuando te abrazaba.

¿Cuántos años tendría? Me acuerdo de un día de primavera que, subida al tractor de papá, iba por la orilla del mar mientras caía una suave llovizna. Me rondan las imágenes, como molinillos al viento, de los adultos con impermeables que sonreían al verme pasar y de los niños con los flequillos mojados pegados a la frente que agitaban la mano dando saltos.

Para ti el mundo se reducía a ese pueblo pobre a la orilla del mar donde naciste y te criaste. Allí tuviste a tus hijos, allí trabajaste y allí envejeciste. Y algún día yacerás junto a papá sobre la ladera de una montaña de las inmediaciones.

Mamá, me vine a este lugar tan lejos para no ser como tú. Todavía no me olvido de las calles de Busan, Daegu y Gangneung por las que vagué durante más de un mes cuando a los diecisiete años me marché de casa sin rumbo fijo. Mintiendo sobre mi edad, de día trabajaba como camarera en un restaurante japonés y por las noches dormía acurrucada en una sala de estudio, pero igual me gustaba esa vida. Me gustaba el brillo de las luces de la ciudad y el garbo de su gente.

En ese entonces no sabía que iba a deambular, envejecida y ajada, por estas calles llenas de gente desconocida. Sino fui feliz en mi pueblo ni en este lugar forastero, ¿a dónde más puedo ir? Nunca he sido feliz ¿De quién será el alma en pena que me persigue tenaz y me ata de cuello, pies y manos? Como una niña que llora si le pegan y grita si la pellizcan, siempre he querido salir corriendo, desgañitarme llorando, destrozar a puñetazos la ventana del autobús sentada en el último asiento con cara de la niña más buena del mundo, sorber a lametazos la sangre que mana de mis manos ¿Qué era lo que me atormentaba tanto?

¿De qué quería escapar cuando deseaba marcharme al otro extremo del mundo? ¿Por qué fui tan estúpida y no me fui? ¿Por qué no me marché, ligera como el viento, y cambié esta odiosa sangre mía por otra nueva?

***

Dijo que no se escuchaba nada en mis entrañas, que solo resonaba un viento en la lejanía. Es lo que murmuró el doctor anciano, mientras le daba golpecitos al estetoscopio con la punta de los dedos. Después dejó el aparato a un lado y encendió la pantalla en blanco y negro del equipo de ultrasonido. Me puso un gel frío y pegajoso en la panza y, presionando la sonda sobre mi piel, fue repasando lentamente todos los rincones de mi abdomen. Entonces se vio en la pantalla lo que parecían ser mis vísceras.

—Está todo normal —murmuró el médico, pasándose la lengua por los labios—. Lo que se ve ahora es el estómago… No hay nada anormal. El estómago, el hígado, el útero, los riñones… todo está bien.

¿Por qué no habrá podido ver que mis órganos estaban desapareciendo lentamente? Me limpió sin cuidado el gel con un par de pañuelos de papel, pero cuando iba a levantarme, me ordenó que me acostara de nuevo y comenzó a presionar distintos puntos de la panza.

—¿Te duele? —me preguntó de pronto tuteándome y yo le respondí negando con la cabeza, con la vista fija en sus gafas— ¿No te duele? ¿Aquí tampoco?

—No, no me duele.

Mientras volvía a casa después de recibir una inyección, vomité de nuevo. Me puse en cuclillas, con la espalda apoyada en los azulejos fríos del baño de la estación del metro y empecé a contar los números con la esperanza de que amainara el dolor, ya que el médico me dijo que no me tomara las cosas tan a pecho. Que todo era psicológico. Que debía tomarme las cosas con más calma. Contar uno, dos, tres, cuatro cuando tuviera ganas de vomitar y mantenerme lo más tranquila posible. Sin embargo, el dolor no remitió a pesar de que me brotaron las lágrimas y tuve que sentarme en el piso después de expulsar el jugo gástrico, esperando a que el suelo dejara de sacudirse y se aquietara.

¡Hace tanto que sucedió todo eso!

***

Mamá, siempre sueño lo mismo. Que crezco tan alto como un álamo, que perforo el techo del balcón, el balcón del piso de arriba, el del piso quince, dieciséis y llego hasta la azotea atravesando el hormigón y las vigas de hierro, que se me abre en la punta del tallo una flor semejante a una larva blanca, que sube la savia transparente por los tubos leñosos a punto de reventar, que alzando bien las ramas empujo hacia arriba el cielo con el pecho para finalmente irme de esta casa. Mamá, sueño lo mismo todas las noches.

***

Está haciendo cada vez más frío. No te imaginas cuántas hojas cayeron al suelo, cuántos insectos se están muriendo, cuántas serpientes cambiaron de piel y cuántas ranas comenzaron su hibernación hoy en el mundo.

Me acuerdo todo el tiempo de tu suéter. Ya casi no recuerdo tu olor. Quisiera pedirle a mi marido que me cubra con ese suéter, pero no hay manera de comunicarme con él ¿Qué puedo hacer, mamá? A veces llora y otras veces se enfada al verme marchitar. Ya sabes que yo soy su única familia. Puedo sentir que en el agua de manantial que vierte sobre mí se entremezclan sus lágrimas tibias. Que manotea en el aire sus puños cerrados porque no tiene a quién dirigirlos.

***

Mamá, tengo miedo. Tengo que bajar los brazos. Esta maceta es demasiado pequeña y dura. Me duelen las raíces crecidas a más no poder. Me moriré antes de que llegue el invierno. Seguramente no volveré a florecer en este mundo.

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