Lo que aprendí de Neruda

Antonio Skármeta, uno de los escritores contemporáneos más importantes de la literatura chilena y latinoamericana, murió la semana pasada a los 83 años. Es conocido principalmente por ser el autor de la novela Ardiente paciencia, llevada al cine por el autor mismo en 1983 y en 1994 por Michael Radford como El cartero y Pablo Neruda, una gran producción que mereció varias nominaciones a los premios Oscar, entre ellos el de Mejor Película. En 2022, Rodrigo Sepúlveda realizó una nueva adaptación cinematográfica de la obra que puede verse actualmente en Netflix.

Antonio Skármeta

octubre 20, 2024 - Actualizado octubre 19, 2024

Mi relación con Pablo Neruda, aquella que me inspiró la novela y la pieza teatral que desbocaron en el filme Il postino [El cartero y Pablo Neruda], fue al comienzo tan estrictamente pragmática que confesarla aquí pone un brote de rubor en mis mejillas.

Cuando era niño o algo más, hacia los trece o catorce, solía enamorarme perdidamente cada dos días- y para toda la vida- de mujeres mayores que yo. Pero éstas siempre preferían a los galanes de último año del liceo, expertos en enchuecar la boca para gorjear baladas de Nat King Cole, eximios fumadores de cigarrillos marca Richmond en las eróticas esquinas del instituto y diestros incursionadores en las blusas de los uniformes de mis amadas platónicas e imposibles.

Ellos sabían hablarles con voz ronca, mirándolas a los ojos, y echando volutas de humo con la precisión de un relojero, mientras The Platters cantaban Smoke gets in your eyes.

En cambio nosotros, los de los cursos inferiores comenzábamos a rascarnos el cuello y las espinillas en cuanto una chica se nos ponía al alcance. Si alguna preguntaba simplemente la hora, nos poníamos púrpura, granate, y un océano de pudor nos hacía transpirar.

Hubo ocasiones en que la vida, ciertas primas celestinas o la caridad, pusieron en mi radio de acción algunas de esas bellezas que amaba con todo el furor del silencio. Pues bien, ni aun a solas en el sofá del living, la madre ausente jugando canasta, me animaba a decirles algo. Cuando volvía a casa pateando piedras por las calles santiaguinas, las palabras me venían en tropel. Le hubiera dicho esto, o lo otro, mijita. En la soledad de mi barrio, parecía macetero con la cantidad de flores que abultaban mi boca.

Y así iban pasando mis días, yo cocinándome en mi silencio mientras todos los otros se mojaban los labios en las frescas bocas de las muchachas del mundo, cuando cayó en mis manos un libro de Neruda: Todo el amor.

Un año antes había traficado de modo ignominioso con la poesía cuando, para aterrar al profesor de francés que nos enseñaba estribillos inofensivos tipo Sur le pont de Avignon, escenifiqué un ballet inspirado en Las flores del mal de Baudelaire.

Se trataba de una precaria representación de El vino del asesino, donde sobre la tumba de Baudelaire, hecha de cartulina negra, dos bailarinas se disputaban el alma del francés, mientras mi amigo Pato Carvacho, futuro capitán no golpista de la Fuerza Aérea chilena, tocaba en acordeón La mar de Charles Trenet, uno de los temas galos de su repertorio, que incluía además C’est si bon. Yo recitaba el poema en francés como si tuviera piedras en la boca, y con toda justicia nuestro maestro, le cochon Arenas, me puso solo un más que regular por la performance.

Pero no fue en el rubro de mi bilingüismo donde alcancé fama y popularidad. Las dos bailarinas, traídas de una opaca academia vocacional cercana, aparecieron en la coreografía con ceñidas mallas negras donde se podía apreciar no solo sus tersas curvas sino la insinuación de todas sus hendiduras.

Los patibularios de mi curso le propinaron en agradecimiento una rijosa ovación, y yo pasé a ser el “choro” que había traído las “chicas prácticamente en cueros” al impoluto Instituto Nacional. Dueño de la más perfecta virginidad, tuve que asumir la fachada de una suerte de gigoló, y espantar con empujones a mis colegas estudiantes, que me imploraban con la voz quebrada por “gallitos” que les presentara a mis amigas. ¡Me lo pedían a mí, el más indigente en erotismo!

“Ayúdame a debutar, Ángel de la Guarda”, rogaba por las noches con la sábana elevada en un pequeño promontorio.

Fotograma de Ardiente paciencia, primera versión cinematográfica de El cartero y Pablo Neruda, dirigida por Antonio Skármeta, 1983.

