Uno de los motivos que explica el gran significado universal que tiene la obra pictórica de Rembrandt consiste en que convirtió el rostro humano, y primer lugar su propio rostro, en un objeto de minuciosa y detallada descripción. Su rostro, al ser parte integrante de su cuerpo, es por esta razón una parte de la naturaleza misma; y al serlo, debe representarse en el lienzo lo más fielmente posible en cada instante de su existencia, debe retratarse cada cierto tiempo para mostrar los cambios que experimenta, para dejar testimonio de los nuevos rasgos que van apareciendo como las arrugas o la pérdida del pelo que indican su paulatino envejecimiento. Y así pudo obtener al final de la vida el retrato de la propia vida.
El conjunto de 80 auto retratos que Rembrandt se hizo durante su vida es en realidad el retrato único de sí mismo, el retrato que refleja la unidad de su ser que se conserva presente en cada variación que sufrió su rostro por el paso del tiempo. Pero Rembrandt tuvo también un segundo propósito al retratarse a sí mismo tantas veces: el de crear una obra de arte consigo mismo, el de hacer de sí mismo uno de los objetos privilegiados de su actividad artística creadora. Y de esta manera logró que su persona trascendiera a la historia, fuera conocida y reconocida por todas las generaciones posteriores, no solo por la extraordinaria calidad técnica, versatilidad y originalidad de sus cuadros, sino, además, por la presencia viva de su rostro en muchos de esos cuadros. Cuando contemplamos sus lienzos reconocemos sin dificultad su nombre y su persona por el sello original de su estilo artístico. Y también porque se nos presenta como un ser humano casi vivo a través de sus retratos maestros, a través de los múltiples rostros que conforman su Rostro.
Pero los auto-retratos de Rembrandt tienen un significado si se quiere más profundo: se trata de que con la técnica del claro-oscuro que dominó con gran maestría nos reveló el doble efecto que siempre tiene todo rostro humano sobre quienes lo observan. Por un lado, gracias a la luz que proyecta sobre sus ojos y su boca nos es posible descubrir algunos rasgos de su mundo interior, de sus emociones y sentimientos, como, por ejemplo, la alegría de ser joven o la tristeza y melancolía que se apodera de él al llegar a la vejez. A diferencia del retrato de la Mona Lisa de Leonardo en la que su bella sonrisa nos anuncia un misterio insondable de su interioridad, nos formula una pregunta sobre su ser íntimo que no podemos contestar con claridad unívoca y concluyente, los auto-retratos de Rembrandt nos abren de modo casi transparente un aspecto definido de su mundo interior.
Pero, por otro lado, en virtud de las sombras, que, al mismo tiempo, proyecta sobre otras partes de su rostro Rembrandt nos revela con especial fuerza que la interioridad que nos ha mostrado no es en realidad toda su interioridad; que existen partes o aspectos de su mundo interior, como, por ejemplo, sus pensamientos e ideas, que no aparecen expuestos a nuestra mirada por la expresividad luminosa de su mirada o de sus labios. Son aspectos que nos permanecen ocultos e inaccesibles por más que indaguemos su mirada, por más que interroguemos la expresión de sus ojos. De tal manera que la sombra con la que cubre una parte de su rostro le sirve para arrojar una sombra sobre una parte de la vida interior-espiritual que no podemos despejar. El filósofo francés Emanuel Levinas a mediados del siglo pasado describió en términos conceptuales esto que Rembrandt había mostrado de modo sensible con la imagen de su rostro al sostener que el rostro de cada ser humano “es un fondo infinito de posibilidades expresivas que, simultáneamente se nos anuncia, y se nos esconde; que el rostro es el espejo del alma que, sin embargo, no la refleja toda porque al reflejarla nos revela la existencia significativa de algo que nos permanece inevitablemente oculto”.
Por la misma época barroca Velásquez en España desplazó en su famoso cuadro Las meninas al rey Felipe IV y su esposa que posaban para él -símbolos del poder que ocupaban el centro de la vida socio-política- del centro del cuadro hacia un lugar marginal casi irreal, hacia el fondo de un pequeño espejo que proyecta sus figuras. Con este desplazamiento imaginario Velásquez anunció, tal vez sin saberlo conscientemente, el desplazamiento real que tiempos después sufrirían los monarcas españoles, y en general todos los monarcas europeos, del centro del poder político. Rembrandt realizó en sus auto-retratos un desplazamiento semejante, pero con respecto al lugar donde la interioridad significativa de sí mismo, y en general del ser humano, se manifiesta de manera más clara y nítida su existencia: junto al centro iluminado del rostro como habitualmente lo habían expuesto los pintores anteriores renacentistas la presentó en sus bordes oscuros y sombríos, en las zonas donde no vemos casi nada de los rasgos externos de ese rostro. Estos bordes oscuros adquirieron por obra de su pintura sobre sí mismo un lugar central en la posibilidad de mostrarnos la existencia de un aspecto de su interioridad que se escapa siempre a nuestra mirada.
