Lo que queda del D. F.

Todo en México es las dos cosas: conservador y revolucionario. Son como sueños que penetran la realidad. Así lo percibió André Bretón cuando visitó la histórica ciudad y la definió como surrealismo puro.

Jaime Barrios Carrillo     septiembre 15, 2024

Última actualización: septiembre 14, 2024 8:54 pm

“De ninguna manera volveré a México. No soporto estar en un país más surrealista que mis pinturas”.

Salvador Dalí

Días antes de viajar a un congreso literario en Ciudad de México, tomé un café con un buen amigo mexicano. Ramón Hano es un catador de vinos retirado, ex poeta y chilango cien por cien. Vino a vivir a Suecia huyendo de una plaga de langostas que asoló la ciudad de Pachuca, a donde se había trasladado para trabajar como visitador médico. En la biblioteca de Pachuca, encontró los tomos de la Trilogía del Milenio de Stieg Carlsson y se entusiasmó con Suecia. Llegó a Estocolmo un invierno de exagerada nieve. 

Ramón renunció, inteligentemente, a la pretensión de ser poeta y, gracias a un curso de catador de vinos, consiguió un puesto en un bar que gestionaban unos argentinos. Después comenzó como trabajador social en un barrio marginal, donde ha hecho una carrera asombrosa. Añora, sin embargo, su Distrito Federal, o lo que acaso queda de este. Me sugiere que visite en Ciudad de México el restaurante “Tres Espejos” en el Centro Histórico, entre las calles Guatemala y Uruguay. Me explica las proezas gastronómicas del recinto. Cochinita pibil adornada con azucenas, tacos celestiales al pastor, enchiladas, tamales de todo tipo. “De los pocos lugares auténticos que van quedando”, me dice Ramón.

Aterrizar en Ciudad de México es una experiencia única. Es pasar por encima de un paisaje urbano que parece infinito. Me hospedo en Isabel La Católica, hotel tradicional del centro situado justamente en la calle Isabel La Católica 63, muy cerca del Zócalo, del Templo Mayor y otros lugares emblemáticos de la ciudad. Es un hotel que data de mediados del siglo diecinueve y fue originalmente la casa principal de una hacienda. Ahí murió de neumonía en 1853 el famoso historiador y político conservador Lucas Alamán, cuyo nombre completo era el largo y estrafalario de Lucas Ignacio José Joaquín Pedro de Alcántara Juan Bautista Francisco de Paula Alamán y Escalada. 

Todo en México es las dos cosas: conservador y revolucionario. Son como sueños que penetran la realidad. Así lo percibió André Bretón cuando visitó la histórica ciudad y la definió como surrealismo puro. Recuerdo ahora la versión del bisexualismo de Emiliano Zapata, el macho por antonomasia, el de los bigotes imperdibles, las pistolas y el caballo de guerra. Una pintura del artista Fabián Cháirez representa a un Zapata cabalgando semi desnudo, con los labios pintados, una faldita rosada y con zapatos de tacón en una pose provocadora. La obra de Cháirez se convirtió en escándalo. Oprobio en el país de los super machos y homofobia abierta. Indignación de la heteronorma patriarcal y muchos más etcéteras. La galería fue asaltada por fanáticos que lastimaron algunas obras.

Ya en 2026 el escritor Pedro Ángel Palou en su novela Zapata había descrito con detalles el encuentro sexual en un establo entre un muy joven Zapata y su jefe, el hacendado Ignacio de la Torre y Mier, yerno del dictador Porfirio Díaz. Cito:

“Entonces el hombre lo abraza por detrás. Siente la carne de don Ignacio sobre su espalda, el calor de su miembro detrás de su cuerpo, la fuerza de los brazos que lo maniatan. El aliento del hombre, su beso en el cuello. Ignacio de la Torre le tira el sombrero de un manotazo y acaricia su cabello. Emiliano logra zafarse del abrazo, lo voltea, le afloja el cinto y le baja los pantalones con rabia, enfurecido. Hunde su miembro entre las nalgas del hombre. Estrecha todo su cuerpo contra la carne blanca y peluda del hacendado”.

