Antonia Rodríguez era cocinera de altos vuelos. Ella decía, “soy mengala calzada de Amatitlán, aunque no sé cocinar el matagusano ni darle punto a la cocada con piña”, pero a diferencia de otras, hablaba quedito y los domingos calzaba un par de botines de cuero tan brillantes como el charol.
Tona era discreta, callada y misteriosa, pero en la cocina manejaba con vigor y sin miedo el cucharón del caldo hirviente y los cuchillos filosos como si fueran espadas. Además, tenía el corazón de piedra porque no tenía miramiento ni piedad para retorcerles el pescuezo a las gallinas y pollos los sábados por la tarde, cuando preparaba el arroz con pollo a la valenciana para el domingo, adornándolo con rodajitas de huevo duro, tiritas de chile pimiento y lluvia fina de perejil.
A su llegada a casa, su repertorio culinario se enriqueció con el de mi madre, quien con toda facilidad soltó el timón de capitán del barco y nunca más volvió a poner un pie en la cocina porque Tona “se las podía”, porque tenía los botines bien puestos: los frijoles con su punto de apazote, las tartaritas para hacer divertido el caldo hirviente eran sazonadas con perejil, y el secreto para los macarrones con salsa de ragú era dejar descansar ya dorado el rochoy para que se soltaran sus jugos.
Por las mañanas, mi madre le dictaba el menú del día. Lo hacía con pelos y señales, dictando el paso a paso la receta, según su saber y experiencia: “para la salsa blanca, no olvidar la nuez moscada; para la carne guisada, importantísimo el gusto que da de la rajita de canela, el tomillo, las hojas de laurel y las cinco pepitas de pimienta gorda. El pulique con hierbabuena y las hilachas con recado espesado con tortilla y su manojo de culantro…
El menú navideño era único. Se apetecía siempre, por delicioso, y porque se degustaba únicamente una vez al año, comenzándose a saborear a finales de octubre cuando el viento norte soplaba fuerte y de repente la ciudad se ponía helada y ventosa.
Era completísimo y calórico ya que iniciaba con pavo al vino jerez, pasando por el puré de camote para darle un toque de dulce hasta llegar a un final apoteósico: el tamal colorado, con una taza de buen chocolate de Mixco, torta de pajaritos de las Victorias, unas cuantas nueces de nogal y galletas alemanas de pan de pi, las que de un mordisco remitían a mi padre a los tiempos más remotos de la infancia.
Del tradicional menú navideño familiar de la casa del Callejón Normal, numero 12, tengo el gusto de compartirles la receta del puré de camote hecho torta, el preferido todos por su suave dulzor con toque cítrico, sabor descrito en casa como angelical.
Mi madre dictaba la receta y Tona, con su saber e ingenio, lo realizaba como a ella le daba la gana: 3 tazas de puré de camote cocido en jugo de piña, 1/3 taza de jugo de piña, 3 onzas de pura mantequilla, chorro de buena vainilla, ¾ taza de azúcar morena, rallo de naranja y canela en polvo: Pelar el camote y ponerlo a cocer con suficiente jugo de piña natural, raja de canela, pimienta gorda y media taza de azúcar. Aún caliente, hacer el puré comprobando que quede fino, y colocarlo en una olla grande. Agregar los ingredientes restantes: azúcar morena, mantequilla suave, vainilla y canela en polvo; mezclar con vigor. Ponerlo al fuego hasta que hierva y tome punto deseado. Colocar en refractario engrasado, poner pedacitos de mantequilla entre el puré y darle un toque final cubriendo la superficie con malvaviscos, conocido antes como mashmellows, los que en aquellos días, menos precipitados y recatados era los que llamábamos angelitos de la Grecia. Hornear a 350 por treinta minutos, servir caliente. A mis lectores, una feliz y entrañable Navidad.
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