Con este desplazamiento Rembrandt nos mostró de modo simbólico los límites que tiene nuestra observación para representar la totalidad del ser humano. Las sombras con las que cubrió algunas partes de su rostro nos revelan la barrera infranqueable que se interpone a nuestra pretensión de conocer el ser interior completo de una persona por medio de nuestra observación; ésta por más aguda y penetrante que sea no puede nunca rebasar las partes exteriores de los cuerpos y rostros a las que la dirigimos; en el centro de esa exterioridad se queda irremediablemente anclada esa observación. Limitación cognoscitiva que solo puede ser superada, como se sabe, por el lenguaje, o mejor, por el uso del lenguaje que nos hace la persona a la que observamos. Solo cuando esa persona nos habla de sí misma podemos acceder a los aspectos de su interioridad, como sus ideas, pensamientos y valores, que se nos escapan a la simple observación de su rostro. Por eso el espejo del alma no es solo el rostro como sostuvo Levinas, sino, sobre todo, el lenguaje como la constató sabiamente Platón hace casi 25 siglos. Cuando las personas lo usan, ponen en los bordes exteriores materiales verbales o escritos de las palabras y frases el fondo inmaterial de su ser interior para convertirlo en una parte “sustancial” de la realidad por la que transcurren sus vidas.
Finalmente podemos decir que Rembrandt con estos autorretratos renunció al ideal renacentista de plasmar en el lienzo la belleza casi perfecta o ideal del cuerpo y el rostro de los seres humanos; hasta el punto que con él la belleza física del ser humano dejó de ser objeto privilegiado de recreación artística. Y dejó de serlo porque Rembrandt intuyó que la belleza física de los seres humanos no es capaz de concentrar o absorber la totalidad de su ser. Es decir, que la belleza de sus rostros no es un atributo que les dura todas sus vidas; es una atributo temporal y finito. De ahí, que los artistas renacentistas al recrear recrean la imagen de rostros jóvenes y hermosos, representaron solo ese instante temporal de rostros que desaparece cuando ese instante temporal dejar de existir. Y, que, por lo tanto, no constituye toda la existencia temporal de los seres humanos, sino apenas una parte, el comienzo de la misma.
Pero, además, la belleza juvenil que, se presenta como el mayor atributo de los seres humanos, disimula u oculta una carencia esencial: la falta de vivencias y experiencias de vida que tienen. Aunque esta es una carencia propia de todos los jóvenes, independientemente de que sean o no hermosos, el hecho de ser bellos, contribuye enormemente a disimular esta carencia esencial. Pues la belleza proyecta siempre la ilusión en quienes la poseen o contemplan que es un atributo completo y suficiente de sus vidas. Ilusión por supuesto falsa, que, sin embargo, es tan fuerte y poderosa que los conduce a creer que es verdadera, y, que, el paso del tiempo se encarga de refutar de manera implacable al hacer desaparecer, o por lo menos, debilitar y deteriorar sustancialmente esa belleza de sus rostros.
Sin embargo, la pérdida de la belleza física que se da por el paso del tiempo no es una pérdida humanamente grave porque queda muy bien compensada con la adquisición de vivencias que constituyen y llenan sus vidas, y experiencias que les proporcionan valiosos conocimientos sobre la vida misma. El envejecimiento paulatino de los seres humanos que les hace perder la belleza, en aquellos que la tuvieron, no es en realidad una grave pérdida porque en su lugar adquieren una cualidad semejante o superior, la del saber o la sabiduría que les da el hecho de haber vivido una vida en la que aprendieron muchos aspectos de la vida misma. Por eso los autorretratos de Rembrandt de su vejez son los que mejor nos indican la presencia unas vivencias y experiencias gracias a las cuales se hizo un gran creador artístico, y, sobre todo, en un excepcional creador de sí mismo.
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