El matrimonio de Ignacio de la Torre y Mier con Amada Díaz, la hija mayor y la favorita de Porfirio Díaz, fue de fachada. Don Ignacio y Doña Amada optaron desde el principio por “habitaciones separadas”. Eran conocidas las orgias homosexuales de Ignacio. La noche del 17 de noviembre de 1901, una redada de la policía en la calle de La Paz, en la colonia Tabacalera, lo sorprendió en una casa con otros 40 muchachos gay. Ignacio de la Torre escapó o lo dejaron escapar y era el número 41, que desde entonces quedo como código de la policía para identificar personas homosexuales. 

De la Torre apoyó al gobierno espurio del general Victoriano Huerta y al ser este derrocado, cayó en desgracia. Estuvo en la prisión de Lecumberri, de donde Emiliano Zapata, al ingresar con sus tropas a la Ciudad de México, lo rescató. En 1918 fue vuelto a ser prisionero por las tropas de Venustiano Carranza y violado por múltiples soldados. Logró escapar a Nueva York donde al poco tiempo murió a causa de los desgarres producidos por la múltiple violación. Un año después fue asesinado Emiliano Zapata. Pero hasta aquí con Zapata y sus preferencias sexuales.

Me voy en metro que es como un sótano con alas: Coatlicue regresa a sobornar la bruma, ofrece la faz de un espejismo en las retinas. Hablaría la diosa y temblaría México entero. Luego Indios Verdes, Pino Suárez y el mundo respirando en su profundidad. Mientras tanto los peseros recorren indolentes una avenida que parece infinita: La Reforma. Visualizo las ventas callejeras en frente de Catedral: collares, espejos, obsidianas, marionetas y sombreritos de paja bajo un rumor de autos rodando lejano y que rebota entre las lajas del patio interior de una gran sala: El Zócalo, en una tarde de diciembre, cuando los arreglos navideños tiemblan de frío y de locura.

Los intestinos se menean en Sanborns, mientras el Palacio de Bellas Artes va hundiéndose paulatinamente, varios centímetros cada año, en antiguas aguas ahora demolidas. El ángel en la glorieta Rivas Mercado siente dolores en las alas porque la historia circula por las venas, la sangre circula por la historia buscando en las rosas de Cuauhtémoc el enigma perturbado de Carlota. Ese día la selección mexicana de futbol derrotó en el Estadio Azteca, abarrotado por 90 000 fans, al equipo de la isla antillana de San Martín que tiene apenas 87 kilómetros cuadrados y aproximadamente 70 mil habitantes, menos que la capacidad de espectadores del estadio. Ha sido un triunfo por goleada y México se aseguró un lugar en el mundial de futbol. La gente se aglutina en la glorieta Rivas Mercado a celebrar el gran triunfo tricolor y al fondo de mis antiguos oídos suena la arcaica canción El circo, del grupo Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio:

“Un alto, un siga, un alto. Un alto, un siga, un alto/                                                                                  Es mágico este lugar mientras más pobres hay/ Más alegría se ve en las calles, hay color/ No falta algún saxofón al terminar la función”.

Hago una reservación en el “Tres Espejos” y a las ocho de la noche estoy sentado en una mesa recorriendo el exótico menú. Me levanto a lavarme las manos y encuentro la razón del nombre: hay tres espejos simétricos de unos cuarenta centímetros por lado. Están colgados en el baño. El primer espejo es de obsidiana y refleja de manera fantástica el pasado precolombino de México. En el centro está un espejo de diamante puro que muestra el México contemporáneo y las finanzas del narco y los carteles. Por último, un espejo que es una mezcla de todo, obsidianas, cristales franceses, arquetipos ibéricos y siga contando. 

La cena resulta estupenda. Insectos a la azteca, iguana de Texcoco frita, albóndigas de guajolote en salsa de mamey. Tragos: mezcal de marca prestigiosa, cada gota cuesta un ojo de la cara. Vino francés y como digestivo una copita de brandy Presidente, añejado con astillas de roble y sazonado con vainilla y caramelo. De postre el infaltable chocolate a la Nezacohualcoyolt y hormigas endulzadas. 

Salgo lleno y complacido. Ramón Hano tenía razón. Al volver a Estocolmo nos vemos en una cafetería ecológica y Ramón llega con el quinto tomo de la trilogía. “¡Es fantástica!”, me dice. “¿La trilogía?”, le pregunto. “No, güey, la historia de México”, me dice riéndose. Le digo que la historia del D.F. es muy rica. “Ya no hay D.F. Ahora es La Ciudad de México, CDMX”, me corrige Ramón.

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