Todo el amor de Neruda estaba ilustrado con ninfas larguísimas, como las modelos de una revista y yo comencé a elucubrar que ellas eran las figuras reales a quienes el poeta asestaba sus versos. De los dibujos me detuve en las palabras y en pocos días proclamé que Neruda era el ventrílocuo de mi alma.

“¡Ah, los vasos del pecho, los ojos de ausencia, las rosas del pubis! ¡Ah, tu voz lenta y triste!”

Como los niños se enamoran de un trapo o de un objeto y lo acarician día y noche, yo designé al libro de Neruda mi lazarillo. Caminé con él en la más amarga doble soledad: sin una chica al lado y con esos poemazos que me refregaban su ausencia en mis narices.

Por fin, en una tarde de invierno una cierta morena infinita me preguntó en el sofá de su abuelo qué libro era ese. Leímos unos versos hasta que se hizo oscuro, y puesto que ella no tomó la iniciativa de encender la luz, de pronto adiviné que su lengua se deslizaba sobre mis labios y los abría levemente para seguir avanzando hasta mi propia lengua.

El resto fue una deliciosa turbación de difícil detalle que debo ahorrarles a mis honorables lectores. Concretamente, le debo a Neruda haber perdido mi inocencia.

Creo que desde ese momento decidí pagarle algún día la exquisita deuda. Y tal vez en esta provinciana anécdota esté el impulso de mi vocación de escritor. ¡Tenía ya una prueba fehaciente del poder de las palabras!

En un cuaderno marca Torre que reencontré en el baúl de mis padres mientras concebía estas páginas, había estampado con trazos febriles el siguiente informe:

“Bendigo mis torpes gestos de muchacho despeinado y mis palabras prestadas; bendigo su mar sin orillas y la deliciosa tempestad en que me ahogo. Así que esto era el amor. Gracias, don Pablo”.

Nada de extraño entonces que cuando publicara mi primer libro con el título de El entusiasmo (optimismo que mis lectores comprenderán si les juro que en ese momento era joven, flaco, tenía pelo) corriera a casa de Neruda en Isla Negra para rescatar una opinión, y quién te dice, quizás un elogio.

Castigué mi rauda citroneta y llegué con el libro latiendo entre las falanges. Neruda le dio la vuelta por tomo y lomo, lo hojeó aburrido y subiéndose los pantalones me dijo:

—Bien, muchacho. Dentro de dos meses te doy mi opinión.

Dos semanas más tarde hice repiquetear todas las campanas de la Isla Negra.

Cuando el poeta abrió, tuvimos el siguiente diálogo:

—Poeta, soy yo.

—Ya veo.

—¿Lo leyó?

—Sí.

—¿Y qué le pareció?

Neruda levantó la vista hacia unas aves migratorias, seguramente deseoso de emprender el vuelo con ellas.

—Bueno- dijo.

Me llené de rubor y orgullo. El poeta Pablo Neruda encontraba bueno mi libro. Con un pie yo me sujetaba el otro para no comenzar a levitar.

—Pero —añadió bajando abruptamente su mirada hacia mi frente— esto no quiere decir nada, porque todos los primeros libros de escritores chilenos son buenos.

Hizo una dramática pausa. 

—Mejor esperemos el segundo.

Años después mi relación con Neruda —tras varias peripecias de orden sentimental y picaresco en que lo tuve como padrino y estupefacto testigo— adquirió matices más sustanciales.

Hacia 1969 fue precandidato a la presidencia de la República y tuve la ocasión de verlo en campaña política en una humilde población de los aledaños de Santiago. Había llovido y los casi doscientos auditores de su discurso tenían los pies hundidos en el barro. Era gente muy pobre y con certeza su situación no les había permitido educarse más allá de los primeros cursos escolares. El poeta concluyó más bien con desgana su arenga y se disponía a bajar de la tarima de madera, cuando la gente se lo impidió gritando: “Poemas, poemas, queremos poemas”. Neruda se hizo rogar un minuto y luego sacó un libro del bolsillo.

La imagen de esas doscientas personas, ateridas de frío, acaso sin haber desayunado, clamando por “poemas, poemas” se impregnó muy fuertemente en mí y decidí que jamás en la vida iba a olvidarla. Quizás he aquí otra de las modestas claves que me condujeron al libro Ardiente Paciencia (El cartero de Neruda).

El poeta murió en 1973, diez días después del golpe militar que acabó con la vida de Salvador Allende y, por muchos años, con la libertad en Chile. Con dolorosa sincronización morían el poeta y la democracia. Era casi una metáfora que me ofreciera la historia. Decidí recogerla con unción. En la última página de mi novela le ofrecen al narrador azúcar para su café. Éste cubre la taza con la mano y replica: “No, gracias. Lo tomo amargo”.

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